miércoles, 17 de agosto de 2016
LECTURA DE UNA FOTOGRAFÍA DONDE UNA PAREJA VE EL CIELO
Para Malicha y Roberto
Elena llegó una vez y me pidió que le pintara un cielo Van Gogh. Elena no sabía lo que solicitaba. ¿Cómo pintar un cielo Van Gogh sin ser él, sin ser como él?
Acá, en esta foto, hay una pareja que mira el cielo, un cielo con luna. Los reflejos en el piso y la sombrilla indican que llueve. Ellos, a pesar de la lluvia, ven el cielo.
Las parejas que se aman -el cine y la literatura lo confirman- salen a caminar debajo de la lluvia. ¿Quiénes, aparte de Fred Astaire, danzan bajo la lluvia? ¡Los niños y los enamorados! Yo nunca he visto a un anciano salir a la calle cuando llueve. Por lo regular, los viejos (los que tienen estrías en el cuerpo y vacíos en el espíritu) se resguardan en sus casas.
La pareja que acá ve el cielo ya rebasó la etapa de la juventud, caminan por la senda de la madurez; no obstante, no tienen empacho en caminar juntos bajo la lluvia.
Los que no tenemos ese ánimo nos perdemos esos reflejos de las lámparas en las calles mojadas. No reconocemos la humedad debajo de nuestros pies, no escuchamos cómo las semillas despiertan y extienden sus brazos para nacer a la vida.
Porque esta pareja (perdón por la reiteración, pero ellos son los protagonistas de esta foto) sabe que los árboles algún día fueron semilla. Semilla que necesitó de cuidados, de riego constante y de un proceso infinito para retirar la hierba mala.
Porque esta pareja (perdón de nuevo) la noche de esta foto celebraba sus bodas de coral; es decir, treinta y cinco años de regar la planta, treinta y cinco años de ver juntos el cielo.
¿Qué mira una pareja que ve el cielo? Ve lo mismo que ven los demás mortales: nubes, lunas, soles, pájaros, sueños, tormentas, rayos, truenos y vías lácteas. ¿Eso es todo? No lo creo. Al menos esta pareja mira, lo sé, un cielo cercano a los cielos que ellos imaginaron hace treinta y cinco años cuando se casaron; es decir, un cielo que está más allá de cielos comunes, porque (todo mundo lo sabe) la naturaleza, a veces, concede el deseo de brindar cielos cercanos a los magnificentes cielos que Van Gogh logró al pintar esos cielos alucinantes.
Elena, me picó con su dedo en mi muslo e insistió, un poco como si fuese El Principito al pedir que el piloto le dibujara un cordero: “Píntame un cielo Van Gogh”. Para desviar un poco su petición inusual le pregunté por qué me pedía eso. Ella cruzó los brazos y dijo: “Se lo quiero regalar a mi abuelito”. Su deseo era correcto, pero yo no podía cumplirle su petición. Lo más que podía hacer, y así se lo dije, era pintarle un cielo Molinari. “Si, sí, píntame un cielo Molinari”. Su entusiasmo me entusiasmó.
Todo mundo ve el cielo. Algunas personas lo hacen con más frecuencia que otra. Una alumna que tuve, hace tiempo, se tiraba bocarriba a mitad del patio de la escuela y miraba el cielo, miraba cómo pasaban las nubes y, ocasionalmente, algún pájaro.
Ahora que vi esta foto, que robé del muro de Roberto, pensé en la sobada frase que mucha gente repite y que, dicen, proviene del autor de El Principito, Antoine de Saint-Exupéry, en el sentido de que la pareja no debe estarse viendo a los ojos, sino mirar en la misma dirección. Y parece que la pareja de esta fotografía descubrió en ello el sentido de la vida y el sostén de su relación. No perdieron treinta y cinco años mirando las niñas de sus ojos sino que vieron las niñas que, en ronda infinita, juegan en los cielos de sus sueños.
Han gozado (imagino) días plenos de sol, días nublados, atardeceres tormentosos (nadie está exento de ellos), pero han pintado en su imaginario de pareja el cielo que se inventaron desde el día que se conocieron.
Cuando a Elena le entregué el dibujo con un cielo Molinari ella sonrió, llevó la hoja a su corazón. Supe que, sin ser Van Gogh, cualquier mortal, si lo desea y lo procura, puede inventar sus propios cielos.