lunes, 29 de agosto de 2016

EL DESADAPTADO SOCIAL





Yo tenía la sospecha. No era, como dicen los clásicos, una ligera sospecha, ¡no!, era una sospecha completa, rechoncha, rotunda. Ya lo comprobé: ¡Soy lo más parecido a un anacoreta! Soy un horripilante caso de desadaptación social.
Por favor, no me pregunten por qué soy así. Me da pena. Con este comportamiento, lo reconozco, no honro a mi padre, porque él fue un hombre generosísimo, volcado hacia los demás. A él le encantaba que llegaran sus amigos, compadres y familiares a casa. Le gustaba recibirlos y, de inmediato, mandaba a la sirvienta que preparara el desayuno, la comida o la cena para compartirlos con ellos. Prefería (lo reconozco) que llegaran a la hora del amigo, para abrir la botella de comiteco y decir salud, mientras ponía un disco de acordeón con música francesa. Yo, de niño, espiaba desde una ventana y miraba que mi papá disfrutaba la presencia de los amigos, reía y, a veces, se quedaba dormido en un sillón, mientras sus compadres seguían tomando, cantando, riendo, como si estuvieran en sus propias casas. Sí, a mi papá le gustaba que los demás se sintieran en casa como si estuvieran en las suyas. En la casa siempre había una habitación dispuesta para los huéspedes que se descolgaban en forma frecuente.
¿Por qué soy como soy? Este escrito nació en el momento en que leí en el Facebook el mensaje de doña Conchita reclamándole a un amigo que llegó a Comitán y no pasó a su casa a verla. El reclamo era auténtico, era afectuoso, estaba colmado de miel de chimbo; es decir, había una exigencia de amiga para ver al otro. El otro radica en ciudad lejana, así que doña Conchita y él no pueden verse con frecuencia. ¿Por qué no, ya que estaba en Comitán, había pasado a verla a su casa? Sin duda que doña Conchita le hubiese ofrecido un pedazo de cazueleja y una taza de café, caliente, endulzado con panela.
Yo, qué pena, soy todo lo contrario a mi papá y a doña Conchita. A mí no me gusta que me visiten. Justifico mi actitud en el hecho de que siempre estoy trabajando en casa: escribo, pinto, dibujo o leo, así que cuando alguien llega ¡me interrumpe!, y (¡Dios mío, qué vergüenza!) pienso que la presencia de ellos me quita el tiempo. Ya una vez, Ramiro, que había llegado al pueblo desde Huatulco, lugar donde actualmente reside, reclamó mi escasez y dijo: “No tenés la cultura de la amistad”. Yo, nada dije, sólo pensé que debía seguir escribiendo.
¿Por qué a doña Conchita le encanta recibir a sus amigos y su casa siempre está abierta a medio mundo? ¿Por qué mi papá era tan generoso a la hora de abrir la puerta de la casa y recibir a sus amigos con una sonrisa que era como un patio luminoso? ¿Por qué yo soy tan oscuro y tan de puertas adentro?
A veces, me da pena escribirlo, cuando escucho que alguien toca en la puerta de la casa, le subo el volumen a la música, para no oír el toque; a veces, llego a casa y corro las cortinas para que si alguien espía por un hueco de la puerta crea que nadie hay; a veces, no respondo las llamadas telefónicas, dejo que la campanilla suene y suene, mientras yo me enfrasco más en la lectura. Pienso: “Ya se cansará el que llama, ya se cansará el que toca, ya se cansará el que insiste”. Qué pena. Me buscan y yo los eludo. Una vez, Javier me dijo: “Pendejo, tras no basta te busco”.
Mi mamá nunca fue la clásica señora que atiende a los amigos y compadres del esposo, la que los pasa a la sala y les ofrece una bebida y les prepara una botana. No, mi mamá nunca hizo eso. Cuando llegaban los amigos y compadres de mi papá ella hacía lo posible porque no tardaran. Ella, igual que yo, siempre ha tenido mucho que hacer. Tal vez de ahí viene mi aversión a recibir amigos en la casa.
A veces me doy pena, me siento mal, pienso que sería bueno cambiar, hacer el intento de ser como los demás, pero más tardo en pensarlo que en desechar tal idea. ¿Por qué voy a cambiar para satisfacer a los otros? Por eso, cuando miro que no soy bien recibido en algún lugar no me sorprendo, entiendo al otro, digo que está encaminado a ser como yo, un desadaptado social.
Quiero a mis amigos. Disfruto cuando, de vez en vez, nos reunimos un rato en algún café o algún restaurante. Siempre estoy pendiente de sus vidas y me enorgullezco de su amistad y brindo cuando sé que les va bien. En la soledad de mi casa disfruto sus triunfos y los triunfos de sus hijos o el nacimiento de sus nietos. Pero, lo confieso, los veo muy de vez en vez. Me da pena molestarlos. Pienso que ellos, igual que yo, tienen muchas cosas qué hacer, entre éstas, reunirse con los amigos que sí disfrutan la convivencia frecuente.
¡Qué pena! Así soy. Me mortifica pensar qué piensan los otros, pero yo disfruto mi casa, mis actividades, mis pasiones, mi soledad. Qué tonto pensar que lo único que realmente poseo es mi soledad. ¡Qué tonto!
Mónica sentenció que un día me arrepentiré. Te quedarás sin amigos, me dijo, mientras tomábamos un café en su casa. Algún día lamentarás sus ausencias; lamentarás no haber convivido más con ellos.
Quiero a mis amigos con la misma intensidad con la que disfruto un libro. Amo los libros, pero en casa no tengo biblioteca; quiero a mis amigos, pero en casa no tengo un cuarto para huéspedes. ¿Me explico? No, creo que no.