sábado, 11 de junio de 2016

CARTA A MARIANA, A MITAD DE UN LAGO




Querida Mariana: ¿En qué pensás cuando oís que alguien dice: Los Lagos? Si fueras de Jalisco tal vez pensarías en la Virgen de San Juan (de Los Lagos), pero, como sos comiteca, estoy seguro que pensás en Los Lagos de Montebello.
¿Sabés desde dónde escribo esta carta? Desde Los Lagos; desde el Hotel Los Lagos, de Comitán.
Cuando alguien menciona Los Lagos pienso en el hotel de Comitán y, por supuesto, en Los Lagos de Montebello. Mi papá, una tarde, me llevó al hotel; y, en muchas ocasiones, en la vieja willys verde, me llevó a Los Lagos de Montebello. Tal vez por esto, cuando estoy en el hotel siento el aire fresco del bosque y, cuando estoy en Montebello, pienso en Tarzán.
Digo que en Montebello pienso en Tarzán, porque (ya te conté una vez) esa tarde que mi papá me llevó al hotel exhibieron una película del hombre mono.
Hace un año, días más, días menos, fui a Montebello, con mi Paty y mi mamá desayunamos frijoles de la olla y quesadillas (sin queso) de flor de calabaza, con una salsa molcajeteada. Y hoy (¡ah, qué privilegio!) te escribo desde el patio central del Hotel Los Lagos.
De una vez me excuso por la serie de obviedades que contendrá esta carta. ¿Qué otra cosa, sino una obviedad, es decir que en el bosque hay más aire que en un espacio lleno de cemento?
Los comitecos y turistas que se han hospedado en el hotel Los Lagos tienen el referente del patio central lleno de árboles. El patio no es muy grande (en extensión), lo digo porque no sé si vos lo conocés. Con excepción de un lateral puedo decir que es un cuadrado de, más o menos, treinta metros por lado. Si mi espíritu geométrico no me es infiel digo que mide unos novecientos metros cuadrados. Es un espacio pequeño, ¿no? Sin embargo, al estar ahí, advierto una sensación de majestuosidad. Hay diversas variedades de árboles y plantas, muchas a ras de suelo, helechos y una orquídea amarilla que ya se secó. Algunas otras matas se desprenden un poco más allá del suelo, como si fueran adolescentes, y las otras, las que están a nivel de piso, fueran niños gateando.
Hay algunos varejones, primos hermanos del bambú y de la caña de azúcar. Pero no sólo matas y plantas hay, también existe la magnificencia de árboles que superan el techo del hotel de dos plantas y llegan a alturas que superan los cuarenta o cincuenta metros.
Escribo desde este patio y sólo encuentro obviedades, porque soy como un niño que por primera vez está cerca de la naturaleza. ¡Qué pena, ahora estamos tan llenos de calles envueltas en cemento y en baches!
¿Dije que tiene más de un año que no voy a Los Lagos de Montebello? Sí, así es. Tengo la mano de Dios tan cerca y no la saludo. Bueno, ahora, vos lo sabés, esta mano de Dios está sucia, alguien se la manchó con caca. ¡Qué pena!
¿Qué otra cosa, sino una obviedad, es decir que me sublima estar en un espacio tan breve con tanta majestuosidad?
¿Qué otra cosa, sino una obviedad, es decir que los árboles, a medida que se alzan del suelo, despliegan sus ramas como si fueran pájaros? Crecen derechitos y, en un instante no revelado, comienzan a torcerse en la linealidad del aire.
Acá, en el patio central del hotel, los árboles, en su parte baja, están llenos de moho por el toque persistente de una mano húmeda. Esta humedad provoca un aroma a tierra mojada que es muy afectuoso.
La tarde en que mi papá me trajo a este hotel lo hizo porque la empresa Coca Cola exhibió una película de Tarzán. Te hablo de los años sesenta del siglo pasado. Una enorme pantalla fue colgada de las ramas de estos mismos árboles. Fue como si improvisaran un cine a mitad de la selva, fue como el sueño de Fitzcarraldo que se obsesionó en construir una sala de ópera a mitad de la Amazonia. El patio central del hotel estaba lleno de chamaquitos, algunos, incluso, estaban trepados, como changos, en las ramas. Creo que nunca, en todo el mundo, se ha realizado una exhibición tan bella. ¿Qué mejor lugar para exhibir una película de Tarzán que en un espacio lleno de árboles? Hubo instantes en que parecía que el hombre mono salía de la pantalla y seguía columpiándose en las lianas de los árboles del hotel.
Me gusta la naturaleza, pero no soy un hombre temerario. No me gusta apartarme mucho de la civilización. Sé que, en la selva, moriría antes de que un jaguar diera el primer rugido. Me provoca pánico caminar sobre una alfombra de hojas secas, pienso que, en cualquier instante, asomará una culebra.
Acá estoy a gusto. Es una bobera, pero lo siento como un fragmento de selva domesticado, como si alguien hubiese hecho un conjuro para eliminar el riesgo de culebras sin tocar la majestuosidad del bosque. Claro, dirás, es una tontera pensar que el bosque puede ser aséptico. Tenés razón, pero yo me siento en El Paraíso. De niño siempre creí que el territorio de Adán y Eva era un espacio libre de peligro. Si un león asomaba era como si un gato se echara a los pies. ¿Un coyote? ¡Ah!, era como un dálmata o un chihuahueño. ¿Y una serpiente? No era más que una liana viviente que podía servir para columpiarse y para dialogar con ella.
La naturaleza es inclemente. ¿Qué decir del desierto? ¿Qué decir de esas alfombras hirvientes? Ya con El Principito aprendimos que basta la mordida de una serpiente para enviar a los seres humanos a otra dimensión. Acá, en el patio del hotel, las serpientes están ausentes y, sin embargo, ahora que estoy sentado en una silla de metal, me desparramo, coloco la nuca sobre el respaldo y miro hacia arriba: el cielo apenas es visible, lo que admiro son las frondas de los árboles, la telaraña verde tejida por las manos diligentes de la naturaleza.
Yo, que ya no soy planta a ras del suelo; yo, que hace rato dejé de ser la planta de bambú; yo, que soy un árbol viejo que da sombra, me maravillo ante lo breve y me espanto ante la grandeza.
Cuando mi papá me llevaba a Los Lagos de Montebello yo me maravillaba ante el racimo de verdes y reconocía la belleza del color del agua. Víctor y yo (de veras) creíamos que si sacábamos agua y la metíamos en un frasco el agua seguiría teniendo el color del lago. Qué chasco al comprobar que el agua era transparente, casi sin chiste. Mi papá, al ver nuestras caras de frustración, dijo que la magia se perdía cuando alguien sacaba el agua del lago. “¿Ya vieron lo que pasa cuando alguien saca un pez del lago?”. Sí, dijimos nosotros. “Pues igual -dijo él- el color del agua muere cuando alguien lo saca”. Creo que esa mañana nos volvimos muy respetuosos del medio ambiente y de la vida.
Hace diez minutos me sentía pleno. Ahora he perdido la cuerda de la armonía. No sé qué sucedió. Debe ser que una sombra (y no propiciada por un árbol) ronda mi espíritu. ¿Quién llenó de caca la mano de Dios allá en Los Lagos de Montebello? ¿Quién fue el que mató el color? No fue Víctor ni fui yo. Nosotros sólo sacamos un vaso de agua, sólo matamos una mínima cantidad. El monstruo que hizo este atentado no sacó el agua, hizo algo más perverso, echó la caca concentrada y, se sabe, es muy fácil contaminar grandes cantidades de agua limpia con un poco de mierda. Un poco de caca basta para enturbiar una cubeta de agua pura y transparente. La caca mató el color prodigioso.
No me queda más que dar gracias por este espacio desde el que te escribo. Los dueños de este espacio lograron preservarlo. No hay otro hotel que tenga un patio central tan bello, tan lleno de vida. Los cronistas futuros tendrán que reconocerlo como la sala cinematográfica más adecuada del mundo para exhibir películas de Tarzán, el hombre mono.
Me da pena, pero cuando alguien comenta que Los Lagos están contaminados me resisto a aceptar tal idea. Esto es así porque estoy “contaminado” de la idea de que Los Lagos (este espacio donde ahora estoy) sigue intocado, bellísimo. Me desparramo en la silla y miro hacia arriba y veo cómo la luz juega en medio de la telaraña de hojas verdes y ramas torcidas. Acá la luz no entra directamente, es como una niña que asoma su carita y saluda y bendice y hace llover luz.

Posdata: Mi prima Rosita dice que los seres humanos somos tontos. ¿Por qué no entendemos que somos inquilinos de la tierra? Tal vez el dicho de Rosita dé indicios de respuesta a la pregunta de por qué el patio central del hotel sí está resguardado y la zona de Los Lagos de Montebello pierde su encanto. En el primer caso, el dueño entendió que proteger sus propiedades le permiten, además de respetar el entorno, vender la imagen; es decir, un ambiente cuidado genera riqueza. En el segundo caso no se entendió que salvaguardar la naturaleza da vida; no se entendió que un generador económico propicia mejores perspectivas de desarrollo a la comunidad. Rosita tiene razón, los seres humanos somos tontos.
Tiene tiempo que no voy a la zona de Los Lagos de Montebello. Tiene tiempo que el turismo tampoco se acerca. ¿Quién quiere dar la mano a Dios si éste, perdón, la tiene manchada?
No soy conformista, pero ahora me siento bien, por esta posibilidad de estar en un espacio lleno de aire y de luz.
Cuando menos, el patio central de este hotel sigue generando vida y, sin duda, dando dinero a su propietario.