sábado, 25 de junio de 2016
CARTA A MARIANA, DONDE SE ADVIERTE EL VALOR DE LA PALABRA
Querida Mariana: A veces no nos damos cuenta del valor de la palabra. Como la usamos todos los días le restamos importancia.
Los lectores de poesía sí están convencidos del valor de cada palabra. El poeta hace un acomodamiento de tal manera que cada palabra pareciera tener un par de alas a su lado para poder volar.
Es tal el valor de la palabra que incluso las mascotas responden a ellas, las mascotas pequeñas como los gatitos y las enormes como sus primos hermanos de la selva. Una tarde, en el zoológico de Michoacán me paré frente a la jaula del tigre, era un tigre enormísimo, con garras tan grandes como guantes de boxeador. Yo admiraba el diseño de su piel, irregular, pero perfecto, único, cuando un guardia se acercó y lo llamó. “Duno”, dijo, “Duno”, repitió y la bestia, dócil, caminó hacia él, hacia donde el guardia le dejó una posta de carne cruda. “Duno” dije mentalmente. Comprendí el valor de la palabra; es decir, el animal hubiese ido sin mayor problema hacia donde le habían dejado su comida, pero él había hecho caso a la voz del guardia, había volteado a la hora que escuchó “su” nombre, porque en el zoológico de Morelia, sólo él se llamaba así, Duno.
¿Cuántos no hacemos caso a la hora que alguien menciona uno de nuestros sobrenombres? Digo sobrenombres, porque hay personas que tienen más de uno. El hijo del Tacuatz hereda el sobrenombre, pero no falta el amigo que, en el colmo de la confianza, le dice Tacuatzín, en ese momento, sin que se tenga mucha conciencia del acto, se realiza un bautizo que puede perdurar para toda la vida, un poco como si este confianzudo San Juan Bautista posmoderno llevara al amigo al río Jordán y lo sumiera en las aguas turbulentas del apodo.
Hacemos caso a nuestro nombre, también a los apodos. ¿Cómo no hacer caso cuando alguien me grita ¡Alejandro!? Llevo cincuenta y nueve años respondiendo a eso. Claro, de niño, el maestro Guillermo me decía pichito y yo respondía a esa palabra; mi madrina Caritina me decía Alex y yo respondía; pero también respondí a un ¡pendejo! cuando mi padrino Ramiro vio que había roto la bolsa de harina y me obligó a levantarla con las manos en forma de palas.
A medida que crecí fui dándome cuenta del valor de la palabra. Cuando fui niño atendí todas las indicaciones y órdenes, como si la palabra que decía el otro fuera un cuchillo. Un día (pareciera un simple comportamiento) me rebelé ante una orden. El maestro Beto dijo que cortáramos un pedazo de triplay de tres milímetros, con una segueta. Seguí su indicación. El maestro pasó con un dibujo, lo colocó sobre el fragmento de triplay y me dijo que, con un papel calca debajo del dibujo, repasara todas las líneas. Lo hice tal como dijo. Al final pasó, levantó la hoja y el carbón y comprobó que el dibujo hubiese pasado fiel al pedazo de madera. Yo me sorprendí. Me sorprendí porque nunca había usado el papel calca para tal propósito, en la oficina de mi papá usaban el papel carbón para hacer copias de los datos que escribían sobre un cheque, en la máquina mecánica. Esa mañana comprendí que podía copiar todos los dibujos del mundo. Esa misma tarde, al llegar a casa, tomé una estampa del oratorio y remarqué todas las líneas que daban forma al cuerpo del Sagrado Corazón, levanté la estampa, el papel carbón y hallé, deslumbrado, el Sagrado Corazón en el papel blanco, había sido como una aparición, como un milagro, milagro que tomé entre mis manos y llevé a la mesa del comedor para iluminarlo. El Cristo de la estampa tenía una amplia gama de rojos, decidí que yo modificaría el color, mi dibujo sería único. Al final me quedó un Sagrado Corazón Amarillo. Me gustó, el corazón era como esas hojas que caían de los árboles al final del otoño. Enseñé el dibujo a mi mamá, ella sonrió, dijo que estaba bonito, pero, un segundo después, dijo que me lavara las manos porque ya era hora de la cena. A la hora que me senté y Sara me sirvió un vaso de leche y una tostada regada con queso doble crema, mi papá se sentó, tomó el dibujo y preguntó si yo lo había hecho, dije que sí. Me preguntó por qué había elegido tonos amarillos para iluminarlo. Entonces fue cuando caí en la cuenta del valor de la palabra. Mi papá tenía razón, yo no había elegido amarillos para pintar mi dibujo, sino para iluminarlo. Iluminar era la palabra exacta. Entonces le dije a mi papá que Dios era la luz y que la luz era amarilla, amarillo el sol, amarilla la flama de la vela.
Pero, querida Mariana, dije que un día me rebelé ante una orden. Al día siguiente, al terminar la materia de español, el maestro Beto dijo que fuéramos al estante y tomáramos el fragmento de triplay para que lo pintáramos. Pensé que yo no le haría caso, yo lo ¡iluminaría!, y como el dibujo que había copiado era el de un venado pensé que lo iluminaría de verde, porque imaginé que mi venado corría libre por los campos de Nicalococ y se alimentaba de pasto. Ya comprenderás que fue un equívoco mi decisión. Cuando el maestro, ya cerca del toque, se acercó a supervisar el trabajo casi le da un patatús a la hora que vio a mi venado de ese color. “¿Dónde has visto un venado de ese color?”, dijo, molesto, soltando un golpe sobre la mesa de madera que estaba al lado de la puerta que daba al patio de recreo. Vi tal enojo en su cara, roja de coraje; sentí tal vergüenza a la hora que todos los compañeros dejaron sus pinceles sobre la mesa y se acercaron a ver mi dibujo que yo, como si el Sagrado Corazón se desquitara por haberlo “pintado” de amarillo, me puse todo colorado y no supe qué decir. Algo en mí me decía que no estaba mal lo que había hecho, pero vi al maestro cómo se fue agigantando en su coraje, como si fuera uno de esos monstruos que me topaba en los cuentos que me leía mi papá. Sus venas se hacían más gruesas, yo creí que de ahí brotarían más cabezas como decían que era la hidra. Para evitar esa transformación bajé la cabeza y pedí perdón, dije que lo volvería a hacer, que lo pintaría de café. Fui al estante, tomé una lija y le pedí al maestro que me prestara el dibujo original para que volviera a pasarlo a través del papel calca. Entendí que más me valía hacer caso a las indicaciones del maestro, comprendí que no debía rebelarme ante una orden superior, pero esto me duró poco tiempo, porque, de igual modo, ya había reconocido que era posible salirse de círculo donde nos metían.
Pensarás que fue irrelevante lo que te contaré, pero a mí me ayudó mucho en el proceso de entender el valor de la palabra, pero, asimismo, saber que cuando la indicación es equivocada existen conjuros que pueden eliminar dicha fuerza. Dos días después de que entregué mi venado, “pintado” de café, Romeo me atravesó el pie a la hora que salíamos al recreo y si no fuera porque me sostuve en los compañeros que salían atropelladamente delante de mí, hubiese terminado botado a mitad del patio. Romeo era un niño molestoso, que tenía dos o tres años más que la media del salón (ya te he contado cómo en los tiempos que estudié la primaria tenía compañeros que ya eran muy mayorcitos). Como no logró su objetivo, Romeo me encaró y dijo que yo era un pendejo y que me cargaría la chingada. Como yo ya estaba entrenado en distinguir el peso específico de cada palabra y sabía que los mayores imprimían un tono imperativo a sus indicaciones, discriminé de inmediato los enunciados. ¡No!, le dije, no soy un pendejo y le pregunté si sabía qué era un pendejo. Él contraatacó y dijo que un pendejo era un tipo como yo. ¡No!, repetí y, a la hora que le expliqué qué era un pendejo, según el diccionario escolar, él titubeó. Fue como si yo me hubiera convertido en Mantequilla Nápoles (un boxeador muy famoso de entonces) y le hubiera puesto un golpe en el plexo. Contraataqué, dije que tampoco me cargaría la chingada, porque ésta no era sirviente de nadie, para andar cargando a alguien. En ese momento, la bola de niños ya se había hecho grande y el maestro Beto acudió a ver qué sucedía. Cuando lo vi me envalentoné más y le dije a Romeo que la chingada era un territorio a donde iban los que no sabían el significado de las palabras. Ya venía contra mí cuando el maestro lo paró. Desde entonces, Romeo no volvió a meterse conmigo. Yo caminaba orondo, como jolote fuera de temporada navideña. La palabra tenía sus propios conjuros que la minaban.
La tía Hermila decía que “A palabras necias ¡oídos sordos!”. En ocasiones, el silencio es un buen conjuro para deshuesar a la palabra. Ahora, cuando alguien me dice pendejo yo lo ignoro, porque sé que no soy un pelo del pubis. Cuando alguien me manda a la chingada lo ignoro, porque nunca he tenido deseos de conocer tal territorio. Bueno, vos sabés que soy tan escaso para viajar que ni siquiera me emociona conocer Cancún o Huatulco. Pero, ya en el colmo del ejemplo, si alguien me diera a elegir entre la chingada y Huatulco, pues elegiría este último destino, como creo que medio mundo haría lo mismo.
Lamento no haber sabido en mis tiempos de niño que el gran pintor Franz Mark había pintado un cuadro con una vaca amarilla, que es parte de la colección del Museo Guggenheim. Al maestro lo hubiera dejado callado.
Posdata: Aunque cuentan que quien sí va a la chingada de manera frecuente es Andrés Manuel López Obrador. No sé si porque miles y miles de mexicanos conservadores lo mandan a tal lugar o porque él disfruta su rancho que, dicen, se llama así: La chingada.