sábado, 30 de abril de 2016

CARTA A MARIANA, CON NOSTALGIA DE SMOG



Con un abrazo respetuoso para la familia Escobar Trujillo,
por la ausencia física de mi amigo Paco Escobar



Querida Mariana: ¿Quién no ha escuchado el poema “Canto a Chiapas”? El otro día, en plática con Armando, asomó el nombre de Enoch Cancino Casahonda, autor del famoso poema. Estábamos en esas cuando Rodrigo se acercó y nos dio una ingrata noticia: “Paco Escobar acaba de morir”. Armando dijo que no podía creerlo. ¿Cómo Paquito estaba muerto? “Sí -dijo Rodrigo- no aguantó su corazón. Le dio un infarto”. Paco era relativamente joven. Por eso la noticia nos cayó como si alguien aventara un globo lleno de agua y se reventara frente a nosotros mojándonos los pies.
Yo tuve trato cercano con Paco. A pesar de que no fuimos amigos cercanos, él me distinguía con su amistad y yo le correspondía, porque lo conocí como un buen hombre. Fuimos compañeros de trabajo, durante tres años, cuando él se desempeñó como Secretario Municipal del Ayuntamiento de Comitán.
Antes de que Rodrigo nos diera la noticia, Armando me decía que don Enoch se había vaciado con el poema del “Canto a Chiapas”, porque no se le conocía otro poema famoso. Estuve de acuerdo con él, pero le dije que don Enoch había escrito muchos poemas, sencillos, pero bellos, y que si los lectores no conocían más de su obra es porque, ¡tenía razón!, su “Canto a Chiapas” fue su máximo poema; pero también se debía al desconocimiento del resto de su obra que ha sido poco difundida. Don Enoch era un verdadero poeta. Muchos historiadores sostienen que se equivocó cuando aceptó la invitación para ser presidente municipal de Tuxtla Gutiérrez. Su nombre, que había sido un nombre inmarcesible, comenzó a llenarse de lodo. Don Enoch era un bohemio, le encantaba la tertulia, adoraba el instante en que la botella de trago se abría y convocaba a celebrar la vida. Cuentan que, en varias ocasiones, dejó su encargo de presidente para ir a echar traguito. ¡Claro! Él era un poeta, un poeta celebrado, celebradísimo, porque su Canto a Chiapas no sólo es declamado por los niños de las escuelas en los festivales de fin de curso, sino también por las personas mayores a la hora que se reúnen en la mesa. Ya te conté que nosotros (Quique, Jorge, Roge, Rodolfo, Miguel, César y yo), de vez en vez, a la hora que ya habíamos tomado la quinta copa en el departamento de la Ciudad de México, escuchábamos el poema de Enoch y llorábamos, en nuestra soledad compartida. En ese instante hubiésemos cambiado, con gusto, la estancia en la megalópolis por el pedacito de tierra llamado Comitán. ¡Nunca tan bien puesto el nombre para nombrar la nostalgia! Don Enoch nos legó un verdadero Canto a Chiapas, canto que celebra la vida.
En la Ciudad de México nos sentíamos solos. Por ello, tratábamos de unirnos. Los compas de Comitán que nos habíamos cruzado en alguna calle o en el parque y con los que no teníamos mayor trato, de pronto, allá se convertían como en nuestros aliados, como en el puente que nos hacía sentirnos cerca. Es proverbial el hecho de que cuando algún comiteco se encontraba con otro en la Plaza de la Universidad, por ejemplo, se escondía detrás de un poste y gritaba “¡Cotz!”, sólo para ver que el otro volteaba de inmediato, porque reconocía que ahí estaba un hilo que lo unía, temporalmente, con la tierra amada. Porque, ya lo he dicho en muchas ocasiones, toda la gente ama a sus pueblos de nacencia, pero los comitecos somos las personas que más amamos a nuestro lugar de origen. ¿Qué tiene esta tierra que nos ata de tal manera? Uf, no me alcanzarían mil cartas para nombrar todos sus dones y todas sus ingratitudes. Porque los comitecos somos tan querendones que, igual que los enamorados, hacemos caso omiso de los defectos de nuestra ciudad, que vaya que también los tiene por racimos.
Tengo algunos amigos y amigas que ahora viven en la Ciudad de México y dicen que dan gracias a Dios por vivir allá, lejos de nuestro pueblo chismoso y cabrón; dicen que allá nadie se mete con ellos, que viven en armonía, alejados de chismes y de cizañas, pero los veo con una nata en la mirada, la nata provocada por el smog, pero también por la nostalgia. En medio de su desaliento y rencor sigue brillando la brasa del amor a su pueblo Comitán. Extrañan los cielos, los verdes, las calles, los balcones, la comida, los paisajes de este pueblo; extrañan, incluso, a muchos de sus afectos. Ah, si no fuera por algunos cabroncetes ellos tuvieran otra imagen de este pueblo, pero, bueno, ya se sabe que pueblo chico ¡infierno grande! Pero nosotros, los que habitamos de día y de noche este pueblo sabemos que sus bendiciones suplen todas las carencias y por ello a este pueblo no lo cambiamos por otro. No hay París, Florencia, Nueva York que nos seduzca; no hay pastas italianas que nos conmuevan. Nosotros somos felices con nuestro parque de San Sebastián y sus paletas de chimbo; somos felices con nuestro parque central y su fuente “despeltrada”; somos felices con nuestro parque de Guadalupe y la imagen de su eterno vigilante: “El nene”. Vivimos en Comitán a gusto. Por eso nos enoja tanto cuando alguien quiere grafitear la pared de su espíritu. Nos molesta y nos entristece ver que el pájaro armonioso pierde su canto y se convierte en un zopilote desplumado. Por eso reconocemos el talento de Enoch y, como lo hace medio Chiapas, a la hora que tomamos la cerveza, acompañada por un taco de chicharrón de hebra con salsa verde molcajeteada, cantamos: “¡Chiapas! / He de volver a ti como un suspiro al viento, / como un recuerdo al alma. He de volver a ti / como el cordero fiel de la leyenda / para ser una nota, que perdida, / vague en la soledad de tus veredas.”
Tal vez no fue casualidad que el nombre de Paco Escobar se uniera al de Enoch Cancino Casahonda la mañana en que nos enteramos de su muerte. No lo fue, porque Paco, igual que Enoch, tuvo un sueño llamado Chiapas y, en la medida de su capacidad, luchó por hacer menos pedregoso el camino.
No fue casualidad porque, ante la desolación de la Ciudad de México, Paco, igual que muchos comitecos talentosos, se unieron en torno a lo que se llamaba Asociación de Estudiantes Comitecos Radicados en el Distrito Federal. Una tarde de éstas platicaremos más en extenso acerca de esta Asociación, de gratos recuerdos y de grandes realizaciones.
Digo que nos sentíamos solos en aquella inmensa ciudad. ¿Cómo convocar a “la manada”? Uniéndonos en espíritu, recurriendo a la cercanía del terruño. La Asociación era como la casa fuera de casa. Ella nos decía que, con todas nuestras diferencias ideológicas, había algo que nos unía: el carácter comiteco. Proveníamos del mismo árbol, éramos tiucas que volábamos libres por otro cielo y, en ese cielo lleno de smog (no tanto en esos tiempos), necesitábamos el cuidado de un ave mayor, esa ave no podía ser otra que nuestra madre, llamada Comitán.
Hoy ya no existe esa Asociación. No me preguntés por qué murió. Debe ser porque ahora los estudiantes comitecos ya no tienen como destino la Ciudad de México. En aquel entonces, los preparatorianos soñábamos con ingresar a la UNAM, al Poli; hoy, los muchachos estudian en Xalapa, en Puebla, en Guadalajara, en Tuxtla o en el propio Comitán. Pocos, muy pocos, sueñan con llegar a la Ciudad de México. Tal vez por eso, ahora la Asociación no es más que un recuerdo, como un recuerdo es la imagen de don Enoch en los Concursos de Oratoria que promovió la Asociación, con el genio director de Mario Uvence; como un recuerdo, ahora, es la presencia inconmovible de Paquito Escobar quien, sin duda, en alguna tertulia estuvo al lado de don Enoch, o frente a él, y escuchó que Tomás Yarrington o Polo Borrás o el gran Benjamín López declamó el Canto a Chiapas y cuando el declamador dijo los últimos versos: “… A esa bendita tierra, / que cual ella me hiciera: / con un alma de cruz / y de montaña.”, él se paró y dijo: “¡Salud, amigos del alma, salud!”.
La Asociación murió; don Enoch, hace rato, también murió; y una mañana de estas, cuando Armando y yo platicábamos, supimos que Paquito también había muerto, bajo este cielo de Chiapas. ¿Con qué nos quedamos? Con su recuerdo, con sus acciones, con las piedras con que construyeron cimientos.

Posdata: A Enoch la revolución poética no le ha hecho justicia. En Chiapas se encumbra de más, casi hasta el hartazgo, la figura de Sabines. Don Enoch fue un poeta y no sólo escribió esa obra sublime del Canto a Chiapas. ¿Qué pensás del siguiente poema de Enoch Cancino Casahonda, que se llama La fuga?: “He perdido un amor, / un familiar, / y el tiempo. / La vida es un continuo /andar perdiendo / lo que tuvimos / y lo que tenemos. / Es una bolsa rota / en que ponemos / las monedas, las llaves / y los sueños”.
Un poema sencillo, con aroma de juncia. “La vida es una bolsa rota”, por ahí, por ese huequito se nos fue Paco. ¡Salud, querido Paquito, salud!