sábado, 12 de marzo de 2016

CARTA A MARIANA, CON UN HILO ENREDADO EN EL DEDO DE LA MANO




Querida Mariana: El hilo rojo es famoso en la familia. La tía Sara siempre andaba con un hilito anudado en el dedo índice de la mano izquierda. Todo mundo sabía que era un recordatorio. A veces miraba su mano, se llevaba la mano en la frente y recordaba un pendiente que podía ser una cosa intrascendente (meter la bacinica que había puesto a secar a mitad del patio) o algo importante (meter al tío Romualdo que, en silla de ruedas, tomaba el sol desde las diez de la mañana).
Yo, de memoria endeble, nunca me enredé un hilito en el dedo. Soy tan olvidadizo que ni siquiera una banda roja en la frente serviría.
Digo esto, porque, motivada por mi carta anterior donde hablé del Cine Comitán, me preguntaste que cómo era el cine. Dios mío, yo qué voy a saber. Mi mamá, cuando yo era niño, se desesperaba, porque decía que me olvidaba de todo. A veces regresaba a la casa con las manos vacías, cuando mi mamá, sentada en la sala, esperaba que yo regresara con la bolsa de duraznos. ¿Qué pasó?, reclamaba ella. Y yo preguntaba (en el despiste total): ¿Qué pasó de qué? ¡De los duraznos! En ese momento la luz se hacía en mi memoria. Ah, (titubeaba) estaba cerrada la tienda de doña Hermila. Era el momento en que mi mamá se desesperaba y, tal vez para mitigar su enojo, jalaba con fuerza el hilo del tejido que bordaba.
Por esto, cuando fui a estudiar a la Ciudad de México, siempre que me enviaba una caja pequeña con butifarras y tostadas incluía dos frascos de Sukrol (que eran unas pastillas, importadas de Guatemala, que servían para reforzar la memoria. El medicamento decía que era una patente alemana).
Desde siempre he sido un adorador de la fotografía, por su valor artístico, pero, sobre todo, porque funciona como la extensión de la memoria de todos aquellos que tenemos una memoria pichancha. Justo un día después de tu pregunta, hallé esta fotografía en el Facebook (perdón, no sé quién la subió, o bueno sí sabía, pero ya no recuerdo el nombre).
Ahí está un grupo de seis muchachos que, sin duda, están vestidos para la ceremonia de graduación estudiantil. Ellos deben recordar el instante. Yo deduzco, por sus hormitas, que egresan de la secundaria. Conozco a los seis (ellos pertenecen a una generación posterior a la mía, ellos son muy jóvenes, bueno, son muy jóvenes con respecto a mi edad). El agregado de esta foto, además del cabello largo y de la vestimenta formal de ellos, con mosquitas y pantalones acampanados, es el espacio donde están: el Cine Comitán. Ellos están parados justo en la entrada a la sala. Si ves con atención observarás que en el fondo están dos puertas, una corresponde al baño de damas y la otra al de caballeros. A la izquierda (donde se ve un hombre de patillas) estaba la puerta de madera, abatible, de dos hojas, que daba acceso a la sala. A la derecha se ponía el señor encargado de recoger los boletos.
Te preguntarás por qué los seis muchachos están vestidos tan elegantes en el vestíbulo del cine (el compa con el traje blanco y las solapas como de alas gigantes, delineadas con una cinta oscura, está parado junto a un mostrador que delimitaba la cafetería). Están ahí porque el cine, además de servir para lo que sirven las salas cinematográficas, se utilizaba para funciones de boxeo, de lucha libre; para presentación de caravanas artísticas, para mítines políticos y para (¡bendito Dios!) celebraciones de fin de cursos y graduaciones escolares.
No recuerdo los nombres de los seis muchachos. Bueno, sí recuerdo dos nombres de ellos, pero no sé bien a bien a que rostros corresponden. Creo que el Sukrol no sirvió de mucho (Lorena dice que este suplemento es un reconstituyente cerebral que es recetado a los viejos. ¿Por qué, me pregunta, yo lo tomaba cuando era joven?). Esta incapacidad de recordar incomoda a los demás (mi mamá es la prueba más cercana), pero a mí no me molesta en demasía. Si no fuese una ofensa a la sociedad casi casi podría decir que la disfruto. Y digo que ofende a la sociedad porque a veces algún conocido me detiene a mitad de la banqueta, me saluda (llamándome por mi nombre) y veo su cara de molestia, como si fuese un tsizim al que hurgan adentro del bolcojosh, cuando respondo a su saludo, pero no digo su nombre (no lo digo, porque soy incapaz de relacionar los rostros con los nombres). Yo andaría como pez en el agua si todo mundo llevara un gafete con su nombre, como sucede, por ejemplo, en los talleres que implementa la Secretaría de Educación, donde cada maestro se pone un pegote en la camisa o en la blusa y así el coordinador del taller no tiene inconveniente alguno en llamar a alguien por su nombre, basta ver el gafete y pronunciar el nombre en voz alta. Pero, las personas en el mundo real no ostentan tal distintivo; es preciso que la memoria entre en acción y ahí es en donde yo me hago chiquito, porque los otros esperan de mí el mismo trato que me ofrecen. Salvo este detalle digo que me divierto, porque, contra lo que podría pensarse, esta falta de memoria no me agobia. Me divierto viendo los rostros y poniendo los nombres que, de acuerdo con sus hormas, podría corresponderles. Y lo hago precisamente con nombres de actores y actrices famosos, porque, eso sí (como buen cinéfilo) casi no dudo entre el rostro de un actor y su nombre. Martín dice que es una bobera que yo presuma de saber que el enmascarado que sube al ring se llama Santo, el enmascarado de plata, se le hace un absurdo supremo. Lo que Martín no sabe es mi insuficiente capacidad memorística. Cuando voy al parque y veo a una muchacha bonita digo que esa niña se llama Marilyn (en homenaje a la Monroe); una tarde (yo leía la novela “Cuadernos de don Rigoberto”, de Vargas Llosa) y vi subir por las gradas de la fuente a la mujer más bella y sensual de toda la región. No dudé, dije que era Sylvia Kristel, la famosa actriz que interpretó el papel de Emmanuelle. Sí, era ella. Yo comencé a sudar, porque recordé una escena especial de aquella película (que no vi en el Cine Comitán, sino en un auditorio del Instituto Politécnico Nacional). Sylvia subió el último peldaño y se detuvo. Yo, como zanate mojado, la vi en toda su belleza. Ahí estaba ella. Me vio, sonrió y siguió caminando. Un grupo de viejos que platicaba en una banca distante dejó de platicar y también admiró su belleza. ¡Ah!, pensé, si estos calenturientos supieran lo que esta niña es capaz de hacer ¡les da un paro cardiaco! Sequé las palmas de mis manos en mi pantalón y seguí leyendo la novela de Vargas Llosa. Así pues, acá en Comitán a cada rato me topo con Yul Brynner, con Julio Alemán (algunos dicen que se llama Cuauhtémoc Alcázar), con Irma Serrano (despistados me dicen que ella vive acá, pero yo pregunto: ¿a la edad de dieciocho, edad en que fue modelo del gran pintor Diego Rivera?). En el parque de San Sebastián he visto a Leonardo DiCaprio, a Cantinflas y a Toña, la Negra (que acá en Comitán, los maldosos, le dicen Toña, color de petróleo).
Me gustaría que los conocidos supieran de mi carencia memorística y entendieran el goce que me provoca el juego de nombrarlos con nombres de actores y actrices famosos. Si lo entendieran sabrían que es un elogio, por ejemplo, que una de mis amigas cercanas no es Simplemente María, sino María Schneider, la famosa actriz que, junto al enormísimo Marlon Brando, actuó en la película “El último tango en París”; pero estoy seguro que, así como se ofenden porque no recuerdo sus nombres, se ofenderían sólo de saber lo que la Schneider hace en el departamento con Marlon.
¿Cómo era el Cine Comitán? No sé, querida mía. No recuerdo bien. Pero acá, gracias a esta fotografía (que tal vez subió Roberto), podés reconocer parte del vestíbulo. Tal vez si vas a Pretty Woman (tienda que está donde estuvo el cine) podrás reconocer este espacio. Justo donde está parado el hombre de las patillas comenzaba, en esencia, la sala. El espectador abría la puerta abatible y entraba al espacio donde los sueños tomaban forma. Donde están estos muchachos es un piso horizontal, más allá comenzaba el declive que permitía la isóptica donde los espectadores, cómodamente sentados en las butacas, disfrutaban de la función de cine.

Posdata uno: ¿Cómo era el cine? Soy incapaz de describirlo, pero acá podés ver un mostrador de cristal de la dulcería donde vendían los tacos que eran tan ricos que la gente de afuera pedía permiso para entrar sólo para comprar órdenes que eran servidas en pequeños cuadros de papel estraza.
Lo que sí puedo asegurar es que no necesito amarrarme una cinta en el corazón para tener tu viento en mi bosque.
Posdata dos: Al final hallé la relación con los nombres de los seis muchachos gloriosos. Te la paso para que no te suceda lo mismo que a mí. Ahí están: Ismael Trujillo, Ramiro Culebro, Carlos Pinto, Roberto Culebro, Wanerges Alfaro y Jorge Culebro. Alumnos de la secundaria del Colegio Mariano N. Ruiz.