lunes, 8 de agosto de 2016
LOS AMBULANTES SEMI FIJOS
Me confundo cuando alguien dice: vendedores ambulantes. En Comitán, a los ambulantes los veo casi semifijos. Decir vendedores ambulantes en este pueblo es como decir nómadas a los sedentarios. ¡Qué confusión!
Los “ambulantes” llegan cada mañana y hacen uso de “su” espacio. Hay decenas de ejemplos, desde la señora, a quien le escurre el sudor en su cara, que es casi dueña de una esquina del parque central donde vende chicharrines; hasta el limosnero, viejo que se ayuda con un bordón porque tiene una herida en el pie que apenas disimula con una venda sucia, y al que uno de sus hijos lleva todas las mañanas y lo bota como si fuera un bulto de maíz o de frijol con gorgojo.
¡Ay, pobre de aquel que osara hacer la competencia en ese espacio de su propiedad!
No son ambulantes, se adueñan de espacios. ¿Cómo le hacen? No lo sé. Un día aparecen ahí y es casi para siempre. El otro día platiqué con una señora que vende elotes asados en una esquina y me dijo que su mamá había vendido elotes en ese mismo espacio, muy orgullosa me dijo: “Yo sigo la tradición”; es decir, ¡heredó la esquina elotera!
Cuando uno habla o escribe de vendedores ambulantes siempre sale alguien con la cantaleta de: “Todo mundo necesita trabajar para ganar el pan”. Es cierto, yo trabajo por lo mismo. Claro, no gano lo que gana el viejo limosnero de la esquina de Bancomer. Esto último tiene que ver con la misma cantaleta de que en este país los salarios profesionales son raquíticos (salvo los de los diputados y los de la casta sublime). Pero, más tarda alguien en salir en defensa de los, llamémosles semifijos, propietarios de esos espacios públicos, cuando alguien de la iniciativa privada también da argumentos válidos a favor de una competencia leal. Porque, todo mundo lo sabe, los semifijos, propietarios contumaces de espacios públicos, no pagan impuestos, no pagan luz, no pagan agua y no pagan renta. Los comerciantes fijos también trabajan para ganar el pan, y estos ven mermados sus ingresos porque sí pagan luz, agua, renta e impuestos.
En Comitán ha habido excesos. Una tarde, en una calle lateral a la central de abasto, llegó un grupo de “ambulantes” y, sobre la banqueta, construyó improvisados locales con madera y lámina de zinc y se instaló en lo que los compradores llamaron “El mercadito ambulante”. ¿Cuál ambulante, por el amor de Dios? Ya no eran eso, ni semi, sino retefijos. Los peatones debían caminar sobre la calle, porque la banqueta era espacio privilegiado para ellos. Hubo necesidad de que una noche la autoridad llegara con bulldozers y recuperara el espacio público por excelencia: la banqueta.
Cuando la autoridad no cumple con su obligación los “ambulantes” se adueñan de banquetas, plazas y, en ocasiones, ¡qué absurdo!, calles completas.
¿Qué hacer ante el problema de los ambulantes semi fijos retefijos? No sé. Pero, supongo, hay expertos urbanistas que, en el mundo, han hallado soluciones a este problema que crece como ronchas en piel expuesta al sol del verano.
El problema en Comitán cada vez es más severo. Es comprensible, pero no se justifica. En un país que no estimula la producción todo mundo busca dedicarse al comercio improvisado. En Chiapas, uno de los estados con menor índice de desarrollo educativo, las personas carecen de conocimientos y de voluntad para ser emprendedores. De ahí que las calles se llenan de gente que ofrece discos piratas; ropa y calzado chinos, que se deshacen a pocas semanas; frutas y vegetales fertilizados con químicos dañiños; tacos de carne asada en plena calle, con la consiguiente contaminación ambiental; y algunos que disfrazan los changarros porque quién sabe qué venden, unos dicen que no venden sólo polvojuan sino polvo del que usa Juan.
¿Qué hacer? No sé. Cuando era niño me sorprendí en un viaje que realicé con mi mamá a la Ciudad de México. Mi abuela Esperanza me levantó una mañana y me dijo que iríamos al mercado sobre ruedas. ¿Qué? Me paré de inmediato. Imaginé que iríamos en patines o en algún chunche con rueditas. ¡No, no! Así se llamaba el mercado. Cada semana un grupo de vendedores llegaba a un lugar determinado y ofrecía una variedad de productos. Productos que se encontraban en cualquier mercado. A mí me sorprendió esa imagen. Recordé el libro de historia de primaria que traía una imagen del mercado de Tlatelolco, en la época prehispánica. Me maravillé ante la cantidad de sabores, olores y colores de ese mercado improvisado. Al día siguiente pasamos por la misma calle y el mercado había desaparecido. Todo estaba limpio, impoluto. Mi abuelita me explicó que los vendedores estaban en otra parte de la ciudad. Regresarían a Tacubaya el miércoles siguiente, como todos los miércoles del año. Era un mercado ambulante.
Por fortuna, siempre he tenido un trabajo fijo. El Colegio Mariano ha sido mi casa desde 1981 (¡treinta y cinco años!). Pero también fui ambulante cuando radiqué en Puebla. Ambulante, no semi fijo ni retefijo. En la Plaza Los Sapos, todos los domingos montan un bazar de antigüedades y objetos de arte. La líder me permitió ofrecer y vender mis cajitas. Fue una verdadera experiencia. Desde las ocho de la mañana, mi Paty y yo montábamos el changarrito que no abarcaba más de un metro cuadrado y ahí estábamos hasta las cinco o seis de la tarde. Muchos turistas, nacionales y extranjeros, caminan por ese espacio todos los fines de semana. Es un verdadero mercado ambulante de chunches. Ahí vendí muchas cajitas (a turistas extranjeros sobre todo, por eso digo que mi obra no está expuesta en museos, pero sí en muchas residencias de Francia, Estados Unidos, Canadá, Japón y muchos países más, porque mis compradores me decían, con emoción, que hasta allá llevarían mi obra. Una japonesa que radicaba en USA me contó que en Japón la tortuga es considerada un animal simbólico. Al final me sugirió -casi me recomendó- que fuera a Estados Unidos, allá, dijo, mi obra sería un éxito). En ocasiones caminé por el andador de Los Sapos los días lunes y hallé un espacio limpio, agradable, armonioso.
Es decir, existen opciones para dar espacios a los ambulantes sin que se conviertan en semifijos, retefijos; sin que ellos comiencen a creerse dueños de los espacios públicos, que, como su nombre lo indica, son espacios sin propietario para que los ciudadanos podamos convivir. Creo que la palabra convivencia es la que no se ha comprendido en su totalidad. No podemos convivir de manera decente cuando el automovilista ignorante se estaciona en la entrada de mi cochera y hace caso omiso del letrero que indica que ahí es la entrada de un auto; no podemos convivir cuando la maceta que me obsequió la vecina y en la que mi mamá sembró una planta es usada como basurero por el inútil que ahí bota el vaso de unicel. No podemos convivir de manera decente en Comitán cuando los ambulantes se convierten en sedentarios y se creen dueños de lo que, por esencia, es de la colectividad.
¿Qué se puede hacer? Es posible hacer muchas acciones que dignifiquen la convivencia, pero falta que las autoridades y los expertos diseñen mejores lugares para vivir en armonía.
¿Cuándo?