miércoles, 22 de junio de 2016

PARA SUBIR AL CIELO





Éramos cuatro niños. Nos gustaba subir a la azotea. La escalera no tenía pasamanos. Cuando la mamá de Armando nos cachaba se ponía furiosa. Se ponía roja, del mismo color que la escalera estaba pintada.
Antes de continuar con el relato debo decir que Armando se murió de una caída. Sólo quedamos tres niños. Siempre lamentamos la ausencia. Cuando la flota estaba completa jugábamos fútbol en la azotea. Armando y yo formábamos un equipo y Ramiro y Juan el otro. Nosotros éramos el equipo de Las Chivas del Guadalajara y Ramiro y Juan eligieron ser Las Águilas del América. Cuando Armando murió me quedé sin equipo.
Una tarde de hace dos o tres años vimos a un albañil haciendo una escalera. Armando nos explicó que allá arriba estaba el tinaco. Cuando se quedaban sin agua o cuando el flotador se echaba a perder y el agua se regaba, su papá colocaba una escalera metálica y subía. Era muy engorroso. La mamá de Armando estaba contenta. Cuando vio que la escalera de cemento avanzaba dijo que aprovecharía a subir la ropa a secar. El viento de arriba secaría la ropa en un dos por tres. Fue cuando Armando también se emocionó y dijo que nosotros podíamos subir a jugar fútbol allá arriba. ¡Ni se te ocurra!, dijo su mamá. La mamá lo dijo porque ya en una ocasión, cuando la escalera estuvo seca y pintada de rojo, al bajar con la cubeta vacía había trastabillado ante un ventarrón y estuvo a punto de caer, porque no había dónde sujetarse. La altura era de más de tres metros. Dijo que si caía podía haberse roto un hueso. El papá de Armando dijo que en cuanto tuviera dinero mandaría a poner un barandal porque así como la escalera estaba era un peligro. La mamá le dijo a Armando que cuando la escalera tuviera su protección podía subir con sus amigos (nosotros) a jugar, porque la azotea tenía unos muretes en todos los laterales que impedía que alguien se cayera, a menos que se subiera al pretil y jugara a hacer equilibrio.
Una vez Armando pateó tan fuerte la pelota que ésta voló y cayó a media calle. Nos acercamos al pretil y desde ahí gritamos “Bolita, bolita, por favor”, a quien pasaba. Esa vez sólo pasó doña Cande, con sus ochenta y dos años sobre su espalda doblada. Ella alzó la vista, nos vio, levantó la pelota con ambas manos y la vimos inclinarse como si de verdad la fuera a aventar. No lo hizo. Depositó la pelota sobre la banqueta y siguió su camino. En eso vimos aparecer en la esquina el carro del papá de Armando, nos agachamos para que no nos descubriera y así, agachados, caminamos hasta la escalera y bajamos como si fuésemos gatos escurriéndonos de un escalón al otro. El papá de Armando nos cachó justo en el último escalón, tenía el balón en sus manos. A nosotros tres nos corrió y a Armando lo tomó de la oreja y lo metió para la sala. Estábamos ya en la puerta de salida cuando oímos los gritos de Armando suplicando que no le pegaran.
Cuando la escalera tuvo el barandal la mamá nos permitió subir, pero el papá nos tenía prohibido jugar fútbol. Decidimos entonces subir a leer. Ramiro trajo un libro de cuentos árabes de la biblioteca de su mamá, que es profesora. Juan, quien es muy buen lector, tomó el libro y los otros tres nos sentamos a su derredor y oímos el cuento que contaba de un niño que subía a una alfombra mágica y sobrevolaba muchos lugares donde había torres, palacios, minaretes. El niño, que no recuerdo cómo se llamaba, recostado bocabajo sobre la alfombra, con las manos sobre el borde, miraba hacia abajo, a veces miraba cómo las nubes estaban por debajo de él. Cuando más emocionado estaba, escuchó el sonido de un aleteo estremecedor y un viento de huracán lo hizo sostenerse más a la alfombra, vio hacia arriba y miró un gigantesco pájaro cuyas garras apuntaban directamente hacia él. La gigantesca ave lo cogió con sus garras, batió sus alas y se elevó. Juan tiró el libro, se paró y corrió hacia donde estaba un promontorio de ladrillos. Ramiro y yo nos hicimos para atrás y comenzamos a gritar. Juan le aventó dos o tres ladrillos, pero el ave ya volaba muy alto llevando entre sus garras a Armando. La mamá de nuestro amigo subió acezando, nos vio a los tres que, con caras de espanto, estábamos arrinconados en una esquina de la azotea. Preguntó dónde estaba su hijo, Juan apenas alcanzó a balbucear que un ave gigantesca se lo había llevado. Desde donde estábamos oímos el grito del papá en el patio, un grito lastimero, como de alguien que encuentra el cuerpo deshecho de su hijo soltado por un ave gigantesca desde el cielo más alto.
Después de dos o tres meses del entierro de Armando, su mamá nos invitó a comer pastel. Fuimos, pero lo hicimos con tristeza y con cierto recelo, con las manos adentro de las bolsas del pantalón. Ella nos dijo que subiéramos a la azotea. Nos ayudamos con el pasamano. Cuando estuvimos arriba, ella nos dijo que le contáramos cómo había ocurrido el accidente de su hijo. ¿Qué esperaba que le dijéramos? ¿Esperaba acaso que le mintiéramos? Juan contó lo del ave. La mamá de Armando se tapó la cara con sus manos y lloró. Ramiro se disculpó, dijo que teníamos que hacer tarea y que ya debíamos irnos, de lo contrario nos regañarían en nuestras casas. La mamá de Armando se quedó parada a mitad de la azotea, con las manos cubriéndose el rostro, llorando. Comenzó una llovizna muy tenue. El cielo estaba despejado.