sábado, 23 de abril de 2016

CARTA A MARIANA, CON AROMA A DOMINGO INFINITO




Querida Mariana: A veces oímos de más. ¿No te ha pasado que estás en un lugar y, aunque no querás, oís conversaciones ajenas?
Siempre que alguien está con otro aparecen las conversaciones. Las conversaciones son acerca de mil temas, de cien mil temas.
La gente no siempre es cuidadosa de lo que platica. Algunos sí tienen cuidado de no hablar muy fuerte, o de conversar cuando están en lugares separados. He visto a algún político que jala a otro y lo lleva hasta el lado más alejado del salón y ahí platican a salvo de oídos argüenderos.
Pero no siempre es así. Una vez (yo laboraba en una dependencia federal) me tocó estar en un hotel de Oaxaca donde fui testigo de un hecho fantástico. Mis compañeros y yo estábamos en la capilla de un edificio antiguo que, ya restaurado, ahora funciona como hotel de cinco estrellas. Ahí, en la capilla, el gobierno de Oaxaca había instalado la oficina de prensa. De pronto vi que un diputado tomó de un brazo a un alto funcionario de gobierno y lo llevó hasta el extremo de la capilla, pensando que ahí estaban a resguardo de orejas entrometidas. ¡Nunca imaginaron la travesura que la física les hizo! Sucede que estábamos debajo de una cúpula. Lo que ellos conversaban, en voz baja, se reproducía con nitidez en el lugar opuesto, donde estábamos nosotros. Escuchamos la conversación como si estuviésemos al lado de ellos. El sonido viajaba a través de la curvatura en el techo y bajaba exactamente en nuestro punto. Un compañero de trabajo llamó a un amigo periodista y le dijo que si quería podía grabar tranquilamente la conversación privada de esos dos connotados personajes oaxaqueños. Ya no sé qué hizo el periodista con esa información confidencial, pero pudo darle muchos usos, desde una travesura hasta un chantaje fenomenal.
Cuento esto, porque el otro día fui al parque central y me senté en una de las bancas que están en los pasillos internos, cerca del kiosco. Me senté ahí, porque en ese espacio la gente no acostumbra caminar y ello evita la clásica intromisión de los “atentos” que siempre se quedan a interrumpir a los que, con su libro en las manos, buscaron la manera de alejarse del “mundanal ruido”. Leía el libro de cuentos “Fragmentos del gran zoo y otros cuentos invitados”, de mi amigo Gabriel Hernández, escritor chiapaneco, cuando dos personas un poco mayores que yo, digamos que pegándole a los sesenta y cinco o sesenta y seis años de edad, me saludaron y se sentaron a mi lado, en la banca pública. Di gracias a Dios porque la presencia de ellos imposibilitaba que algún amigo o amiga me saludara, se sentara y comenzara a platicarme del problema de los gorgojos en los frijoles o de cómo antes no llovía tan fuerte y que las granizadas no eran tan comunes como lo son hoy en día.
La lectura propicia uno de los diálogos más sublimes, pero, si el lector lo desea (y es lo deseable) no existe eco; es decir, cuando alguien lee, ningún otro se entera de ese diálogo. Por eso, el diálogo de la lectura es el que más me gusta: un diálogo sin interrupciones, un diálogo inteligente (la mayoría de veces, cuando se elige un buen libro).
Digo pues que los dos hombres, ya viejos, se sentaron a mi lado, uno de ellos apoyó sus manos sobre el mango del bastón y colocó su quijada sobre las manos. Escuchó lo que el otro dijo. Yo también escuché la plática, porque el hombre no tuvo empacho en hablar en voz alta, como si fuese uno más de esos latosos pájaros que croaban como sapos alterados.
El hombre dijo que fulano de tal estaba muy mal, que se hundía en severos estados depresivos. El otro, sin variar su posición, preguntó por qué a fulano le pasaba lo que le pasaba. “Porque no se preparó”, dijo el otro. Fulano de tal, cuatro o cinco meses antes, se había jubilado y ahora no sabía qué hacer con tanto tiempo libre por delante.
¡Dios mío!, pensé. A mí no me alcanza el tiempo, siempre se me vuelve agua, siempre estoy detrás de él en carrera libre, pero el tiempo, lo sabe medio mundo, es un corredor de maratón.
Mi papá decía que el tiempo perdido los santos lo lloraban, un poco como para decirme que no debía perder mi tiempo, porque luego lo lamentaría.
¿Mirás qué escuché? Como vi que estaba abriendo una ventana para meterme en lo que no me importaba, cerré el libro, dije buenas tardes y me paré. Decidí que ya había estado bueno de ese baño de aire libre, debía regresar a casa y continuar mi lectura en la “soledad de mi crujía”, tal como mencionaba aquel famoso místico.
Fulano de tal, según el decir del hombre, estaba hundido en la depresión, porque no se había preparado. ¿Qué hacer al otro día de la jubilación?
He escuchado que la historia de fulano de tal se repite en forma constante. Son miles las personas que no se prepararon para la jubilación. Hay muchos otros que, como sí se prepararon, no tienen problema en transitar ese último jalón de vida: viajan, pintan, imparten clases, construyen muebles, tejen, ven cine, leen, dibujan, cocinan, se dedican a la jardinería, revisan archivos, encuadernan libros, aprenden a tocar algún instrumento, juegan dominó o ajedrez, escriben libros de viajes, practican el senderismo o visitan a sus hijos (tres meses en casa de cada uno de ellos) y cuentan cuentos a sus nietos o juegan en el patio con ellos. Pero, ¿qué sucede con los que no se preparan para tener una vejez digna, ya fuera de los espacios de trabajo? Pues le da el merequetengue depresivo que le dio a fulano de tal. Debe ser difícil vivir inmerso en ese pozo oscuro.
Yo, querida mía, no sé cuántos años viviré. Ya viví cincuenta y nueve y jamás (hasta donde recuerdo) me ha sobrado tiempo para desperdiciarlo. Ahora, con tantos libros de cuentos y novelas por escribir; con tantas colaboraciones periodísticas por hacer; con tantos dibujos por bocetear; con tantas cajitas por pintar; con tantos (¡tantísimos!) libros por leer; con tanto cine de arte por ver; con tanto por vivir, pido más tiempo, mucho más. No me queda un solo instante para regodearme en la hamaca de la güeva.
Creo que llevo más de veinte años preparándome para mi jubilación, que, de igual manera, no sé cuándo se dará, porque mi trabajo aún me resulta placentero y creo, eso es lo que yo creo, aún soy útil para la patria. Porque mi trabajo es una actividad que no tiene fecha de caducidad, como sí la tiene, por ejemplo, el que se dedica, de manera profesional, a jugar fútbol, a boxear o a jugar tenis. Los deportistas de alto rendimiento se jubilan pronto. Un jugador de fútbol que tiene cincuenta años ya no puede desarrollar su actividad de manera aceptable. En cambio, un escritor, un catedrático o un pintor (ahí está el ejemplo clásico de Picasso) desarrollan sus actividades como si tuviesen el don del vino, que es como decir ¡el don divino!
No pienso en la jubilación, porque es algo que viene detrás de mí y tal vez no me alcance, pero si me alcanzara no tengo mayor problema, porque si fuese dueño de todo el tiempo del mundo leería más, pintaría más, dibujaría más, escribiría más, ¡viviría más!
Todo el tiempo del mundo es poco para el mar de mis ansias.
Soy tan extraño, por ejemplo, que, a diferencia de muchos de mis amigos y conocidos, amo los domingos, porque esa pausa tan asfixiante, me permite disponer de más tiempo. El domingo pasado, por ejemplo, me levanté, como siempre, a las cuatro de la madrugada, escribí, me bañé, preparé mi desayuno, subí a mi carro y fui a comprar cosas del mandado; regresé y me puse a pintar una cajita, luego dibujé el sexto dibujo de una serie que se llama “Sueños de Altamira en el siglo XXI”, que, espero, montaré en exposición para su disfrute y para su venta. Luego vi la película “El tambor de hojalata”, comí, cabeceé frente al televisor, leí a la Oates y, cuando ya eran las cinco y media de la tarde, me puse a escribir Arenillas, las que publico en el Facebook y la que me publican en Chiapas Paralelo y en el Diario de Comitán; cené y a las ocho en punto sentí que mi batería ya estaba cerca del nivel cero, me puse mi pijama, me acosté, leí dos líneas de “Noticias del Imperio”, de Del Paso, y ya no supe más. El tiempo no me alcanza. ¡Benditos domingos! Ojalá fueran todos los días.

Posdata: Entiendo que los domingos son como esa pausa a la que entran los jubilados. Entiendo las depresiones de los jubilados. Han odiado los domingos, por lo tanto, extrañan las actividades febriles de lunes a viernes (incluso los sábados). Yo, mi niña querida, llevo veinte años viviendo con emoción los domingos y pido a Dios que me bendiga con brindarme la delicia de los domingos permanentes. Alguna de estas tardes aparecerá un mecenas, tocará en la puerta de mi casa y, como si fuese el papa Julio II, me concederá una pensión vitalicia para que yo dé “gloria y lustre” al mundo con mis dibujos, con mis cuadros, con mis textos, con mis cuentos, con mis lecturas y con mis novelas. Pero como vos me dijiste el otro día que esto es un sueño muy guajiro, pues no queda más que seguir laborando y lamentando no tener más tiempo para lo realmente importante.