sábado, 27 de agosto de 2016

CARTA A MARIANA, DONDE APARECE EL CLÁSICO TARTAMUDO





Querida Mariana: ¿La tartamudez es una discapacidad del habla? El Cucu no se molestaba cuando sus compañeros lo molestábamos en la primaria.
Siempre que releo historietas de Memín Pinguín recuerdo al Cucu, porque en una historia de Memín aparecía un niño gordo, regiomontano (Tripón), que, igual que el Cucu, era tartamudo. Tripón le decía a Memín: “Nene, nene, nenegro”. Si Tripón hubiera estudiado la primaria en mi grupo le hubiésemos puesto Nene de apodo. Porque así fue como le pusimos Cucu al Cucu, que ya no me acuerdo cómo se llamaba, porque todo mundo le decía su apodo. El Cucu preguntaba: “Cucu, cucu, ¿cucucuándo van a ir a mi casa?”.
Y ahora te escribo de esto, porque el otro día fui al mercado a comprar cacahuates, y de igual manera me acordé de Cucu. Armando Pitirijas lo molestaba siempre ofreciéndole un cacahuate: “Cucu, ¿no quieres caca, caca, cacahuate?”. El Cucu tomaba el cacahuate y, mientras lo pelaba, decía: Gra, gra, gracias.
Me da pena decirlo, pero pensé que el autor de la canción de la piñata debió ser un pariente del Cucu, porque todo mundo canta: “…la piñata tiene caca, tiene caca, cacahuates de a montón”.
Hay mil chistes de tartamudos. No son chistes agradables. Lo mismo sucede con los chistes de gangosos. La gente se solaza en ellos. ¿Cómo es posible que los seres humanos nos burlemos de un defecto físico? No lo sé. Quienes padecen tal defecto deben sobreponerse.
Cuando estudié la universidad me topé con un amigo que era de Veracruz. Él era buenísimo para contar chistes de gangosos, porque, con gran facilidad, imitaba dicho defecto. Cuando íbamos al departamento de su tía, Rafael contaba decenas de chistes de gangosos. Sus amigos comíamos las riquísimas empanadas de cazón que nos preparaba su tía Elena y tomábamos caguamas, mientras nos columpiábamos de la risa. Eso que digo de columpiarse era literal, querida niña, porque una vez, Adolfo, que era de Pachuca, se columpió de más en la silla, se fue para atrás y se abrió tantito la cabeza. Lo verdaderamente lamentable no fue tanto la herida de Adolfo, que con un chorro de alcohol y esparadrapo tuvo su cura, sino la caída de las cervezas y de los platos que se llevó a la hora que echó las patas para arriba y derribó la mesa.
Los seres humanos somos crueles. Muchos chistes basan su efectividad en defectos físicos, así como muchos apodos nacen de una deficiencia física. En Comitán, a un señor le pusieron El todo junto, porque casi no tenía cuello, así que su cabeza parecía brotar de sus hombros. ¿Y qué decir del Tachuelín o del tacita, que, como Van Gogh, sólo tenía una oreja?
A mí, igual que al Cucu, me gusta comer cacahuates. Siempre he dicho que si en nuestro pueblo hubiese un tipo tan hábil como el señor Mafer, ya hubiera creado una gran empresa cacahuatera. El sabor del cacahuate comiteco es exquisito. El cacahuate que venden en la Ciudad de México, para rellenar las piñatas que se usarán en las posadas, ¡es horrible! Con los cacahuates, de igual manera, brotan los chistes manidos (¿por lo de maní?). A mí, cuando los amigos me ven con una bolsa de cacahuates comitecos, me avientan el clásico de: “Sólo así paraguas, ¿verdad?”. Yo, siguiendo el juego sicalíptico, les respondo que ya no llueve en mi milpita, por eso ya no necesito sombrilla. Este juego proviene, niña, de la creencia de que quien come cacahuates reactiva su potencia sexual. Lo cierto es que los cacahuates ayudan a bajar el colesterol malo y esto hace que la sangre fluya con mayor facilidad por las venas y arterias.
El otro día, en un camión urbano escuché el inicio de una discusión de pareja. Ella miraba hacia la calle por la ventanilla y él, con el brazo derecho sobre el respaldo del asiento delantero, trataba de justificar algún mal comportamiento. Él se esforzaba por aclarar las cosas, pero ella seguía enfrascada en su mutismo, viendo hacia el exterior, hasta que, tal vez ya harta de las explicaciones, se volvió a ver a quien supuse era su novio y le dijo: “Me importa un cacahuate lo que hagas”. El muchacho vio hacia el piso, pero un segundo después miró a su muchacha y con una sonrisa que a mí me pareció simpática dijo: “¿Un cacahuate japonés o un cacahuate comiteco?”. Sonreí. Si yo hubiese sido la chica seguro que en ese momento se habría distendido el ambiente y hubiésemos terminado disfrutando el buen humor del chico, pero la chica no era yo, así que, lejos de sonreír, puso cara de doberman encadenado, se levantó, pasó por encima de las piernas del muchacho y, a grito pelado, dijo: “En la parada”. Dos o tres pasajeros voltearon a ver, sorprendidos, por la intensidad de la exigencia. El muchacho ya no hizo intento alguno por seguirla. Yo vi que se ponía rojo, un poco avergonzado.
Ahora que lo escribo creo que la pregunta del muchacho fue correcta. La chica dijo que le valía un cacahuate, una forma muy mexicana de decir que nada importa, pero el joven le dio el valor que al cacahuate le corresponde: un gran valor cultural. El cacahuate es una semilla que América legó al mundo. Cuando los españoles llegaron a México hallaron tal delicia.
¿Qué hubiese pasado -pensé- si la muchacha, siguiendo el juego, hubiera respondido que le importaba un cacahuate japonés? Bueno, tal vez el muchacho habría pensado que, en efecto, la relación entraba a un punto de no retorno y valía un soberano cacahuate. Por el contrario, si ella hubiese dicho ¡cacahuate comiteco!, él bien pudo pensar que le importaba mucho, porque, insisto, el cacahuate de esta región es uno de los más ricos del mundo. Nunca he estado en Japón, pero no creo que los cacahuates japoneses sean como los que acá comemos, que están cubiertos con una mezcla muy a la mexicana, porque algunos son enchilados. Doble contra sencillo, entonces, de que los cacahuates comitecos quedarían entre los tres primeros lugares en la Olimpiada Cacahuatera.
Creo que los mexicanos somos injustos con este alimento muy nuestro. Le restamos importancia cada vez que decimos que nos vale cacahuate una cosa a la que estamos despreciando.
Los comitecos deberíamos revalorar tal producto. Cuando era niño escuchaba que la mujer en el zaguán, con el canasto sobre su cabeza, ofrecía: “¿Va’sté a mercar manía?”. Resulta ocioso decirlo, pero mi tía Martha, quien radicaba en la Ciudad de México, se sorprendió al escuchar eso. ¿En Comitán vendían manías y las compraban? Mi mamá tuvo que explicarle que la manía no era lo que ella pensaba sino que acá así nombrábamos al cacahuate. Romeo preguntó el otro día si manía (palabra que usamos en Comitán) viene de maní. ¿Quién sabe?
Cuentan que el maestro Rey, quien impartía la cátedra de Ejercicios Lexicológicos, en la prepa, comentaba: “Qué manía de esta mujer de ofrecer manía a todas horas”, con lo que lograba un ejercicio más a su materia.
Lo cierto es que los comitecos vamos al parque de San Sebastián y, además de una paleta de chimbo, compramos una paleta de cacahuate. Y esto es así, porque ambas son riquísimas. En la mano izquierda tenemos la de chimbo y en la mano derecha la de cacahuate y lamemos una y luego la otra, en un juego maravilloso de manos y de sabores.
En nuestro pueblo es muy apreciada la tableta de manía, dulce que mezcla, en mezcla maravillosa, a la panela con el cacahuate. Los muchachos de hoy se creen mucho cuando nos presumen sus tabletas electrónicas. ¡Ah, padre! Nosotros, en los años sesenta ya acostumbrábamos andar con tabletas por todos lados. Y nosotros, ¡bendito Dios!, no perdíamos nuestro tiempo buscando pokemones, nosotros nos comíamos la tableta.
¿A quién se le ocurrió decir que el cacahuate era una simpleza? A mí me encanta abrir una vaina y hallar tres o cuatro cacahuates juntitos, como si estuviesen en una cuna. Cada uno de ellos está vestido. Me encanta tomar uno y desnudarlo, aventar la envoltura finísima y llevarme el cacahuate a la boca. Momento de celebración es cuando, al lado de dos o tres cacahuates rechonchos aparece un grano del tamaño de una pulga. Estos miligramos de sabor son los más exquisitos del mundo. Ese miligramo debe colocarse entre los dientes y aplastarlo con delicadeza para que su sabor se extienda en la boca como se extiende el sol en la tarde. Es una cosa mínima y sin embargo provoca gran disfrute.

Posdata: Es tradicional hallar a las vendedoras de cacahuates en la banqueta del mercado Primero de Mayo. Las mujeres venden los cacahuates ya pelados. Ellas hacen la labor de pelarlos y meterlos en bolsitas de plástico. El otro día fui a comprar cacahuates en compañía de Mónica. Ella hizo cara de asco cuando vio que la mujer pelaba los cacahuates, les quitaba la telilla y luego, en movimiento natural, acercaba la palma de la mano a su boca y soplaba para que las telillas se eliminaran. En voz baja me dijo: “Alejandro, los está escupiendo”. Sí, no sólo viento llega a la palma, también debe caer un miligramo de saliva. Es antihigiénico. Ese día compré los cacahuates sin pelar, pero a veces, me olvido y compro cacahuates ya pelados y los como sin hacer remilgos. Pienso que la mujer me pregunta si quiero que me pele el cacahuate y, sin tartamudear, digo que sí, que está bien.