martes, 5 de abril de 2016

LOS MAL ENVUELTOS




Monse, con acento de niña bien y tono un poco a la Luis Miguel, dijo: “¿Yo? Ni loca empleo sus servicios”. Lo dijo cuando vio la cartulina que estaba mal pegada sobre la puerta. Andrés dijo que él tampoco lo haría, si así pegaban el letrero ¿cómo envolverían los regalos? Y todos reímos, menos Amanda. ¿Y a ti qué te pasa?, le preguntó Jorge. Nada, nada, dijo Amanda, me quedé pensando. “Ay, hagámosle una estatua”, dijo Monse. No, no, dijo Amanda, en serio, me quedé pensando en que nadie de nosotros encargaría a esta persona la envoltura de un regalo y, sin embargo, en este país y, sobre todo, en este Chiapas, a cada rato solicitamos los servicios de esta clase de gente. “Les dije, hagámosle su estatua, como la de Rodin”, dijo Monse a la hora de sentarse frente a Amanda. “A ver, a ver, ilumínanos con tu sabiduría Amanda Hoyos”, bromeó Monse.
Y Amanda comenzó a mencionar una serie de profesiones y de oficios que son miembros activos del club del mal hacer. ¿Conocen algún maestro que tataratea al leer? ¿Una maestra que, al anotar alguna frase en el pizarrón, lo hace con muchos errores de ortografía? ¿Conocen algún maestro que lee en voz alta sin despegar la vista del libro? ¿Han querido abrir una ventana que está atorada? ¿Han contratado los servicios de un experto en impermeabilización y descubrir diez goteras en el primer aguacero? ¿Se han topado con un maestro de inglés en la secundaria que no puede sostener una conversación más o menos fluida con un nativo de Estados Unidos de Norteamérica? ¿Se han topado con un bolero que mancha de crema negra los calcetines blancos?
Mientras Amanda hacía la relación de oficios yo sabía que cada uno de nosotros estaba a punto de interrumpir para agregar muchas más profesiones y oficios a esa relación de malhechos. ¿Quién no se ha topado con la impuntualidad de algún prestador de servicios?
Amanda siguió. ¿Se han sentado en un taxi y advertido una cucaracha en el asiento que ocupan? ¿Les ha tocado sentarse en un colectivo cuyo asiento no está fijo y se mueve, como avalancha, cada vez que el chofer frena? ¿Han hallado alguna mosca en la quesadilla de flor de calabaza que pidieron en el restaurante? ¿Han pedido un café calientito y recibido un café completamente frío? ¿Les ha tocado usar la azucarera y al probar la bebida reconocer que estaba llena de sal?
Todos hacíamos silencio. Todos asentíamos cada vez que Amanda mencionaba uno de estos presentes mal envueltos. ¿Han querido hablar por teléfono celular y descubrir que la señal está caída? ¿Han realizado un envío por Estafeta que llegó a su destinatario nueve días después? ¿Se han quedado varados en el aeropuerto, porque la aerolínea vendió dos veces el boleto asignado? ¿Los han mojado en el instante en que un auto, a más de cincuenta kilómetros, cayó sobre un bache? ¿Se han enfermado, porque un camarón estaba en mal estado, en un restaurante de prestigio? ¿Se han sentido mal, porque el antro de tres estrellas vendió bebidas adulteradas? ¿Se han topado con algún funcionario público prepotente que no tiene la más mínima idea del trabajo que debe realizar? ¿Alguna secretaria que, a la hora de atención al público, convierte el escritorio en una mesa asquerosa de restaurante de tercera, con tacos de cabeza y un refresco de cola?
“Por eso no me causó risa lo que Monse dijo”. Amanda se echó para atrás en el sofá y puso sus manos sobre la nuca. “¿Cómo lo ven?”, nos preguntó.
Todos coincidimos. Amanda tenía razón, tiene razón. En este país nos hemos acostumbrado a recibir servicios “mal envueltos”.
Las instituciones que se suponen defienden al consumidor no pueden actuar de manera correcta, porque, ¡qué pena!, también ellos envuelven mal los regalos.