viernes, 24 de junio de 2016

LAS REPETIDAS




La vida era sencilla. Tu mamá decía que tenías que ir a misa todos los domingos, vos sabías que debías ir, todas las tardes, a echar volados de figuritas en la banqueta de la Proveedora Cultural. ¡Ay, de vos, si no ibas a misa! La mamá, a la hora del desayuno, hacía preguntas acerca del sermón. ¿Qué había dicho el sacerdote? De igual manera eras algo que ahora sería calificado de nerd si no ibas a jugar volados. En ese tiempo estaba de moda llenar álbumes de figuritas (que se compraban en la misma Proveedora) y, con las repetidas, echabas volados, de a paquete. Alguien, que hacía las veces de juez, comparaba el grosor de los paquetes en juego y daba su aprobación para que la moneda se echara al aire. Los dos contendientes se ponían de acuerdo para ver quién debía gritar y, como si fuesen corredores olímpicos, se preparaban para echar la carrera e ir a mirar si había caído sol o águila. Sí, los mexicanos de esos tiempos, así echábamos volados: caía sol o caía águila. ¿Caía? Sí, así lo decíamos. La cara de la moneda que quedaba expuesta era la que ganaba. A veces, el sol quedaba oculto; a veces el águila era la que quedaba mirando para el suelo. La majestuosidad de esa ave quedaba hecha polvo.
Las repetidas eran las que se jugaban en un volado; es decir, todas aquellas figuritas que ya estaban pegadas en nuestro álbum particular. Porque todo mundo entiende que el juego del dueño de la fábrica de figuritas era el de colocar miles y miles de repetidas en los sobrecitos que comprábamos. Las figuras escasas, las que servían para llenar el álbum, eran contadas. Sólo les tocaba a los elegidos de Dios, los que, orgullosos, chentos, casi mamones, llegaban a la Proveedora y mostraban a todos los “echavolados” que el álbum estaba lleno. Como si el tipo fuese un campeón de algo el montón de muchachitos lo acompañaba hasta el mostrador donde estaba don Rami Ruiz, quien, con su sonrisa de siempre, abría el álbum y comprobaba que estuviese completo. Al terminar la revisión le preguntaba al ganador qué premio deseaba. Los premios estaban colgados detrás del mostrador, muy visibles, alentando nuestro deseo. Mi mamá, siempre juiciosa, había determinado que si un niño ahorraba todo lo que había gastado en tanto sobre de figuritas bien podía comprar el premio y aún le sobraban algunas monedas. Pero nosotros (no lo sabíamos bien a bien) apostábamos a la vida más sencilla y, a la vez, más compleja. Adorábamos esos amontonamientos, esas carreras a mitad de la calle a la hora que alguien lanzaba una moneda. Bueno, este plural lo coloco porque yo también fui alguna vez a ver los volados. Nunca jugué. Mi carácter lo impedía. Pero sí me gustaba ir a la Proveedora a comprar diez sobrecitos (que abriría en la casa) y quedarme un rato a ver a los niños que corrían de un lado para otro.
¿Para qué quería un niño un bonche enorme de figuras repetidas? Las repetidas no servían para más. Una vez que una figura (si era un álbum de figuras de luchadores, por ejemplo, la del Santo encaramado en las cuerdas a punto de aventarse contra el rival) ya estaba pegada en el álbum la figura repetida no servía más que para intercambiar por otra, pero llegaba el momento en que todas las repetidas de Juan eran las mismas repetidas de Miguel y de Enrique y de todos los demás niños de Comitán. Las que hacían falta en los álbumes eran las mismas. Había un número indeterminado de figuras escasas, que sólo aparecían cuando llegaban paquetes nuevos y que era el momento en que todos los niños acudían a comprar.
¿De qué servían las repetidas? De nada. En la historia de la humanidad las repetidas han servido de poco. Sin embargo, esas repetidas propiciaron la alegría en conjunto más memorable de este pueblo. No recuerdo un solo pleito en esas tardes de volados. Todo mundo (sin ser amigos) jugaba un juego emocionantísimo. ¿Qué caería: sol o águila? La moneda en el aire y el titipuchal de niños a la carrera a atestiguar si, como había cantado el participante, caía sol y eso le permitía meterse a la bola el bonche de figuritas, figuritas repetidas, ajadas, sucias, escarapeladas.
El otro día, hace un año, más o menos, sólo por jugar lo que no jugué de niño, aposté cien pesos con un compañero de trabajo. Él “cazó” la apuesta y yo aventé la moneda, él gritó ¡sol!, y corrió a mitad del patio para ver la moneda. Yo lo escuché decir: ¡sol!, y lo vi levantar la moneda. ¿Cómo?, le dije. ¿Por qué levantaba la moneda? ¿Cómo comprobaba yo que, en efecto, había caído sol? Él rió y se guardó el billete de cien. Supe que había sido timado, que mi compañero de trabajo era un pillo. Él no hubiera sobrevivido en aquel grupo de aquellas tardes. Aquel grupo de cincuenta o cien muchachitos era, sin duda, un grupo de niños dispuestos al juego de manera honorable, sin ventaja. Total, todas las figuras ganadas eran repetidas, no servían para nada, más que para propiciar el más hermoso juego de cincuenta o cien muchachitos. ¿Puede alguien, ahora, imaginar la escena? A mitad de la calle (los carros no eran tantos) un montón de chiquitíos corría para mirar cómo caía una moneda y disfrutaba como si se hubiesen reunido en torno a una piñata en día de cumpleaños. La vida era sencilla. Yo no faltaba a misa de siete, los domingos, porque sabía que a la salida un señor repartía papeles con la programación del Cine Comitán y del Cine Montebello y ahí sí, aunque fueran repetidas, yo corría para entrar a la matiné y luego a la función de las cuatro. Sí, la vida era sencilla.