sábado, 20 de agosto de 2016

CARTA A MARIANA, DONDE SE CUENTA CÓMO UNO HACE LO QUE PUEDE




Querida Mariana: escribí una Arenilla que titulé “Lo que no fui”. Óscar Bonifaz la leyó y me dijo: “Ahora quiero leer lo que sí fuiste”.
Niña mía, todo mundo ha hecho mil cosas en el transcurso de su vida. El padre Raúl, de niño, fue aprendiz de sastrería.
Si recuerdo algunos oficios que mi papá ejerció me doy cuenta que vamos de uno a otro lado buscando el oficio que, por fin, se acomode a nuestros deseos y a nuestras pasiones.
No todo mundo logra laborar en lo que le gusta. A veces, ni modos, hacemos oficios que no deseamos, pero que la necesidad nos empuja a realizarlos.
Yo, como mero ejercicio literario, escribí esa Arenilla donde dije todo aquello que no fui. Dije que no fui alpinista, que no fui carnicero, que no fui corredor como Usaín Bolt, que no fui bombero, que no fui actor de cine, ni médico, ni millonario como Carlos Slim. No somos muchas cosas, no ejercemos mil oficios que sí ejercen otros. Pero, a la vez, en el transcurso de la vida, sí practicamos oficios eventuales.
¿Vos cuántos oficios has realizado? ¿Sabés cuántos oficios ha realizado tu papá? Todo mundo, a lo largo de su vida, realiza oficios diversos o trabaja en varias dependencias.
Cuando estudiaba arquitectura en la Universidad del Valle, en la Ciudad de México, trabajé como dibujante en el Patronato Nacional de Promotores Voluntarios. Era un trabajo bonito, pero, en ocasiones, agobiante, porque llegaba el jefe y nos decía que urgía una serie de láminas porque el jefe mayor se reuniría al día siguiente con la esposa del presidente de la república. ¡Al día siguiente! Así que en ese momento pedía yo paga para ir a comprar hamburguesas porque tendríamos que trabajar toda la noche. A las seis de la mañana, con ojos como faros de auto chocado, colocábamos todas las gráficas en una camioneta y nuestro jefe inmediato las llevaba a las oficinas centrales. Algunos compañeros se bañaban en la oficina, otros pedían permiso para ir a sus casas y volver a las diez u once. Yo me subía al auto e iba a la universidad, porque tenía clases.
En ese tiempo también trabajé la serigrafía. Sucede que, en una ocasión el Patronato realizó una campaña de salvamento de ballenas en las costas de Baja California. En el departamento donde trabajaba se hizo el diseño que sirvió para carteles y para la impresión de playeras. Una mañana, mi jefe me envió a un taller por el rumbo de Neza para que fuera por unas playeras para ver cómo estaban quedando. Entré a la nave, inmensa, llena de luz por los tragaluces del techo, y busqué al encargado del departamento de serigrafía. Vi entonces cómo hacían el trabajo de estampado. Nunca había visto tal proceso, se me hizo fantástico y sencillo. Cuando volví a la oficina le dije a mi jefe que hiciéramos negocio, le propuse que montáramos un taller de serigrafía, así, todos los trabajos de impresión que requiriera el Patronato podríamos hacerlo nosotros. Él se entusiasmó y yo me dediqué a aprender ese oficio. El día que mi jefe me dijo que hiciéramos el presupuesto yo le notifiqué que regresaría a Chiapas. ¿Y la universidad? ¿Y el trabajo? Ya no seguiría estudiando. ¿El trabajo? Ya buscaría qué hacer en Comitán.
A mi regreso me puse a trabajar con mi papá, quien, en ese tiempo, vendía hojas de triplay. Mi papá fue un comerciante de toda la vida. Aprendió el oficio de niño, cuando mi abuela María lo recomendó con el tío Víctor, que era dueño de una gran tienda de abarrotes, en San Cristóbal.
Pero, hace dos días, recordé que, cuando tenía trece años fui cartero. ¿Cartero? Sí, por un rato caminé las calles de Comitán repartiendo sobres.
El recuerdo llegó junto con un correo que me envió Abigail Ruiz Delgado, ex alumna de la universidad. En el correo venía la fotografía que te anexo, que muestra un sobre que fue enviado en el año de 1970. En el interior del sobre, cuyo remitente era el Colegio Mariano N. Ruiz, iba la calificación del alumno José Antonio Ruiz González, alumno del segundo grado de secundaria. Abi me envió la foto porque halló que la boleta de calificaciones estaba firmada por Augusto Molinari Bermúdez, secretario del colegio. En efecto, Augusto es mi papá y el cargo de secretario fue otro de los oficios que ejerció, con gran orgullo.
Cada mes, el colegio enviaba las calificaciones de los alumnos a través del correo. Una tarde, mientras tomábamos una limonada en el corredor de la casa, mi papá me propuso un trabajo. ¿Por qué no hacía la labor del cartero? Los veinte centavos del sello postal me corresponderían a mí. Si debía entregar más de cien calificaciones eso significaba que me tocarían veinte pesos. ¡Veinte pesos era una cantidad buenísima en ese tiempo! Dije que sí, que le haría de cartero. Así pues, cuando mi papá tuvo listos todos los reportes me entregó el bonche de sobres y me ayudó a organizar las rutas. Según sus cálculos, en tres tardes agotaría el reparto. Y comenzó la aventura.
En aquel año, Comitán era una ciudad sencilla. En las tres ocasiones salí de casa a las tres y media de la tarde y regresé a las seis y media o siete de la noche.
En efecto, en el lapso de tres días cumplí mi misión. Mi papá, satisfecho, igual que yo, me entregó dos billetes de diez pesos. Ya que había fungido como mi jefe en esa labor preguntó si todo se había hecho como él lo había indicado. Dije que sí. La recomendación más importante era que yo estuviera seguro de que el papá o la mamá recibieran el sobre. Si tocaba y tocaba y nadie abría no podía meter el sobre por debajo de la puerta. Prohibidísimo que yo entregara la calificación a un alumno. No debía dejarme sobornar por uno de ellos o por algún amigo.
Debo decir que los alumnos del colegio estaban acostumbrados a que los reportes los repartía el cartero, así que cuando un alumno tenía calificaciones reprobatorias estaba pendiente de la llegada del cartero para hacer perdidizo el sobre.
En mi reparto inicial no tuve ningún problema. Tocaba en la puerta, el señor o la señora abría, daba las buenas tardes y luego entregaba el sobre, aclarando que eran las calificaciones de su hijo o de su hija. Con permiso. Adiós, que te vaya bien. Quienes sabían quién era yo enviaban saludos a mi papá.
Pero, al segundo mes, alguien se enteró que yo era quien estaba haciendo la labor de reparto y ese alguien era alumno de cincos, así que, a la hora del receso, me llamó. Creo que ya te conté que nosotros (estudiantes de secundaria del Colegio Mariano N. Ruiz, en los años setenta) fuimos privilegiados porque nuestro recreo lo teníamos en el parque de San Sebastián. A la hora del toque todos salíamos del edificio, cruzábamos la calle e íbamos a sentarnos a las bancas del parque. Antes ya habíamos pasado con Cirito a comprar las gorditas que preparaba y que eran riquísimas.
El alumno de cincos me llevó al kiosco y me preguntó que si yo iba a entregar las calificaciones ese mes. Dije que sí. ¿Me lo podés entregar a mí? Dije que no, que lo tenía prohibido. Yo debía entregarle la calificación a su papá o a su mamá. Comenzó con una labor de convencimiento que al principio fue amistosa y, poco a poco, se fue haciendo violenta, hasta pasar del ofrecimiento de una moneda de un peso hasta la amenaza de que si no le entregaba la calificación a él me iba a cargar la chingada. Yo vi cómo cerraba su puño y lo llevaba frente a mi cara.
Sí, mi niña. Ahí acabó mi trabajo de cartero. Llegué a la casa y le conté a mi papá lo que podía ocurrirme. Él, que me amaba como a la niña de sus ojos, dijo que ya había advertido eso, pero que en la vida debía probarse todo, así que la experiencia ya había hecho su efecto.
Debo confesar que me gustó esa chamba eventual. Me sentía importante cuando alguien abría la puerta y yo entregaba el sobre con calificaciones. Lo que me había ocurrido con el alumno de cincos era una prueba más de la importancia del oficio. Yo entregaba algo valioso.
Años más tarde, ya en 1974, en la Ciudad de México, esperé con ansias un sobre que remitiría la Universidad Nacional Autónoma de México. Un amigo me había advertido: si es un sobre grande ya te fregaste, porque te están regresando tus documentos de prepa; pero si es un sobre pequeño pegá de brincos porque es la carta de aceptación como estudiante universitario. Esperé con ansias. Una mañana oí el silbato del cartero, salí a ver y el cartero me entregó la correspondencia, junto a ella venía un sobre pequeño dirigido a mí. ¡Pegué de brincos! Abrí el sobre y hallé la carta que decía que había sido aceptado como alumno de la Facultad de Ingeniería. La carta refería el honor que se me confería y me impulsaba a dar lo mejor de mí para lograr un buen desempeño.

Posdata: A veces la vida nos lleva por caminos insospechados. He ejercido varios oficios y practicado muchas actividades. He sido catedrático, jugador de billar, bebedor de tequila, comedor de panes compuestos, jugador de béisbol, dibujante, editor, pintor de cajitas de madera, escritor de novelas breves, periodista, fotógrafo, guionista de radio y pepenador de Arenillas.
¿Y vos? ¿Qué has sido? ¿Qué serás?
(No lo digás, pero también he sido, soy y seré, hilo para tu papalote y para tus sueños.)