lunes, 6 de junio de 2016

EN EL TRASPATIO




Eugenia oyó el sonido del timbre de la calle. Vio la pantalla del timbre y dijo: “Entra” y accionó el mecanismo. “¿Qué milagros que visitas a los pobres, Elena?”, preguntó Eugenia, mientras servía café en dos tazas y ofrecía una a su amiga. Eugenia oyó que su amiga dijo: “No puedo aceptar el café. Sólo quiero pedirte un favor. Se murió la mascota de una amiga y no tiene dónde enterrarla. ¿Podemos enterrarla acá, en el traspatio?”. Eugenia probó el café y, satisfecha por el sorbo, dijo que sí, por supuesto.
Elena y Eugenia eran las mejores amigas, desde la secundaria. Eugenia nada podría negarle. Ellas eran amantes de las mascotas, Elena tenía a “Wisín”, gato de angora; y Eugenia a “Marichú”, perrita french poodle.
Eugenia abrió un hoyo al lado del árbol del durazno y se sentó en el borde del corredor en espera de que llegara su amiga. La vio entrar con el cabello desordenado, llevaba a la mascota muerta envuelta en una cobija de bebé, de color rosa. “Era niña, ¿verdad?”, preguntó Eugenia y le pidió el cuerpo para depositarlo en el hueco. “¿Quieres que yo eche las paletadas?”, preguntó Eugenia. Ante el silencio de su amiga, tomó la pala y echó la tierra con rapidez. En menos de cinco minutos el hueco había desaparecido. Eugenia se hincó y, con la parte baja de la pala, aplanó la tierra.
“Ahora sí me aceptarás el café”, dijo Eugenia y entró a la casa. Vio que Elena se quedó en la sala, mientras ella iba a llenar las dos tazas. Cuando Eugenia regresó a la sala vio que Elena tomó una revista de modas que estaba en la mesa de centro. Eugenia dijo: “Te estarás preguntando dónde está Marichú, ¿verdad? La llevó Armandito al parque.”, dejó el servicio sobre la mesa de centro, tomó una galleta de avena y dijo: “Ya no tarda en venir. ¿De qué murió la mascota de tu amiga? ¿Era perrita o qué animal?”. La vio tomar la taza de café y beber un sorbo sin decir algo. Eugenia dijo: “Es del café que me trajiste de Córdova. Está buenísimo, ¿verdad?”.
Armandito entró con “Marichú”, el sobrino se limpió los pies sobre el felpudo. La perrita se acercó a tomar agua de su trasto amarillo junto a la puerta, pero, un segundo después, levantó la cabeza, vio hacia todos lados, ladró, ladró, y, como si huyera de algo, salió por la puertecilla abatible de la parte inferior de la entrada. “Y a ésta, ¿qué le pasó?”, preguntó Eugenia, quien se levantó, hizo a un lado la cortina y vio que su perrita iba a echarse en una esquina del patio, en el polo opuesto donde habían enterrado a la mascota. Armandito se sentó en el sofá, subió sus piernas y prendió la televisión en las caricaturas. “¿Ya saludaste a Elena?”, preguntó. El niño ignoró la pregunta, colocó sus manos detrás de la nuca y rió a la hora que vio en la pantalla que el gato se estrellaba contra la puerta en su carrera desaforada a punto de atrapar al ratón.
Eugenia volvió a sentarse, se disculpó con Elena e insistió: “Ya no me dijiste qué animal era la mascota de tu amiga”. Eugenia la vio toser, tomar la taza de nuevo, sorber el café, subirse la manga del suéter y ver su reloj. Eugenia preguntó: “¿Te tienes que ir?”. La vio levantarse y ponerse el suéter guinda que estaba sobre el sofá. Eugenia le recordó que el próximo martes se reunirían en casa de Alondra. Elena abrió la puerta y, sin despedirse, salió. Eugenia ya no tuvo tiempo de decirle que el suéter era de ella, que Elena no había llevado suéter. Pensó que tal vez el comportamiento de su amiga era por la conmoción de la muerte de la mascota de su amiga. Sonrió, porque, al final, no había sabido qué clase de animalito era. “Y vino a quedarse a mi patio”, pensó. Volvió a sonreír. Cerró la puerta.
“No es bueno que seas tan grosero, Armandito. Cuando uno llega debe saludar a las personas”, dijo Eugenia, mientras levantaba el servicio y caminaba hacia la cocina. “¿Me oíste?”, preguntó mientras empujaba la puerta abatible de la cocina. “Sí, tía”, dijo el niño. “¿Por qué no saludaste a Elena, entonces?”. “¿Cuál Elena?”, preguntó el niño. Eugenia dejó las tazas en el lavadero y el plato con las galletas sobre el antecomedor y le colocó una servilleta encima.
Eugenia regresó a la sala. “¿Cómo que cuál Elena? Elena, mi amiga”. “¿Dónde estaba?”, preguntó el niño sin dejar de ver la caricatura. Eugenia oyó algo como un quejido en el patio, caminó, movió la cortina y buscó a “Marichú”. No estaba donde la había visto antes. Fue a la puerta de servicio, abrió y gritó: “¡Marichú!, pichita, ven”. La perrita no acudió al llamado. Eugenia bajó los tres escalones y siguió gritando el nombre de su mascota. Eugenia vio hacia el árbol de durazno y descubrió un montón de tierra, como estaba al principio, antes de que hubieran enterrado a la mascota. Se acercó y vio, con espanto, que su perrita estaba en el fondo, como si durmiera. “¡Marichú!”, gritó, pero la perrita no se movió.