lunes, 1 de agosto de 2016

EL CARA DE PIEDRA





Un alumno de la universidad, con lentes oscuros que siempre lleva puestos, se acercó, puso su libreta en el escritorio y dijo: “¿Puedo hacerle una pregunta que no tiene nada que ver con la clase?”. La pregunta, asumo, fue porque siempre les digo que en el aula sólo respondo cuestionamientos que tengan que ver con la materia (y eso siempre que sepa la respuesta). Como ya era el último día de clases dije que sí, que aventara la pregunta, a ver si la cachaba. “¿Por qué siempre está usted con su cara de bravo?”, me soltó la pregunta, así como si le quitara la cadena al doberman, guardián de la casa.
Quienes me conocen saben que siempre ando con mi cara de piedra, pero no estoy enojado, ni, mucho menos, bravo (Samy decía que no podía estar bravo porque este término lo usaba para referirse a un doberman, y él era una persona, no un chucho).
¿Por qué a la gente le preocupa mucho la persona que no sonríe? Recuerdo mucho un noticiario donde un reportero (del canal 13) se paró en una esquina de Reforma, en la Ciudad de México, y poniéndole el micrófono en la cara al peatón le preguntaba: ¿Por qué no sonríe? ¿Por qué va serio? Uno de los entrevistados le dijo: “Porque no estoy loco. Mientras camino pienso en mis asuntos y mis asuntos, jovencito, son cosa seria. ¡Quítese! Lo suyo es una pregunta tonta”.
Yo no puedo ser algo más de lo que soy. Entiendo que hay gente que trae la sonrisa por naturaleza. Hay empresas que, a la hora de contratar a algún empleado, solicitan: “con sonrisa natural”; es decir, a las empresas les interesa que sus trabajadores que tengan carisma, para que puedan vender. Claro, se agradece mucho cuando uno se topa (en el restaurante, en la ventanilla de atención al público, en la oficina del palacio municipal) a una persona que nos recibe con una sonrisa. Pero yo, la mera verdad, prefiero un cara de piedra, pero que sea eficiente en su trabajo. Porque (lo juro) me he topado con muchachitas bonitas que me sonríen, pero no resuelven mi problema. Luego las veo como maniquís con sonrisas bobas.
Nací con la cara de piedra. Miro el mundo con seriedad cuando camino, cuando estoy sentado (ahora mismo que escribo esta Arenilla), cuando leo, cuando miro un atardecer, cuando estoy en el parque y miro las parejas paseando al amparo de la tarde. A veces cierro los ojos y siento la caricia del viento (en el bosque, frente al mar, en lo alto de un edificio, a mitad del parque). En ese momento, en que trato de unirme a la naturaleza, mi cara no se mueve. Sé que mi espíritu es el que revolotea y se mece como si estuviera en un columpio. Parece que mi sonrisa es muy íntima y no es para los otros, parece que mi sonrisa natural es para mí, para fortalecer mi espíritu; es como ungüento para mis ríos interiores.
Cuando una compañera de trabajo llega a la oficina y me dice que me contará un chiste ya sé que no reiré, ya sé que sólo ella, cuando se acerque el final del chiste, se botará de la risa. Y esto es así porque ella no tiene la gracia de contar los chistes, pero (¡bendita mujer!) siempre insiste en contarlos. No río, perdón, cuando no encuentro el chiste y muchas cosas con las que me topo a diario no tienen chiste. Río, eso sí, cuando, en la mesa de un restaurante, estoy con Quique y cuenta una anécdota con todos los ingredientes que la anécdota debe tener, la cuenta sin pretensiones, la cuenta como si el aire fuera algo tan sencillo como es el vuelo de una mariposa; sonreí cuando una niña (que participó en el taller de verano “Nubes con papel de china”), el último día del taller se acercó, me abrazó, me dio un papel, y con su dedito sentenció: “Léalo cuando ya me haya ido”. Bendita niña, digo yo, porque a pesar de mi cara de piedra me dio su afecto.
A la gente parece importarle mucho que el otro sonría. Por eso, digo yo, los políticos cuando buscan un puesto de elección van sonriendo por todos lados, se toman fotografías con los niños, con los jóvenes y con los viejos, siempre con una risa que pareciera anuncio de dentífrico. Y los votantes se sienten felices, porque a su lado tienen a una persona sonriendo y ellas mismas sonríen porque, creen, que la gente que sonríe hace mucho bien al mundo. ¡Pobres! Ellos creen que los cara de piedra son eso: piedras, y las piedras son grises, oscuras, inertes. Creen que las piedras sólo sirven para cuando alguien está muy cansado y no le queda más que hacer una pausa y sentarse sobre ellas. Por eso van detrás de los políticos sonrientes. ¡Pobres!
La niña del taller de verano, espontánea, me abrazó y dijo que me extrañará, que nos extrañará; es decir, extrañará llegar al taller que coordinamos Paty, Lucy y yo, porque ella aprendió y se divirtió enormidades. Ella, niña bendita, sonreía y, mientras ella me protegía con sus bracitos, yo me columpiaba feliz, cerraba los ojos y daba gracias a la vida porque, a pesar de tener cara de piedra, ser piedra, ella advirtió los bosques interiores que siempre habitan en el corazón de muchas personas. Es facultad de los niños.
Siempre he pensado que los niños ríen con risas espontáneas y los adultos con sonrisas fingidas. Cuentan el chiste del empleado que siempre ríe cuando su jefe cuenta chistes y éste los cuenta, siempre, como mi compañera de trabajo.
¿Qué podía responderle a mi alumno que, preocupado, me preguntó por qué siempre estoy con mi cara de bravo? ¡Nada! Lo vi (con mi cara de piedra) y dejé que mi silencio le vomitara mi respuesta. Después de dos minutos de silencio pétreo, él tomó su libreta y se fue. Pensando, sin duda, que comprobó su teoría de que tengo la cara de bravo, de doberman enchilado.
Ahora yo preguntaría: ¿Por qué hay niñas de ocho años que aceptan a sus maestros cara de piedra y muchachos de veintidós que, a la fuerza, quieren maestros sonrientes?