lunes, 18 de abril de 2016

DE MOSCAS Y OTRAS ALIMAÑAS




Mariana le pidió al tío Romeo que le explicara. Estábamos en casa de él. La tía Alondra nos había servido té de limón y un trozo de pay de manzana, en platos muy delicados. Yo había dejado el plato con el pay sobre la mesa de centro y con mi mano izquierda sostenía el platito y con la derecha la taza.
El tío Romeo nos platicaba del tiempo en que estudió en la Ciudad de México, decía que viajaba en tranvías y, a veces, tenía que ir de “mosca”.
Mariana no entendió el término, apresurada tragó el pedazo de pay y preguntó: ¿Cómo de mosca? Entonces el tío, cruzando la pierna, encantado de que le pusiéramos tanta atención a su relato, contó que viajar de mosca era ir colgado del tranvía, como mosca, literalmente. ¿Cómo?, insistió Mariana. El tío dijo que era como “chicar”, cuando el tranvía pasaba cerca, él corría detrás y, de un salto, se apersogaba de un saliente en la parte trasera del tranvía y así, colgado, viajaba hasta que, ya cerca de su destino, bajaba, a la carrera, con el pie derecho, porque bajar con el pie izquierdo significaba enredarse y raspar el suelo con la cara. ¿Entendiste?, preguntó el tío y, sin esperar respuesta, concluyó: Se dice ir de mosca, porque vas colgado como vil mosca.
No creo, dijo el tío, que ahora la gente siga viajando así en los camiones. En aquellos tiempos, la Ciudad de México, no era el monstruo que es hoy, el tráfico no era tan endiablado. Ahora, dijo el tío, si alguien viaja como mosca puede terminar estampado como vil mosca.
Mariana dijo que odia a las moscas, que son los bichos más repugnantes, los más asquerosos. En su casa, dijo, siempre anda con un matamoscas, pero cuando destripa una se arrepiente, porque ve cómo quedan, con toda la menudencia de fuera, y confirma que la mosca es el bicho hijo del odio de Dios.
Cuando el tío contó su historia yo recordé que mi papá tenía dos camiones para el reparto de refresco, en Comitán. Estos camiones tenían una plataforma en la parte trasera, donde viajaban los empleados que cargaban las cajas de refrescos; asimismo tenían un tubo en la parte superior, de donde los empleados se agarraban mientras los camiones estaban en movimiento. En ocasiones, un chofer pasaba por mí a la hora de la salida de la escuela y algún compañero pedía permiso para viajar, de San Sebastián al parque central, como mosca. Pero Jorge, el chofer, tenía prohibido que alguien más viajara así, me explicaba que si alguien caía él iba a ser el responsable y podía ir a la cárcel, pero, a veces, Jorge no se daba cuenta y uno o dos muchachos se trepaban en la parte trasera y ahí iban colgados.
A uno de los empleados le decían Chapulín. Yo entendí que le decían así porque viajaba como tal, en la parte de atrás. Acá, en Comitán, “los colgados” no era moscas sino chapulines.
Cuando a Mariana le conté esto, ella sonrió. Me dijo que por eso me quería. Dijo que los chapulines son bichos que le caen bien, que son más limpios.
Mariana le pidió al tío que cuando contara su historia no dijera más que viajaba como mosca, sino como chapulín, porque, insistió, cuando bajaba ¡brincaba!, brincaba como chapulín y no volaba como mosca. Nunca había quedado como mosca destripada, gracias a Dios. El tío razonó y dijo que no estaba mal, que, en realidad, no modificaba la esencia de la historia de su vida y, para hacerle su gusto a Mariana, dijo que sí, que él había viajado de chapulín en un tranvía de la Ciudad de México. Mariana sonrió. Llevó la cuchara a su boca cuando vio que, ¡no, no podía ser!, una mosca llegó y se paró en el pedazo de pay que estaba en su plato.
Ya el lector puede imaginar la escena posterior y final de esta historia.