lunes, 20 de junio de 2016

NOS QUEDAMOS SIN CASAS





Rodrigo me sorprendió. Dijo que ya no hay casas. ¡Cómo no!, le dije. ¡No!, dijo él. Ya no hay casas comerciales y recordó que en la manzana derruida (parte de lo que hoy es el parque central) en la calle donde estaba la Proveedora Cultural, de don Rami Ruiz, hubo, cuando menos, dos casas: Casa Yannini y Casa Ancheyta. Rodrigo dice que, probablemente, era costumbre de esos tiempos usar la palabra casa para designar un rubro comercial. Luego recordó que en dicha manzana hubo más casas: Casa León, Casa Tovar y Casa del Ciclista. En la Casa Yannini los consumidores hallaban discos, refrigeradores, consolas y demás vainas eléctricas; Casa Ancheyta se especializaba (¿de verdad?) en telas. La Casa León también vendía telas; la Casa Tovar expendía casi lo mismo que la Casa Yannini, y la Casa del Ciclista, pues, obvio, no vendía trago, vendía llantas, bicicletas y refacciones para las bicis; además vendía discos.
Estuve de acuerdo con Rodrigo: ya no hay casas. Algo del espíritu de antaño se perdió. Las casas comerciales perseguían el mismo objetivo de los negocios actuales: prestar un servicio o vender un objeto para ganar dinero. Pero (apareció el famoso pero), los negocios de estos tiempos han perdido su personalidad y se han vuelto asépticos.
El otro día platiqué con Eugenio y él me dijo que, por ejemplo, en el Cine Comitán sabíamos el nombre de quién vendía el boleto, de quién lo recibía; reconocíamos a la señora que atendía la dulcería (doña Lola de Gordillo) y nos vendía riquísimos tacos dorados. Conocíamos, incluso, al señor que, con una lámpara de mano, hacía las funciones de acomodador y, con un rayo de luz, nos indicaba por donde caminar. Coincido con Rodrigo: en las casas comerciales había un rayo de luz que nos indicaba por donde ir.
Uno entraba a la Casa Yannini y había una persona conocida, con nombre y con una historia común; lo mismo sucedía en la Casa Ancheyta y en las demás. Hasta la fecha, esos locales son recordados con afecto. Una mañana, las casas comerciales dejaron de ser lo que eran; abandonaron la lámpara de mano y adquirieron un reflector que, la mayoría de veces, nos enceguece.
¿Por qué el nombre de casa? ¿Para que los compradores o usuarios la sintiéramos como una extensión de nuestro hogar? Parecerá irrelevante, pero así sucedía. A veces, aun hoy, cuando vamos a visitar a un amigo éste abre la puerta de su casa, nos invita a pasar, e invariablemente dice: “Sentite como en tu casa”. Ese sentimiento otorga confianza. Y, en efecto, confianza era el tapete que nos recibía en aquellos comercios. ¿Alguien siente confianza al entrar a Liverpool o Sears? No, sabemos que son espacios ajenos, donde los empleados están para servirnos, es cierto, pero están lejos de hacernos sentir como en casa.
Las casas se acabaron. Tal vez el derrumbe de la manzana de la discordia fue el presagio de que algo estaba por ocurrir. Si el derrumbe del Muro de Berlín anunció la reunificación de una Alemania con su hermana; el derrumbe de la manzana, en Comitán, anunció el fin de una época. Ahora, el parque central es más grande, pero algo de la confianza se extravió. La confianza (lo saben quienes juegan a las escondidas) no se da en los estadios, se da en los espacios más íntimos. La manzana derruida era como un clóset donde jugábamos a las escondidas. Ahora todo está a la vista.
Se acabaron las casas, dijo Rodrigo. Tuve que admitir que tenía razón. El local vigente del contador Aguirre ¿se llama Casa Aguirre? ¿De verdad? Si esto es cierto sería la prueba de que, en un tiempo, en Comitán hubo negocios que se llamaban casas, porque eran como la extensión de nuestros hogares y ahí hallábamos a sus dueños, con los que podíamos platicar y contar los sucesos del pueblo. Ahora, ¿quién platica con el gerente de Wal-Mart? ¿Quién sabe cómo se llama el gerente de Aurrerá? Hoy todo es desarmable, desechable, indefinido. Hoy, cuando vamos a un negocio reconocemos las reglas bien definidas: ellos están para vendernos y nosotros para comprar. Hacemos fila y en cuanto pagamos oímos una palabra no dicha, pero que es un valor entendido: ¡next! Siempre somos el próximo. En las casas de antes éramos los de siempre.
Ahora recuerdo que aún existe La Casa del Ciclista. Ah, qué maravilla. Esa bici sí tuvo empuje para alcanzar la subida.
Eliseo dice que todo lo que he dicho es falso, porque ahora, más que nunca, hay casas en Comitán: estamos llenos de Casas de Empeño.
Tiene razón. Sí, algo extraviamos con el derrumbe de la manzana. Fue tan grave que las casas de hoy nos sirven para empeñar objetos, como si dijéramos que poco a poco vamos empeñando nuestro futuro. ¿Cuándo rescataremos nuestras prendas? ¿Ya nunca más?