miércoles, 31 de agosto de 2016

LA VIDA ESTÁ EN TODAS PARTES





Comencé diciéndolo de broma: “Ya no me alcanza el brazo”, y, para leer, colocaba el libro hasta donde mi brazo lo permitía. Una tarde, en efecto, ya no me alcanzó el brazo y fui a la óptica a comprar un par de lentes. Ya no alcanzaba a leer sin ellos. En realidad no era el brazo, lo que no me alcanzaba era la vista. Ahora, de vez en vez, hago el ejercicio de ponerme una mano empuñada pegada al ojo, dejo un hueco entre los dedos, un hueco minúsculo y así logro leer. Cuando no llevo lentes y quiero leer algo cercano es como si no tuviera ojos. Debo entonces poner mi mano como si fuera un microscopio y, en medio de las junturas de los dedos, logro ir deletreando las letras. A veces es un juego divertido, pero la mayoría de veces es cansado. Espero hasta tener mis lentes.
Mi abuelo Enrique, quien fue encargado de una finca platanera en Huixtla, me decía que la vida estaba en todas partes. A veces, cuando íbamos al parque, me decía que yo buscara vida en la parte alta de los árboles, desde el piso. Yo miraba hacia arriba, ponía mi mano como visera, y buscaba. Me resultaba agotador. La luz del sol me deslumbraba, terminaba viendo estrellitas por todos lados. Me rendía. Mi abuelo, entonces, decía que yo cerrara los ojos y escuchara con atención. Ese juego me gustaba más, porque yo me sentaba en una piedra, cumplía la recomendación del abuelo, cerraba los ojos y escuchaba. ¡El paso del aire! ¡El canto lejano de un pájaro! ¡El trote de un caballo por en medio del bosque! ¡Un goteo constante! ¡El rumor del río a la hora que se despeñaba! ¡Chicharras enfebrecidas! El abuelo Enrique tenía razón: la vida estaba en todas partes y se me manifestaba plena, absoluta, rotunda, a la hora que miraba con mis oídos. Eso me gustaba más que ver. Por eso, en ocasiones, cuando estudiaba en la Ciudad de México e iba con los amigos a Cuernavaca, yo, en lugar de ver lo que de novedoso nos presentaba la ciudad, cerraba los ojos. ¡Cómo no los iba a cerrar! Sí ahí, más que en la Ciudad de México, la vida se presentaba plena. En la Ciudad de México cerraba los ojos y hallaba la vida, pero una vida en tobogán: cláxones, paso de botas militares, candados llenos de humo y de smog, ladridos, caminar de nubes pesadas, goterones inclementes, gritos incomprensibles, gritos como aullidos de ambulancias. En cambio, Cuernavaca era como una sucursal de Comitán. Aquella ciudad de la eterna primavera era como el patio de la casa comiteca. Por eso, yo cerraba los ojos y descubría en el aroma de las flores el corazón de nuestro pueblo ausente.
La vida está en todas partes. Sí, mi abuelo Enrique era sabio. Todo lo había aprendido en la finca bananera. Mi abuelo fue mi Gabriel García Márquez de la niñez. Me contaba historias que estaban conservadas en hoja de plátano y tenían el sopor del sol que se desgaja como fruta madura sobre los techos de palma. Contaba las historias con tal emoción que, a veces, yo debía secarme la frente con un pañuelo, porque sudaba como si estuviese en Huixtla, al lado de la vía del tren.
El otro día, estaba en un bosque. Tenía los ojos cerrados, la cara hacia arriba. Sentía la vida caminar en puntillas. Aspiraba el aire. Escuchaba a lo lejos el vuelo de los pájaros. Hubo un instante en que oí unos pasos y pensé que era un gusano sobre una rama. ¡No!, no podía ser eso, porque ahora ya también comienza a no alcanzarme el oído. Entonces abrí los ojos y me deslumbré. Frente a mí, arriba en lo más alto de un árbol descubrí la vida. No tenía lentes, pero supe que ahí había un nido y en el nido un polluelo. Saqué mi cámara, enfoqué hacia el punto que mi corazón dictaba y, en efecto, ¡ahí estaba la vida! El polluelo piaba. Esperaba a su mamá. La mamá, lo supe, era parte de ese enjambre de naves que sobrevolaba el territorio. Pronto llegaría.
Al principio me faltaba brazo. Luego comenzó a faltarme el oído.
Más tarde comenzará a faltar la fuerza en las piernas.
Llegará la tarde en que el aire comenzará a faltar.
Y una noche, sin que se advierta, comenzará a faltar la vida, esa vida que está en todas partes.