sábado, 6 de agosto de 2016

CARTA A MARIANA, DONDE SE CUENTA EL CUENTO DEL UZIKÓN





Querida Mariana: ¿Te gustaba oír cuentos, cuando eras niña? A mí sí. El tío Arturo era un zapatero remendón que, de vez en vez, llegaba a casa. No sé de dónde llegaba. Un día, sin aviso previo, se asomaba a la casa, con una maleta de cuero y una caja de madera para bolear zapatos. El tío Arturo no era mi tío consanguíneo, pero mi papá me había enseñado a decirle así, a verlo como mi tío y yo lo quería y me daba gusto cuando lo veía llegar. Él (no recuerdo bien), por espacio de cinco o seis días se quedaba en casa. Mi papá le asignaba un cuarto y él, mientras silbaba una canción de Pedro Infante, sacaba sus camisas y pantalones de la maleta y los colgaba en un travesaño de madera.
Él me contaba cuentos. Digo que no sé (ya nunca lo sabré) de dónde llegaba. Tengo la impresión que su casa original estaba en la Costa de Chiapas, no sé, en Arriaga o en Tonalá o en Huixtla, porque era bajito y de color moreno. Su oficio era el de zapatero remendón y viajaba a diferentes ciudades del estado ofreciendo sus servicios. De Comitán siempre viajaba a San Cristóbal y una vez escuché que había pasado a Motozintla.
Mientras estaba en casa su rutina era sencilla. Se levantaba a las seis, silbaba la de Pedro Infante, mientras tendía la cama, luego iba a la cocina y le pedía una taza de café a Sara. Ésta le servía su café y le preparaba un desayuno con huevos rancheros y frijoles de la olla, regados con queso fresco y acompañados con tostadas. El tío pasaba al oratorio, se persignaba y luego iba a despedirse de mis papás. “Luego vengo”, decía, tomaba su caja de lustrar y lo veíamos salir a la calle. Volvía a las cuatro o cinco de la tarde. Entraba a la sala donde mi papá escuchaba música francesa y decía: “Ya venguí” (que era un juego lingüístico propiciado por su “Luego vengo”, dicho en la mañana). Contaba cómo le había ido, mientras Sara le preparaba la comida. A las cinco o seis me llamaba al corredor de la casa, se tumbaba en una silla forrada con una zalea de venado y me contaba cuentos y fábulas. A mí me encantaba oír sus narraciones. Él se paraba con las manos hacia arriba o se tumbaba en el piso enladrillado, dependiendo de si el protagonista del cuento iba arriba de un barco o nadaba para alcanzar la orilla de la isla antes de que el tiburón lo atrapara. Oía sus cuentos con deleite. Por esto lamentaba la mañana que entraba al comedor y decía: “Ya no vengo” y abrazaba a mi papá y daba la mano a mi mamá. Yo sentía una nube difícil de disolver en mi garganta.
El otro día me acordé del tío Alfredo, porque Sofi me dijo: “Contanos un cuento, tío”. “Sí -agregó Samuel- pero que no sea de gatos, ni de ratones, ni de ardillas, ni de…”, y siguió con una extensa relación de animales, como si su maestro de primaria le hubiese pedido nombrar a todos los animales que subieron al Arca de Noé.
Ya, está bien, dije. Y entonces les conté el cuento del animal que no alcanzó a subir al Arca. ¿Habían pensado en él? Y no estoy hablando del mamut o del dinosaurio o del pterodáctilo. No. Hablo de un animal que tiene tres patas y para correr se ayuda con su cola, lo que le provoca un movimiento simpático como de barco a mitad de una tormenta.
Como nunca subió al Arca su nombre se perdió de la misma manera que se han perdido muchos nombres y conceptos a través de la historia. ¿Le ponemos un nombre? Llamémosle uzikón, porque, según el Libro de las Cosas no Vistas, tenía un hocico más grande que un ornitorrinco, comía hierbas y dormía buena parte del día. Lo que lo distinguía de los demás es que era un animal que poseía un nivel de vaticinio exagerado. Se sabe que los animales pronostican, con gran precisión, los fenómenos naturales. Cuentan que cuando ocurre un tsunami, los animales de tierra huyen hacia la montaña, guiados por las aves que los sobrevuelan.
Bueno, pues el uzikón no escuchó la advertencia que Dios hizo a Noé. Él (el uzikón), una tarde, bajó al pueblo a buscar desechos en el sitio de la casa de un pastor. Se agachó (no es un animal muy alto, cuentan que tiene la alzada de un perro doberman) para pasar por el alambrado, espantó a un hato de ovejas que comía pasto y buscó su comida favorita: las hierbas suecas. No halló nada, pero advirtió que las ovejas habían cambiado tantito, sus hocicos tenían un color rojizo fuego. El uzikón se acercó al jefe de la manada y preguntó por qué tenían el hocico rojo. La oveja dijo que no sabía. Entonces, el uzikón miró cómo el sol comenzaba a ocultarse detrás de las montañas y el color del sol no tenía el color naranja de siempre, su color era del mismo color rojo fuego de las narices de las ovejas. Tuvo un presentimiento, supo que algo grande ocurriría. Dejó a las ovejas y caminó hacia el bosque donde halló a dos ardillas que, afanosas, cortaban nueces. Nada dijo, se acercó, tocó el hombro de una de ellas y cuando ésta se volteó vio lo que ya sabía: la nariz la tenía de color rojo fuego.
¿Qué estaba provocando ese fenómeno? Se sentó sobre su cola, y subió dos de sus piernas sobre la tercera y pensó, pensó. ¿Por qué los animales tenían la nariz roja? ¡En ese momento brincó como si su cola estuviera en medio de brasas! ¿Él también tenía el hocico rojo? Se tocó y tuvo que retirar su mano porque su hocico casi quemaba. Corrió hacia donde estaba un caballo comiendo pasto y le preguntó si su hocico tenía un color rojo quemado. Claro, dijo el caballo, sin dejar de comer, todos los animales de la tierra tienen la nariz roja. Mírame a mí. Y el uzikón vio que, en efecto, el caballo tenía la trompa roja roja. ¿Por qué?, preguntó el uzikón. No sé, no sé, dijo el caballo y déjame en paz porque debo comer antes del viaje. ¿Del viaje? ¿De qué viaje hablas? Pues del viaje que emprenderemos con Noé. ¿No te has enterado? No, dijo el uzikón. Y el caballo contó la historia que todo mundo sabe.
El caballo recomendó al uzikón que fuera por su uzikona porque los animales debían viajar en parejas, para garantizar la pervivencia de las especies.
¿Cuál pareja? El uzikón no tenía pareja, ni padres, ni hijos. Uzikón era un animal único, de una especie única.
El caballo relinchó de asombro. Dijo que eso tenía que saberlo Noé, y le dijo a uzikón que no se moviera, que volvía pronto. Dejó de comer y cabalgó con rumbo a donde Noé construía el Arca. Mientras su cabellera volaba al ritmo de sus patas pensó que esa era una noticia sorprendente, pensó que el primer animal que debía subir era ese animal trompudo, de tres patas.
Mientras tanto, uzikón seguía pensando en el fenómeno que ocasionaba el cambio de color en los animales. ¿Qué podía…? ¡Ya, ya!, gritó, miró hacia todos lados para compartir su descubrimiento, pero, con tristeza, vio que en la campiña no había ningún animal visible.
¡Claro! Ese color que tenían todos y el aumento de temperatura sólo tenía una explicación: el volcán haría explosión, su magma estaba a punto de rebosar el cráter.
¡Eso era! Noé estaba construyendo una cápsula que evitaría que los animales se chamuscaran. Así que siguió las huellas del caballo para, como había dicho el equino, ser el primero en subir a la nave. Ah, pero qué desilusión tuvo cuando vio que la cápsula que había imaginado como una nave interplanetaria hecha con placas de hormigón, totalmente sellada, era una barca con una casita de campo, a la mitad. ¿Cómo era posible que Noé fuera tan inocente? Esa nave no podría evitar que el fuego los abrasara.
El caballo, cuando lo alcanzó, le explicó que Dios había dicho que no era una lluvia de fuego sino lluvia de agua, sería un diluvio que tardaría muchos días y noches.
Uzikón, que ya había pensado que Noé era un viejo chocho e incapaz, le dijo al caballo que, de todos modos, esa nave era inútil. Podría navegar a la perfección, pero ¿cómo evitaría que se inundara, si, como había dicho, llovería días y noches interminables? El caballo dijo que, probablemente el barco tenía esclusas, pero el uzikón le reviró con un: “Si es así, el agua de los mares se meterá y lo inundará”. El caballo dudó, relinchó quedo, y dijo que lo dejara de fastidiar, él tenía que seguir comiendo, porque en el Arca no tendrían nada que comer.
Uzikón no dijo más, pero pensó que el Arca de Noé sería un matadero seguro, porque todos los animales, después de veinte días, se morirían de inanición debido a que no habría comida suficiente para todos.
Por esto, niños (dije), por esto es que el uzikón no subió a El Arca.
Sofi me abrazó y dijo que el cuento le había gustado mucho. Samuel nada dijo, alzó los hombros y propuso a los primos jugar a las escondidas.

Posdata: Dos días después, Samuel se acercó y me preguntó: “¿Y qué pasó con uzikón? ¿Se murió ahogado?”. No, le dije. Uzikón vive cerca del volcán Tacaná. Mientras Noé construía El Arca, él construyó una cápsula hermética con un material a prueba del fuego, lo subió, tarde tras tarde, a lo más alto del volcán. Estaba a punto de alcanzar el borde del cráter y aventarse al magma cuando vio que el diluvio comenzó. El agua no lo alcanzó porque estaba en lo más alto. Cuando el agua bajó vio que el fenómeno había concluido y supo que el caballo tenía razón, que la lluvia había sido de agua y no de fuego.
A veces silbó la canción de Pedro Infante que silbaba el tío.