martes, 9 de agosto de 2016

TODO LO QUE NO FUI




No fui gimnasta ni taquero. Perdón, puede haber confusión en el último término, porque en México usamos la palabra taquero para referirnos a quien prepara tacos, como al que los consume. “Marcos es bien taquero”, decimos y con ello decimos que Marcos le entra con corazón a los de ídem, a los de nana, a los de cuerito, a los de maciza y a los de buche. “Marcos es un taquero de lujo”, y con ello decimos que Marcos prepara unos tacos de barbacoa como nadie. México, entonces, es un país taquero porque abunda en gente que los prepara y en gente que los consume. Las personas comen tacos en restaurantes de lujo o en los puestos de las esquinas (en Comitán, hay un taquero que tiene el mote de “El asqueroso”, ya podrán imaginar la clase de tacos que prepara; no obstante, la mesa que coloca todas las mañanas a un lado de la banqueta, sobre la calle, siempre está lleno de personas que, a cada rato y después de cada bocado, mueven las manos como si fuesen peces fuera del agua, por el picante excesivo). Si uno pregunta cómo están los tacos de venado todo mundo dice que están ricos (El asqueroso siempre ofrece sus tacos así: “¡Acá están sus tacos de venado!”, en realidad los tacos son de carne de res).
No fui trailero ni merolico. No obstante que no fui merolico, me gusta pararme en las plazas a ver y escuchar a los merolicos. Mientras me pongo atrás de la raya, porque el merolico está trabajando, yo estoy pendiente de que no roben mi cartera. Se sabe que los merolicos tienen paleros que son como actores entrenados para avalar el producto que ofrecen o para robar las carteras a los espectadores que están embobados con el espectáculo. Es encantador ver cómo un merolico suelta aquello de: “Que no le digan que no le cuenten, porque a lo mejor le mienten” y ofrece, a través de un discurso motivante, la cura de la diabetes a través de un jarabe milagroso que, ¡en el nombre de Dios!, está endulzado con azúcar.
No fui corredor de autos ni alpinista. Aunque, a veces, sueño con ir a la central de autobuses y pedir un boleto de ida sin vuelta a la Argentina, sólo para subir a alguna montaña de Los Andes. Romeo dice que mi sueño es irreal desde el principio, porque no existe terminal alguna que ofrezca un boleto hasta Buenos Aires, pero yo digo que implementar una compañía con tal servicio sería un negocio redondo. Conozco a algunos amigos que han ido a la Basílica de Guadalupe en un tour. Suben, a las seis de la mañana, con la bufanda enredada en el cuello, en la Casa de la Cultura (porque el camión no tiene una estación apropiada) y viajan en grupo compuesto por cuarenta compañeros. Llegan a la Basílica, cumplen con su manda, se persignan ante la famosa tilma de Juan Diego (perdón, San Juan Diego), dejan una limosna de cien pesos (se entiende que ante la Virgen no pueden salir con su monedita de diez, ¿qué diría la Morenita?) y luego suben de nuevo al camión y realizan un viaje de esparcimiento por Veracruz, donde visitan el malecón y el acuario.
¿Puedo hacer una digresión? Ahora que escribí la palabra morenita, para referirme a la Virgen de Guadalupe, entendí por qué a Andrés Manuel se le ocurrió bautizar a su partido político con el nombre de Morena. Está buscado de tal manera que el Movimiento de Regeneración Nacional pueda asociarse a la imagen de la virgen que tres cuartas partes de mexicanos adoran.
No fui tenista ni nadador olímpico. No aprendí a nadar y sólo una vez he estado en una cancha de tenis y esto fue en Ciudad Universitaria, de la UNAM, una mañana que con Quique y con Coquis Pulido “fuimos” a jugar. Lo entrecomillo porque ellos fueron quienes jugaron (lo hicieron desde pequeños en el Club Campestre de Comitán), mientras yo me dediqué a ver cómo la pelota pasaba por encima de la red y el viento a través de ésta y me preguntaba qué pasaría si el juego consistiera en pasar la pelota a través de los cuadros de la red. Bueno, con decir que ni siquiera aprendí a nadar.
No fui basquetbolista ni corredor de cien metros planos. Por esto, nunca soñé con ir a una olimpiada y ahora en lugar de estar en Brasil veo los juegos en Comitán, a través de la televisión. Leo mientras la acción sucede. Sólo cuando el comentarista anuncia algo importante veo la pantalla.
Sé que las olimpiadas ocurren cada cuatro años, no es cosa de todos los días. Pero amo el juego que juego todos los días, desde hace más de cuarenta y cinco años: la lectura. Por esto, para no perderme el juego bonito de Brasil me siento frente al televisor y hago como que veo la pantalla; hago como que juego el juego de millones de telespectadores en el mundo, pero en realidad lo que hago es leer sin tregua ni descanso, porque la disciplina, así me lo enseña ese maravilloso tenista argentino llamado Martín Del Potro, logra llegar al Everest que cada uno aspira. Quique dice que Del Potro jugó tenis acá en Comitán, en alguna ocasión. Tal vez los Sánchez tienen algún registro fotográfico de ese momento impar.
No fui pescador ni carnicero; no fui médico ni bailarín. Soy un hombre sencillo que ejerce oficios sencillos, que nada tienen que ver con las alturas ni con el fondo del mar. Soy hombre de oficios terrenales, por eso digo que soy: pepenador de arenillas y de sueños que alguien, hace mucho tiempo, botó.