jueves, 10 de agosto de 2017

CARTA A MARIANA, CON BARANDAL DE MADERA




Querida Mariana: Las tiendas de mi infancia tenían un barandal de madera. A mí me encantaba ir a las tienditas. Me fascinaba ver los estantes de madera, apolillados, llenos de mercancía. Recuerdo rollos de lazo, gaseositas (paradas como si fueran figuras del stand del tiro al blanco en la fiesta de Santo Domingo), ollas de barro, servilletas bordadas, frascos de cristal llenos de canicas (marmoleras y lecheras) y mil objetos más.
Me acodaba en el barandal y miraba todo lo que ahí había. Cuando iba con Sara (la sirvienta), ella no me dejaba que me recargara sobre el barandal. Tenía y no tenía razón. En apariencia el barandal se veía muy frágil, pero, en realidad, era muy resistente.
Sé que el barandal tenía un nombre. No recuerdo el nombre. Era, por supuesto, un nombre genérico.
Cuando iba a la tienda de doña Pila, tocaba la puerta de madera y decía: “Buenos días, doña Pila”. Esperaba. Tocaba de nuevo y volvía a gritar: “Doña Pila”. Le quitaba el saludo, porque ya había saludado y sabía que a doña Pila no le importaba el saludo ni lo demás, porque era medio sorda. Siempre estaba adentro de su casa, en el patio, regando las begonias y los helechos.
Me gustaba ir a la tienda de doña Pila, porque quien, a veces, salía a abrir era su nieta: La nena. La nena era una niña de mi edad, más o menos, siempre tenía un vestido lleno de manchas. Yo imaginaba que era muy atrabancada y se le caía el chorizo con huevo a la hora del desayuno y el café en la cena. Pero, a la nena ya le estaban creciendo los pechitos. Siempre que quitaba el barandalito, ella alzaba los brazos y yo veía, a través de su playera, manchada con mango y con mole, los limoncitos que comenzaban a crecer en el valle de su pecho. Ya Artemio me había dicho que le crecerían como a la Matilde, quien, cuando la veíamos bañarse, a través de un hueco que Artemio había abierto en medio de las tablas, mirábamos cómo se enjabonaba los pechos. Artemio, en voz baja, siempre decía: “Qué rica” y se relamía como gato goloso. Artemio juraba que la hija de la Matilde llegaría a tener las mismas tetas que su mamá y repetía: “Ricas”. Sí, yo le creía a Artemio, cuando la nena quitaba la reja de madera de la tienda de doña Pila yo veía sus limitas y me emocionaba y más me emocionaba cuando miraba que la nena sonreía, porque estaba segura que yo le veía esos volcancitos que estaban a punto de abrirse como una flor hermosa.
Yo pensaba que los pechitos de la nena eran como el barandal. Sara me prohibía que yo me acodara en el barandal, porque, decía, ¿no mirás que se puede quebrar? Estoy seguro que si Sara me cachara viendo los pechitos de la nena me prohibiría que yo extendiera la mano para tocarlos, porque parecían tan frágiles, como un durazno que, sin haber madurado lo suficiente, se cayera en el primer ventarrón. Pero yo sabía que el barandalito era resistente y sabía que los pechitos de la nena también eran duritos, porque ya había visto las mamas de su mamá y ellas eran bellas, duras, hermosas. A veces, Artemio me jalaba y, en voz baja, me decía que mirara, que mirara qué hacía la Matilde y yo ponía mis manos en las maderas y acercaba mi ojo en el hueco. Y miraba que la Matilde, a la hora de mojar sus tetas para quitarse el jabón, ponía sus manos debajo de ellas y las hacía hacia arriba, como si fueran balones. Sus pechos brincaban como cervatillos felices. Subía sus manos una y otra vez y sus pechos brincaban alegres. Y Artemio me hacía a un lado y él pegaba el ojo al hueco y, en voz baja, decía: “Qué ricas” y se emocionaba y yo me emocionaba. A veces, cuando estábamos sentados en la banqueta, leyendo revistas de Memín Pingüín, le decía a Artemio que las tetas de la Matilde eran bellas. Yo sabía que esto era como el botón que accionaba su lujuria, Artemio dejaba la revista sobre la banqueta, entrecerraba los ojos (estoy seguro que imaginaba los pechos de la mamá de la nena) y decía: “Sí, las tiene ricas”, y yo también entrecerraba los ojos. Me gustaba oír cómo decía las palabras, cómo le daba una entonación que las hacía sonar diferentes, como si a esas palabras les adosara un badajo y sonaran como campanas que despertaban nuestros deseos.
Pero, ahora debo confesar, que más que las mamas de la Matilde, me encantaba ver los renuevos de la nena. Yo los imaginaba como florecitas que estaban a punto de abrirse. E imaginaba que sus pechitos serían tan bellos y duros como los de su mamá y pedía a todos los santos que me permitieran verla desnuda, completa, porque ella, como todas las mujeres, también conservaba otro gran misterio. Misterio que nunca descubrimos al ver a Matilde, porque ella (andá a saber porqué, mi niña), siempre se bañaba con pantaleta. Cuando enjabonaba su misterio, metía la mano adentro de su calzón y cuando se quitaba el jabón se ponía debajo del chorro y, con ambas manos, retiraba la tela para que el chorro le cayera sobre el misterio. Artemio decía: “Mirá, mirá, ya le está dando de beber a su pescadito”.
Mientras yo gritaba: “Doña Pila”, pedía que quien llegara a abrir fuera la nena. Era feliz, tan feliz como a la hora que ella quitaba el barandal y yo me ponía frente al mostrador de madera (también apolillado) y comenzaba a elegir los dulces que compraría entre las mocas, los turuletes, el maíz de guineo, los chimbos, los higos, las tabletas de manía, los laurelitos y las obleas. Las obleas eran mis favoritas. Me encantaba abrirlas y meter mi lengua por en medio del turrón. Artemio hacía lo mismo y decía que así era el pescadito de la Matilde, que igual era el pescadito de la nena y yo entrecerraba los ojos y recordaba los pechitos de ella, traviesos ratoncitos que miraban mi contentura de gatito inocente.

Posdata: Ahora, vos lo sabés, las tiendas ya tienen rejas. La tienda de doña Pila ya no existe. La nena huyó, cuando tenía catorce años. Vino un ranchero y la enamoró y se la llevó al rancho. Nunca volví a verla. Sólo el ranchero descubrió el misterio completo.