martes, 12 de abril de 2016

EL SIEMPRE BIEN HECHO




Mariana y yo caminábamos por la Central de Abasto, ella buscaba un chunche para limpiar el interior de las botellas de cristal. Pasamos por puestos donde vendían jitomates, cebolla y naranjas. La vendedora de las naranjas tenía una naranja partida a la mitad, sobre una tabla de madera, donde jugueteaban dos moscas, de esas gordas. La vendedora ofreció un gajo de naranja a Mariana, ésta dijo que no, que muchas gracias. Luego, Mariana me dijo que siempre le da pena no recibir algo que le ofrecen, pero cómo iba a recibir el gajo lleno de polvo, de polvo lleno de heces. Le dije que a mí me sucede lo mismo, pero, igual que ella, me aguanto la pena y digo que no. Mariana dijo que hubiese sido tan fácil recibirlo y hacer como que lo probaba, para no desairar a la mujer, pero luego rectificó: ¡No!, dijo, sería peor, porque la vendedora creería que no me había gustado.
En esas andábamos cuando me dijo: ¿Ya viste? Dame la cámara y tomó la foto. “El todo yo, todo yo”. Reímos. Mariana preguntó si ese dicho sólo se emplea en Comitán. No creo, le dije, no creo. En Jalapa así le decían a un tío mío: “El todo yo”, porque él siempre decía eso cada vez que alguien lo mandaba a hacer algo. Comenzó desde pequeño, cuando su mamá lo mandaba por las tortillas o cuando su papá lo mandaba a comprar la caguama; siguió así cuando, en el taller, siendo aprendiz de zapatero remendón, su jefe le decía que boleara el par de zapatos que había llevado doña Herlinda; luego, ya mayor, cuando entró a trabajar en la imprenta, lo empleaban para todo: para cargar el papel, para entintar el rodillo, para cargar las cajas con los tipos, para empacar los volantes, para llevarlos al dueño del cine. ¡Todo yo, todo yo!, decía, siempre con cara de sapo, pero, terminaba haciendo lo que le ordenaban y lo hacía bien. Por eso, una vez que tomábamos una cerveza en el corredor de su casa, allá en Jalapa, me dijo que no sabía por qué decía lo que decía, ya que siempre hacía todo con comedimiento y con gusto. Ya viejo, me dijo, pensaba que había sido un privilegio haber sido elegido para que él hiciera todo, siempre bien hecho. De esto se dio cuenta en la imprenta. Un día comprendió que si su jefe lo ponía a hacer todos los oficios es porque en todos cumplía a perfección.
Cuando era niño, sus papás, él sobre todo, lo hacían para molestarlo. Como veían que siempre ponía su cara de sapo en estanque sin agua, lo mandaban a hacer todas las compras, para no molestar a la hermana mayor.
Pero, en la imprenta, algo como una luz divina, así me lo dijo, se le apareció y le hizo ver que ser el todo yo era un don. Y entonces él comenzó a jugar con ese don. Se decía, por ejemplo: “’Ora, cabrón, póngase a estudiar su clase de inglés”, ponía su cara de siempre (sí, la de sapo) y luego iba a cumplir la encomienda, que hacía con dedicación y con gusto; y luego se decía: “¿Qué, ya terminó? Eso es lo que usted cree, ‘ora le toca francés, ándele huevón”. Replicaba: ¡Todo yo, todo yo!, pero le entraba al curso de francés. Así aprendió tres idiomas y terminó su licenciatura como Ingeniero Civil y el master que realizó en Harvard. Cuando el gobernador de Veracruz lo llamó para ofrecerle el cargo de Secretario de Infraestructura, agradeció la deferencia y dijo que no. Siguió impartiendo su cátedra en la Universidad y siendo uno de los investigadores más dedicados. Le pregunté: ¿Que no que todo usted? Sí, me dijo sonriendo, eso pensó el gobernador, pero se equivocó.
Mariana dijo que era una bonita historia. Sí, le dije, se parece mucho a la historia de Rosario Castellanos, que parecía ser una todo yo, todo yo, porque escribió muchísimos géneros literarios, pero cuando alguien le sugirió la posibilidad de aspirar a ser rectora de la UNAM, ella dijo: “Pues, fíjese que no”. Mariana se quedó pensando y dijo que entonces por qué había aceptado ser embajadora de México en Israel. Ah, tal vez, porque le atacó el síndrome de mi tío y, viéndose al espejo, se dijo: “’Ora, a sacudirse las pulgas en otro lado” y, sin pensarlo mucho, puso su cara de sapo inflado y dijo: “Todo yo, todo yo” y fue a Tel Aviv a cumplir con la encomienda y a cumplir con su destino.