lunes, 7 de marzo de 2016

EL OBOE DETRÁS DEL VIOLÍN




Crista dijo que si uno escucha con atención puede distinguir los instrumentos en una pieza musical. Desde entonces estoy pendiente de los sonidos que me rodean. Escucho los aplausos, el sonido de las papitas que Alfonso come, el aleteo de los pájaros al atardecer y, sobre todo, el murmullo de las palabras que pronuncian las personas a la distancia. Ha sido una experiencia insólita. Me he dado cuenta de que el sonido muy cercano me irrita. El aleteo de los zanates en el parque, a la hora que buscan lugar para dormir, resulta irritante cuando la parvada está casi encima de mí. Cuando estoy en una esquina del parque y escucho el rebumbio alado que se hace en un árbol distante ¡lo disfruto! Lo mismo me sucede con el griterío de los niños. Me reconcilia con la vida el alboroto que los niños y niñas hacen cuando corren detrás de las pompas de jabón que un hombre avienta al lado de la fuente, pero ese mismo bullicio me pone de mal humor cuando los niños y niñas están cerca de mí, del lugar donde leo. Javier dice que es síntoma de que ya estoy viejo (no sé por qué lo dice con tanta ironía si él es un año mayor que yo).
A partir de que Crista lo dijo he tenido cuidado en no pisar los sonidos. Porque éstos (desde entonces) son como papalotes que no deben enredarse en los cables. Los sonidos no deben ser interrumpidos para que cumplan con su vocación.
Una mañana, Paco Gamboa, Paco Flores, Marirrós Bonifaz y yo fuimos al rancho de ella. En cuanto llegamos fuimos casi corriendo, como si fuésemos niños traviesos, hasta el barandal donde se aprecia una cascada. El sonido del agua me llegó transparente, la sentí como una bofetada húmeda que me cimbraba. Supe que jamás volvería a ser el mismo. Uno de los Pacos me invitó a alejarnos de ese despeñadero de luz infinita, caminamos por en medio de una arboleda, caminamos más de cien metros. Al llegar junto a una enredadera, Paco, con una señal sencilla de su dedo sobre el oído, me dijo que oyera y así lo hice. Entonces, ya sin la cascada a la vista, sino como una luz a través de una cortina, oí el murmullo del agua, era como el sonido de cien mil grillos frotándose las alas. Cerré los ojos y supe que ahí, en ese instante, Dios jugaba rayuela. Si alguien me diera a elegir, elegiría este último sonido. Cualquiera pensaría que soy un bobo al elegir aquello que está distante, casi escondido. Cualquiera diría que soy un cobarde por no atreverme a abrir los brazos en esa colina frente a la cascada que cae con una brutalidad descarada.
Crista dijo que uno puede distinguir el sonido de cada instrumento. Desde el día que lo dijo siento que cuando alguien me habla cerca es como si me aventara una bolsa de palomitas a la cara. Me molesta. La cercanía del tropel de palabras es como una catarata del Iguazú, como un cinchazo de El Chiflón. Para distinguir el sonido de cada palabra, ya me di cuenta, necesito cierta distancia ante el hablante. Para disfrutar el sonido de la palabra necesito que la otra persona esté en la esquina del parque, que me hable desde la rama de en medio del árbol. Pero, ¡qué jodido!, Javier tiene razón, ¡ya estoy viejo!, porque si la distancia no es la precisa, ya no distingo los sonidos, me pierdo en las palabras y las veo volar como papalotes, pero como si estuviesen en una pantalla de cine mudo.
Me enerva ya la proximidad de los hablantes, pero tampoco puedo disfrutar de su conversación si están muy alejados. A veces creo que debería usar uno de esos botes de pintura en aerosol que emplean los árbitros de fútbol, pero pienso que sería un exceso caminar tres pasos y marcar una raya, casi casi como si fuese un merolico y suplicara a mi prójimo permanecer detrás de la raya.
Una de las experiencias más ingratas de mi vida fue pasar frente a un ringlero de bocinas en un concierto de rock. Yo caminaba en la parte delantera del escenario, iba en busca de Judith, que en medio de la multitud levantaba la mano para que la ubicara. Justo al pasar frente a las bocinas, un músico hizo un rasgueo sobre su guitarra eléctrica (entiendo que para probar sonido o para afinarla). El sonido fortísimo hizo que mi corazón brincara como sapo y el brincoteo no paró sino hasta muy avanzado el concierto. Como si ese sonido hubiese sido un oso le pedí a Judith que nos fuéramos más atrás, más, más. Pedimos permiso y vi el asombro en la cara de los jóvenes, ya que dejábamos un lugar de privilegio por irnos a resguardar casi detrás de las cajas enormes, negras, donde embalan los instrumentos.