sábado, 2 de abril de 2016

CARTA A MARIANA, DONDE SE MIRA EL OTRO LADO DE LA LUNA




Querida Mariana: Mario Vargas Llosa cumple ochenta años. El otro día te comenté que es un escritor tocado por la Gracia, porque obtuvo el Nobel de Literatura y su obra está publicada en la Bibliotheque de la Pléiade, de la famosísima editorial Gallimard. Dicen por ahí que es el único Nobel latinoamericano que sigue vivo. Ya Gabriela Mistral, Octavio Paz, Gabo, Miguel Ángel Asturias y Neruda descansan en la inmortalidad del panteón de la literatura.
Christopher Domínguez Michael, una tarde, le preguntó a Mario qué prefería: ¿El Nobel o la Pléiade? Mario se hizo tacuatz y nada dijo. Tiempo después, el escritor peruano consiguió ambos méritos y ahora, la noche del festejo de sus ochenta (según los cronistas del acto), llevó, bajo el brazo, dos de sus libros publicados en La Pléiade y dijo que la prefería por encima del Nobel. Bueno, es un exceso, porque sin éste no habría conseguido aquélla, pero eso da una idea de la importancia de estar incluido en esa colección que edita únicamente a lo mejor de lo mejor (yo creo que Murakami nunca estará incluido en dicha Biblioteca).
Hoy no hablaré de la obra literaria de Mario. Sus ochenta años me sirven de pretexto para hablar de la luna. ¿De la luna? Sí, los astrónomos dicen que desde la Tierra es imposible ver el otro lado de la luna, los simples mortales siempre vemos uno de sus lados. La tía Romelia aseguraba que ella, como la luna, tenía un lado oscuro que nadie más conocía, sólo ella.
Los ochenta de Mario me sirven para decir que no sólo las personas tenemos un lado oscuro, sino también las historias. Los escritores saben que al contar una historia privilegian un aspecto y dejan de lado el otro por donde pudo (en un momento dado) ir la historia. Imaginá que sos escritora y hacés que un personaje suba a un puente. Este acto simple plantea una serie de posibilidades, desde que el personaje se acode en el barandal y mire pasar el agua, hasta que se suba sobre el pretil y se aviente al río sin saber nadar. Bueno, lo mismo sucede con las personas de la vida real y con los actos cotidianos, siempre hay un lado que no se conoce de la historia. Los periodistas tienen la encomienda profesional, cuando hay un hecho por narrar, de conocer las diversas versiones de las personas involucradas.
Vos sabés que Mario se casó con una tía suya, cuando apenas él tenía diecinueve (la tía agarró pollito). La primera esposa de Mario es la famosísima Tía Julia (¿recordás su novela “La tía Julia y el escribidor”?). En esa novela, Vargas Llosa cuenta parte de la historia vivida al lado de su esposa-tía. Los lectores vieron el lado luminoso de la luna. ¿Qué pasó con el otro lado? Pues un buen día, la tía pensó que debía contar su versión y escribió “Lo que Varguitas no dijo”. Y es que, pensó la tía, era bueno que los lectores conocieran el lado oscuro de la luna, que supiéramos que (la historia es recurrente en famosos) ella fue quien logró que el talento literario de Mario alcanzara “los cuernos de la luna”; que nos enteráramos que Mario era ojo alegre y a cada rato le ponía el cuerno a la tía y, al final, se lo puso con su propia sobrina (Patricia), que había ido a vivir al departamento de ellos, en París. Debo decir que Patricia (quien fue su segunda esposa y madre de sus tres hijos) tenía menos de veinte años cuando se casó con el escritor, que resultaba su pariente.
Los ochenta de Mario me sirven sólo para decir que en toda historia hay algo que “Varguitas no dijo”. Siempre hay, en todo acto cotidiano, dos versiones diferentes de un mismo hecho; siempre hay, en toda historia, un lado oscuro de la luna, un lado que, a simple vista, no podemos ver.
Para que no pensés que soy un snob insulso debo decirte que celebro los ochenta de Mario leyendo algo de su obra; debo decirte que varios de sus libros los he disfrutado. Ahora recuerdo cómo, en un cuarto de hotel en Zacatecas, adonde había ido para participar en el Homenaje que le rindieron a Óscar Oliva al otorgarle el Premio Internacional de Poesía, lloré en alguna línea de la novela “Travesuras de la niña mala”. Leí con gusto, casi con regusto, la novela “Los cuadernos de don Rigoberto”, donde un niño precoz es fanático de la obra del enormísimo pintor erótico Egon Schiele. Asimismo he reconocido su talento como ensayista en, por ejemplo, “La civilización del espectáculo”, y su generosidad al compartir su amplio conocimiento literario en “Cartas a un joven novelista”. Mario es travieso. Una noche llegó y le soltó un derechazo a su amiguísimo Gabriel García Márquez. Nadie sabe bien a bien por qué lo hizo, nadie sabe bien a bien por qué dejó con el ojo morado a Gabo y rompió una amistad que jamás volvió a soldarse (unos dicen que fue por una infidencia de Gabo que dijo algo a Patricia acerca de un lío de faldas del escritor peruano). Mario es un travieso. En la recepción del Nobel hizo un elogio a su Patricia reconociendo que ella era quien ponía orden en el caos (reconociendo, un poco o un bastante, que ella había impulsado su carrera así como lo había hecho la tía Julia, su primera esposa). Tal vez Mario dijo lo que dijo en su mensaje de aceptación del Nobel porque no quiso que Patricia luego escribiera un libro titulado: “Lo que Varguitas no dijo”; aunque quién sabe qué suceda ahora que -después de tantísimos años de complicidad literaria y complicidad vital- el travieso de Vargas Llosa dejó a su esposa Patricia y se fue a vivir con la no menos famosa Priscila Presley. ¿Qué es lo que Varguitas no ha dicho? No sabemos.
A mí me gusta, mucho, la palabra Escribidor. Mario bien pudo titular su novela de esta manera: “La tía Julia y el escritor”, pero hubiera sido un título mucho menos afortunado que el que tiene: “La tía Julia y el escribidor”. Hay gente que usa el término escribidor en forma despectiva, como si el escribidor fuese un escritor menor. Yo no creo eso. Escribidor está más cercano al acto sublime de escribir. Si alguien me preguntara cuál oficio me gusta desempeñar ahora diría: escribidor. Ya, con cincuenta y nueve años de edad, me divierto dedicando muchas horas de mi día a ser un aprendiz de escribidor. Laco Zepeda contaba que, siendo joven, cuando se registraba en un hotel y debía escribir su oficio o profesión, con orgullo contenido escribía: Escritor.
Sé que Patricia, la mamá de sus hijos, recibió una bofetada a mitad de su rostro cuando se enteró que su marido andaba de coscolino con la Presley y recibió un gancho al hígado cuando el tal Mario le dijo que se iría a vivir con la otra. ¿Para qué entonces las palabras mencionadas en su discurso de aceptación del Nobel en donde elogiaba a su compañera de tantos años? La palabra (herramienta vital con la que Mario ha escrito tantas obras bellas) es, como dicen los clásicos, arma de doble filo: puede ser la flama para hallar la verdad, pero también es la daga que hiende la mentira. Esas palabras tan bonitas ahora suenan a escarnio. Voy a copiar acá un fragmento de ese discurso, la parte emotiva donde habla de su compañera: “El Perú es Patricia, la prima de naricita respingada y carácter indomable con la que tuve la fortuna de casarme hace 45 años y que todavía soporta las manías, neurosis y rabietas que me ayudan a escribir. Sin ella mi vida se hubiera disuelto hace tiempo en un torbellino caótico y no hubieran nacido Álvaro, Gonzalo, Morgana ni los seis nietos que nos prolongan y alegran la existencia. Ella hace todo y todo lo hace bien. Resuelve los problemas, administra la economía, pone orden en el caos, mantiene a raya a los periodistas y a los intrusos, defiende mi tiempo, decide las citas y los viajes, hace y deshace las maletas, y es tan generosa que, hasta cuando cree que me riñe, me hace el mejor de los elogios: >Mario, para lo único que tú sirves es para escribir<”. Bueno, cualquier lector avezado diría que ya estaba prefigurando el abandono del hogar, cuando dijo que el Perú era Patricia advertía lo que dijo la noche de celebración de sus ochenta años, que “La felicidad se llama Isabel Presley”; es decir: España es Isabel (y no precisamente Isabel, La Católica). Mario Vargas Llosa ya tiene, desde hace años, la nacionalidad española, no es un exceso decir, entonces, que abandonó Perú porque eligió España, ahí halló su mera madre, aunque a Patricia le haya dado en la ídem.
Lástima que Gabo ya murió, de lo contrario hubiese llegado a la celebración de los ochenta de su “amigo” Mario y, de igual forma que Vargas Llosa hizo, le soltaría un mandarriazo para dejarle el ojo morado, porque la travesura también tiene límites y cuando esos límites son sobrepasados el pasado ya está encaramado.
Mario, abuelo, es un travieso. Ahora, a sus ochenta años anda de novio con la Presley.
Yo agradezco a Mario su talento literario. He sido su cómplice durante ya varios años. Su compañía siempre me ha dejado satisfecho. El privilegio de ser lector es que yo puedo abandonarlo a la hora que quiera, pero él no puede dejarme como sí lo hizo con su Patricia.

Posdata: Los ochenta años de Mario me sirven de pretexto para hablar de la luna, del lado oscuro de la luna. Todos los seres humanos, todos, sin excepción, tenemos un lado oscuro que no contamos, que no decimos. El otro o la otra es quien posee la mitad que hace falta. Por esto, cuando alguien me cuenta algo muy íntimo sé que sólo estoy viendo el conejito de la luna y digo que esa historia también tiene un culito de conejo que no alcanzo a distinguir.