martes, 16 de agosto de 2016

PIGEON





Aprendí la palabra Pigeon de boca de Amanda, amiga que conocí en el tiempo de estudiante en la UNAM. Ella era mi amiga más cercana. Como había estado dos años en París, era muy liberal, su comportamiento no correspondía al modito modoso de algunas mexicanas hipocritonas de los años setenta. Eso me gustaba. Una tarde, que tomábamos un café en un Sanborns, en voz baja, me dijo: “¿Te gusta la pigeon?”. Yo puse cara de What. Pi qué, pregunté. Pigeon, dijo ella, y al terminar de pronunciar la palabra puso sus labios como si chupara un popote. Sonrió.
Ayer en la tarde fui al parque central, después de comprar un libro en la Proveedora Cultural. Me senté donde, todas las mañanas, se colocan las vendedoras de pozol, de empanadas y de pitaules. Abrí el libro y, como siempre hago, le di una hojeada completa, a manera de irnos presentando el uno al otro. A mi lado llegaron a sentarse una niña y su mamá. Supe que era su mamá porque en cuanto se sentaron la niña vio hacia arriba de la casa de enfrente y dijo: “Mira, mami, una escuela de palomas”.
Ya no supe qué dijo la mamá, porque cerré el libro y miré hacia donde indicaba el bracito de la niña. ¿Una escuela de palomas? Quise preguntarle a la niña por qué decía eso, pero me abstuve. He tenido experiencias ingratas. En una ocasión platicaba con una niña mientras su mamá tomaba unas fotografías. De pronto, la mujer vio a su hija y me vio a mí. Corrió hacia donde estábamos, la jaló de su blusa y llevándosela me vio con cara de dragona y me aventó un: “¡Puerco!”.
¿Escuela de palomas? Sí, las dos palomas que estaban sobre las tejas ya habían cumplido con sus deberes y las tres maestras les habían permitido que subieran al tejado y jugaran durante el receso. Vi (porque todo mundo la vio) a la paloma castigada, la que está viendo hacia la pared. Sin duda que ésta es la clásica paloma floja que nunca pone atención en clase. Me sorprendí del avance pedagógico del salón de la escuela de las palomas. A la usanza del método de los mayas, acá también tenían realces en estuco donde estaban impresos los códigos para sumas y restas. Los puntos estaban en la parte superior del pizarrón (ah, el maravilloso invento del cero) y, en grupos de cuatro, estaban representadas las rayitas.
En la escuela de las palomas sólo reciben palomas avanzadas, que ya dominan el vuelo. Las crías no tienen cabida acá. Las maestras sólo imparten el conocimiento de la matemática y, en el grado superior, dictan normas para acercarse al ideario del Espíritu Santo.
Advertí que las estudiantes están perfectamente adiestradas para no cagar el pretil, ni mucho menos el salón. Cuando alguna paloma tiene ganas de cagar pide permiso y sobrevuela el parque. Las más traviesas se divierten cagando los bustos de Benito Juárez o de Pantaleón Domínguez y, las más perversas, buscan la cabeza de algún pelón para, como si fuese blanco de guerra, soltar la andanada de bombas sobre esas pistas de aterrizaje.
Qué pena que las mamás me vean cara de viejo perverso. Me hubiese gustado mucho platicar con la niña que descubrió la escuela de palomas.
Le pregunté a Amanda qué significaba la palabra y me dijo que era una palabra francesa que significa paloma. ¡Entendí! Entendí perfectamente, porque ella seguía con los labios apretados, como si sorbiera un popote. Me acerqué a ella y, muy cerca de su oído, le dije que sí, que me encantaría jugar con su pigeon. Ella entonces hizo lo mismo, acercó su boca a mi oreja, sentí su aliento cálido y dijo: “¿Vamos a casa?”. Busqué con la mirada a una mesera, alcé la mano y, con el símbolo mundial de escribir, pedí la cuenta.
Ella me vio y dijo que sabía más palabras en francés. Yo le dije que me encantaba ese idioma. Sonrió. Dijo: “Bobo, lo que te encantará será mi pigeon”. Salimos, detuvimos un taxi y fuimos a su casa.
Ayer recordé a Amanda y recordé aquella tarde, de hace muchos, muchísimos años, cuando ella me llevó a la azotea de su casa y me mostró la jaula donde tenía la paloma mensajera que, el día de su cumpleaños, le había regalado su abuela. Yo quedé asombrado y lo único que pregunté es si esa pigeon era descendiente de alguna paloma mensajera de la segunda guerra mundial. Puede ser, me dijo Amanda, puede ser, porque mi abuela es descendiente de ingleses. El apellido paterno de su abuela materna era Collingwood.