viernes, 15 de abril de 2016

UNA NOCHE DIFERENTE




Dije que sí, que una vez había estado en la cárcel. Una noche. No sé, de las doce de la noche a las diez de la mañana. Los policías me habían subido a la camioneta (la julia) y me habían golpeado con su cachiporra, luego me habían metido a una celda, una celda pequeña, en la que no había más que un camastro hecho con dos tablones de madera. Ahí dormía un hombre (“El sarampahuilo”, un borracho consuetudinario que, de manera frecuente, lo “cargaban” los policías para que al día siguiente cumpliera la condena barriendo el parque. Así, la autoridad evitaba el pago de un empleado que mantuviera limpio ese espacio).
Dije que había sido porque esa noche había chocado contra una esquina. Estaba tomado. Algún vecino avisó a la policía que alguien había chocado. Los policías llegaron y me hallaron sobre el volante. Me sacaron y me llevaron a la julia, me empujaron, me golpearon con sus cachiporras.
Le dije que nada había sentido. No había sentido dolor a la hora que mi pecho chocó contra el volante; no había sentido dolor a la hora que el policía me golpeó la espalda con su garrote; ni había sentido dolor a la hora que el otro policía me dio el empellón y me fui de bruces contra el piso de la camioneta; ni sentí dolor a la hora que el otro policía me pateó en el trasero a la hora que me metió a la celda; ni sentí dolor a la hora que otro guardia me pegó en las manos, que las tenía agarradas en los barrotes de la celda, porque gritaba que necesita atención médica. Porque el dolor lo había sentido a la hora del impacto, por eso, a la hora que los dos policías me sacaron del coche yo pedí que me llevaran con un doctor y uno de los policías me dijo que sí, que me llevarían al médico y yo le creí y me dejé conducir y di gracias por lo que hacían por mí, pero en la puerta de la julia, el tipo me pegó con su cachiporra en la espalda y su compañero me dio un empujón para que cayera en el piso de la camioneta. Tirado en el piso de la camioneta oí la risa de ambos y el latigazo del cerrojo.
Dije que sí, que estaba tomado, que había perdido el control del volante; dije que conducía en una de las bajadas de Comitán y al dar vuelta a la derecha mis manos, igual de tomadas que yo, trastabillaron, perdieron el equilibrio y condujeron el auto hacia la esquina de una casa. El impacto fue como un restallido de fuete.
Dije que había salido de una fiesta de quinceaños; que alguien me había advertido que estaba tomado y no debía conducir. Ese alguien estaba, como todos los demás, debajo del manteado, escuchando la marimba que interpretaba una canción que estaba de moda. La canción, la recuerdo bien, era del tabasqueño Chico Ché, era esa que dice: “…los nenes con los nenes, las nenas con las nenas…”.
Dije que nunca había imaginado estar en la cárcel, que nunca hubiese imaginado decir al Sarampahuilo que se hiciese tantito para allá, que no ocupara toda “la cama”, porque yo estaba cansado, quería dormir, dormir en la cárcel, ¡Dios mío!
Dije que había dado un nombre diferente a la hora que el encargado del presidio había preguntado mi nombre. Yo, por fortuna o por desgracia, no llevaba la credencial de la escuela. Digo por fortuna, porque pensé que mi nombre no quedaría en el registro de personas que han estado en la cárcel; digo por desgracia, porque cuando mis familiares me buscaron en el hospital, en la cruz roja y en la cárcel mi nombre no aparecía. Fue hasta las diez de la mañana que un amigo supo que yo estaba ahí. No sé cómo lo supo. El papá de mi amigo habló con el presidente y éste, después de preguntar si no había atropellado a alguien (¡Dios me libre!), dio la orden para que me sacaran de la cárcel.
Sí, le dije, yo ya estuve en la cárcel. Le dije que él no tenía idea de lo que eso significa. Permanecí sólo una cuántas horas. No puedo imaginar el horror que significa estar prisionero meses y meses y años y años y vidas y vidas y sueños y sueños.