miércoles, 29 de junio de 2016

LOS EMPEÑOS DE UNA CASA





“¿Está empeñado?”, me preguntó Pao cuando vio esta imagen. Este portal está frente al parque central de Comitán. Esa mañana había un desfile. El muchacho (así como muchos se trepan a postes o a árboles) se subió a este pretil para tener un lugar de privilegio, aunque su posición no sea la más adecuada ni la más cómoda. El muchacho se sostiene en la contraventana con los brazos como si estuviese encadenado, como si fuese un Hermes posmoderno, como un Platas dispuesto a ejecutar un clavado con 3. 3 de grado de dificultad, como un polluelo dispuesto a intentar el ensayo de vuelo. Pero ¡no!, sólo buscó un lugar donde pudiera presenciar el desfile.
Quise jugar con Pao y le dije que sí, que el muchacho estaba empeñado, pero empeñado en ver. Jugué con la palabra empeño, no en su acepción de dejar un objeto como garantía de un préstamo, sino en su acepción de constancia.
La tía Eugenia siempre usaba la palabra empeño en su segunda acepción y andaba en el patio recomendando a todos los primos que pusiéramos empeño a lo que hacíamos.
Tal vez por esto (oh, inocente) cuando, en la Ciudad de México, miré, en el Centro Histórico, el edificio del Monte de Piedad y Laura me explicó que era una casa de empeño yo me maravillé. Pensé que mi tía sería feliz al saber tal noticia: En la Ciudad de México había una casa de empeño. Y me maravillé porque creí que tal casa era como la Casa de Oficios donde enseñaban carpintería, bordado o jarciaría. En la casa de empeño enseñarían los principios básicos de cómo aplicar la constancia a los actos diarios, porque la tía Eugenia siempre insistía en que la clave del éxito era la constancia; es decir, el empeño. Pero ponerle empeño a todas las cosas era difícil. Ella así lo veía y por eso recomendaba que así como nos empeñábamos a la hora de jugar fútbol o de jugar billar deberíamos empeñarnos en el estudio, donde (Padre Eterno) nuestras calificaciones apenas caminaban por los territorios del seis o del siete.
Entonces no lo sabíamos, pero la tía tenía razón y nosotros, en lugar de usar el concepto empeño en su segunda acepción (primera para ella) hipotecábamos nuestro futuro porque estábamos empeñando nuestros dones en una casa virtual donde, a cambio de nuestro tiempo (máximo tesoro, según la tía) obteníamos la satisfacción inmediata que nos dejaba el placer del juego. Porque (tal vez ya la tía lo vislumbraba) una cosa nos llevó a otra. En el billar y en el campo de fútbol conocimos que la cerveza era complemento del juego y lo hacía más divertido. Nos convertimos en los clásicos jugadores mexicanos, si ganábamos el partido (de billar o de fut) celebrábamos con una o dos caguamas; si perdíamos, llorábamos nuestra derrota, con dos o tres caguamas. De ahí sólo necesitamos bajar un escalón para tomar la caguama sin necesidad del partido. La mesa de la cantina sustituyó el campo llanero o la mesa con el paño verde. No supimos que nos degradábamos, porque así como habíamos pasado de la mesa de carambola a la de pul, pasamos de la actividad física de correr de un lado a otro de la cancha o de darle vueltas a la mesa de billar, a apoltronarnos para fumar, beber y comer.
Pero le encontramos el chiste a la bebida. Nos hacía sentir bien, conforme le poníamos “empeño” a la bebida, nos introducíamos en una burbuja donde todo era risas y bienestar. Después de dos o tres caguamas nadie de nosotros se acordaba de los seises o sietes de la escuela ni de alguna otra obligación; era como saltar la cuerda, con el agregado de estar mareados, como si estuviésemos en un barco en alta mar, eso nos daba mucha risa. Pero como a esta actividad sí le pusimos empeño, pasamos de ser bebedores ocasionales a ser consuetudinarios y de las tres iniciales pasamos a consumir cinco caguamas y, una tarde, descubrimos algo que el primo mayor llamó “El desempance”; es decir, ya bastaba de ingerir tanto líquido que nos hacía ir al baño a cada rato para desahogar la vejiga, era hora de pedir una botella de ron “a consumo”, para desempanzarnos.
No continúo con la historia, porque es una historia muy común. Por esto, cuando Pao me preguntó si el muchacho estaba empeñado dije que sí, estaba empeñado en ver, desde esa altura, el paso del desfile. No pretendía algo más. Por fortuna, él no estaba empeñado, como sí lo estuvimos los primos durante mucho tiempo.
Ahora, ya viejos, hemos querido desempeñar lo empeñado, pero los sabios siempre nos han respondido con aquel dicho que mi papá decía a cada rato: “El tiempo perdido, los santos lo lloran”, un poco como para decir que hay objetos y sustancias que se empeñan y jamás pueden recuperarse. Qué pena que todas las casas de empeño sean para dejar la vida en garantía.