lunes, 22 de agosto de 2016

UN RAMO DE CLAVELES




A veces quisiera decirle a mi papá que no vamos a verlo con la frecuencia que quisiéramos. Porque quisiéramos hacerlo con más regularidad. Pero, el panteón de Comitán es inseguro. Hay personas que cuentan haber sido atracadas en el interior. Un día, mi mamá y yo fuimos a la tumba de mi papá y encontramos a una pareja, un señor y su esposa, que nos alertó acerca de la inseguridad de ese recinto. Vi que el señor llevaba un garrote que lo usaba como cayado, pero que, dado el caso, le serviría como defensa. Pensé que si, en efecto, el hombre era atacado por dos jóvenes delincuentes, de nada le serviría ese garrote. Lo más seguro es que los delincuentes le arrebataran el garrote y lo usaran para hacerlo astillas contra la espalda del anciano.
Quisiera decirle a mi papá que coincido con Sabines cuando dice: “Qué costumbre tan salvaje, ésta de enterrar a los muertos”. Pero, no sé qué hubiéramos hecho con su cuerpo cuando murió ¿Incinerarlo cuerpo para guardar las cenizas en una urna? ¿Llevar sus cenizas a lo más alto del más alto cerro de San Cristóbal de Las Casas y esparcirlas? O ¿mejor soltar sus cenizas, como si fuesen gaviotas negras, en el cielo de Comitán, lugar que eligió vivir para que yo naciera?
Me gustaría que hubiese una empresa que ofreciera sus servicios para acompañar a los hombres y mujeres que van al panteón de Comitán; una compañía que asegurara la tranquilidad de los familiares de los muertos. Y lo pienso así, porque nadie atiende el problema de la inseguridad. A veces, muy de vez en cuando, veo a un policía (¡uno!) en alguna esquina de ese extenso campo santo. ¿Cómo un solo policía puede garantizar la seguridad de los visitantes? ¡Es imposible! Además, tío César dice que, en estos tiempos, los policías están de acuerdo con los delincuentes.
Por esto, quisiera decirle a mi papá que no vamos a ver su tumba con la frecuencia que deseáramos y con la urgencia que nos demanda el cariño.
Pero, en compensación, podría decirle que todos los días, en muchos instantes, nuestro corazón voltea a ver su esquina y lo recuerda, con la intensidad con que compartimos tantos momentos. Con la misma alegría con que íbamos a San Cristóbal (su pueblo natal) y pasábamos a desayunar en un restaurante de Teopisca, después de hacer un desvío en Amatenango, para ir al templo y buscar al padre Juan para saludarlo. Con la misma certeza con que él me abrazaba y me llevaba al cine Comitán y yo me quedaba dormido en sus brazos a la hora en que Pedro Infante comenzaba a cantar aquella de “Amorcito corazón, yo tengo tentación…”
Pero su recuerdo como árbol infinito no alcanza a remediar el desasosiego de la maleza en su tumba. Porque, cuando nos armamos de valor y vamos al panteón, hallamos su tumba llena de basura y de hierba. Porque (también me cuentan que es costumbre) a veces hallamos cruces olvidadas sobre su tumba, cruces de madera o de granito que pertenecieron a otras tumbas. ¿Por qué quitan esas cruces y las tiran en otros espacios? No lo sé.
A veces quisiera decirle a mi papá que me gustaría colocar un ramo de claveles en su tumba, porque el clavel fue una de las flores más cercanas a su corazón. ¿Por qué le gustaban tanto los claveles? ¿Por los colores matizados que tienen algunos? ¿Por su aroma? ¿Alguna historia con pétalos bordeaba su vida de joven? No lo sé. Lo único que recuerdo es que en el jardín de la casa él sembraba claveles en los arriates. Como los claveles se doblaban ya que la flor vencía al tallo delgadísimo, él mandó a hacer unos aros de alambre con cuatro patas que permitían que los claveles permanecieran siempre erguidos, siempre viendo hacia el cielo.
Así, viendo al cielo pusieron su cuerpo adentro del ataúd, pero luego, ¡qué bobera!, lo cubrieron con la tapa de la caja y él, ¡Dios mío, qué crueldad!, se quedó viendo la oscuridad de su recinto. Ya no más la vista al cielo, ya no más el sol regando el jardín.
Tal vez por esto la urgencia de ir a su tumba y regar con claveles su recuerdo.
Pero, no lo hacemos con la regularidad que deseáramos, y no lo hacemos porque el panteón de Comitán en un lugar inseguro para los vivos. ¡Qué pena!