sábado, 19 de agosto de 2017

CARTA A MARIANA, CON REBOTE DE BALÓN




Querida Mariana: La otra tarde entré al gimnasio Roberto Bonifaz. Tenía años que no lo hacía (nunca fui muy aficionado al básquetbol). En realidad iba al mercado primero de mayo, a comprar ciruela pasa (encontré pero con semilla). Pero al bajar por la oficina del templo de Santo Domingo escuché el rebote del balón. Eran las cuatro de la tarde. Están entrenando, pensé. Subí por la rampa y entré. En efecto, un grupo de muchachos entrenaba. Subí por la tribuna izquierda y me senté, me senté como lo hacía cuando estudiaba la prepa y en ese mismo espacio estaba la cancha Pantaleón Domínguez (doña Lolita Albores se enojó cuando el gimnasio se llamó Rosario Castellanos, dijo -tenía razón- que el gimnasio debía llevar el nombre de un deportista. La autoridad le hizo caso y se llamó Roberto Bonifaz, pero doña Lolita nunca pensó que antes la cancha se había llamado Pantaleón Domínguez, porque si lo hubiese hecho se habría preguntado: “¿Qué relación tiene un general que llevó soldados al sitio de Puebla con el deporte ráfaga?”). Me senté y miré a los jóvenes que ensayaban. El rebote del balón resonaba en la duela recién cambiada.
Pensé en que la cancha no ha perdido su vocación. Desde que yo recuerdo, este espacio ha servido para práctica del básquetbol. Me gustan los espacios que no extravían su vocación. El otro día subí al billar que antes era la gayola del Cine Comitán y pensé que ahí estaba un caso de pérdida de vocación. El ruido de las bolas del pul al chocar era muy diferentes al ruido de tren que hacía el proyector en tardes de cine. Los gritos de los billaristas también eran muy diferentes al de los niños que se escuchaba cuando el Santo subía al ring para luchar contra el médico asesino.
Estaba sentado en la tribuna izquierda, miraba a los jóvenes que rebotaban el balón, levantaban los brazos, apuntaban y, con ambas manos, enviaban el balón hacia la canasta. Me emocioné al ver que un muchacho ¡encestaba! A él no le podían gritar, como sí lo hacían los aficionados de los años setenta cuando alguien fallaba el enceste: “Andá a comprar un peso de puntería en la tienda de doña Mariana”.
Otro caso de pérdida de vocación fue el de la casa donde estuvo el prostíbulo de tía Lola (que en un tiempo se llamó “Crazy Horse”. Quién sabe quién sugirió ese nombre, sin duda algún acomplejado que soñaba con París.) El otro día vi que esa casa ahora es un centro de alcohólicos anónimos. Sin duda, querida mía, que el cambio ha sido bueno: en lugar de que las personas salgan zurumbos de borrachos (como sucedía cuando era lupanar), ahora salen motivados para no beber por veinticuatro horas. Pero, la casa perdió su vocación.
Estaba en la tribuna izquierda y miré las fotos de grandes figuras del básquetbol comiteco. Están ahí desde el día que se reinauguró el gimnasio. La autoridad actual le echó una manita de gato al recinto y lo dejó en condiciones muy dignas. Las fotografías de esas figuras deportivas son un homenaje a su trayectoria. Son fotos recientes. Los vi desde la tribuna de enfrente. Pensé que ellos no estuvieron acostumbrados a ver desde las tribunas, como sí lo estuve yo. Ellos, siempre, estuvieron en la duela, que fue como su campo de batalla. Y gracias a su talento lograron entrar a esta galería de honor. Los vi y supe que la vida, también, muchas veces, cambia vocaciones. Los deportistas tienen una vida corta a diferencia, por ejemplo, de los escritores. Los escritores comienzan a escribir libros a edad temprana y siguen con su vocación hasta que la muerte ya los jala y los levanta del escritorio. No sucede lo mismo con los deportistas.
Sé que los deportistas de las fotografías aún practican su deporte, pero, cuando menos, por el momento estuvieron sobre las tribunas, viendo desde lejos la cancha. Algo habla de un cambio de vocación. Porque si algo hay que reconocer en los pueblos de provincia es que es muy difícil dedicarse en el plano profesional como sí sucede, por ejemplo, en la Ciudad de México. Un seleccionado a nivel nacional dedica su vida en forma permanente al básquetbol. Tiene apoyos económicos para hacerlo así. ¿En Comitán? ¡Ay, Dios padre! Acá, medio mundo diversifica su vocación y, puede decirse, juega por amor al deporte, a la camiseta.
Cuando pensé esto, miré con atención los pendones que alcanzó a captar mi cámara: Roberto Vidal (en realidad es integrante de las Águilas de Chiapas, el grupo de marimba que toca de manera magistral); Julio Sánchez (¡Ah!, el famoso “Chenco”, porque es zurdo. Maravilloso jugador que vi colocarse en una esquina de la duela e impulsar el balón con su brazo izquierdo y encestar con tal tino que los aficionados se paraban en las tribunas y aplaudían, mientras alguien a mi lado decía: “Limpia”; es decir, que el balón no había tocado el aro ni, ya en el exceso de la admiración, la red. Él es comerciante); Horacio Nucamendi (el famoso maestro Lacho, lo veo enredado en comités de feria y como funcionario del ayuntamiento actual); Jorge Culebro Ceballos (es maestro de educación física y labora en una reconocida universidad de esta ciudad); Lourdes Guillén de León (mi querida amiga, compañera de la secundaria. Vende quesos riquísimos que elabora en su rancho, cercano a la línea fronteriza con Guatemala); y el último pendón tiene escrito el nombre de Roberto Bonifaz Caballero, quien fue el maestro de Educación Física de la Escuela Secundaria y Preparatoria de Comitán. Fue, además, presidente municipal, en tiempos en que Jorge de La Vega Domínguez fue gobernador del estado de Chiapas. El maestro Roberto y don Jorge fueron compas basquetbolistas, jugaron decenas de partidos en la vieja cancha Pantaleón Domínguez.
Digo lo anterior, querida mía, porque una vez llegó a Comitán el famoso basquetbolista Arturo Guerrero. El tío Olinto jaló a su hijo hasta donde, en medio de un círculo de personas, estaba Arturo. Tío Olinto fue empujando y pidiendo permiso hasta que estuvo al lado del jugador, seleccionado de México, y obligó a su hijo que le diera la mano y dijo: “Él sí es basquetbolista. No hace otra cosa. Sólo juega”. Arturo sonrió, le dio la mano al hijo de tío Olinto y luego firmó la libreta de un muchacho preparatoriano que le metía la pluma casi en la boca, pidiéndole su autógrafo: “Para Miguel, para Miguel”, decía el estudiante.
Sí, así es. Arturo sólo jugaba, nada más hacía. Jugaba básquetbol, se preparaba a diario, para ser uno de los grandes jugadores mexicanos de este deporte. Los basquetbolistas de acá tienen que dedicarse a hacer otras cosas. El deporte es su pasión, pero no pueden entregarse al basquetbol de tiempo completo. Si lo hicieran ¿cómo podrían mantener a sus familias?
Digo que no fui muy aficionado al básquetbol, pero estuve en un equipo algún tiempo. No recuerdo el nombre de mi equipo, pero jugaba en la cancha Pantaleón Domínguez. Lo recordé la tarde que me senté en la tribuna izquierda; recordé que, algunas tardes, no fui espectador, sino que corrí de un lado a otro de la plancha de cemento (en ese tiempo no soñábamos con la duela que hoy ostenta el gimnasio). Recuerdo que una tarde, Ramiro Suárez y yo bajamos al billar de Rayón, pero no jugamos, nos sentamos en una mesa que estaba en un apartado y pedimos una botella de tequila blanco (una pachita) y un plato de butifarras. Entre plática y plática nos bajamos la botellita. Estábamos en la última copa cuando Ramiro se pegó en la frente y dijo: “¡Chin! Tenemos juego”. Subimos corriendo a nuestras casas, sacamos nuestras maletas de deporte y llegamos a la cancha. Ya nuestros compañeros estaban molestos por nuestra tardanza, el partido estaba a punto de iniciar. Ya eran las seis y media de la tarde. Las luces ya las habían prendido. El sistema de iluminación era una serie de focos colgados de alambres que iban de un extremo a otro, en las laterales de la cancha. Como ya habíamos carrereado bastante el efecto del tequila ya había pasado, así que jugamos con enjundia. Esa tarde logré encestar dos o tres veces. Desde el esquinero del famoso Chenco apunté, elevé los brazos y mandé la pelota hacia la canasta y el balón entró sin tocar el aro. Escuché “¡Limpia!”, y me sentí chento.
Al término del partido llegó Miguel y me dijo: “Te llama el maestro Roberto”. ¡Qué! ¿Roberto Bonifaz? “Ya nos llevó la chingada”, dijo Ramiro. Dijo que el maestro había detectado que estábamos bolos, nos expulsarían. Ramiro sacó un cigarro, lo deshizo en la palma de su mano y me dio a comer todo el tabaco: “Para que se te vaya la peste del trago”. Yo me eché el tabaco a la boca y, como si fuese beisbolista, atravesé la cancha y fui a la caseta de madera donde estaba el maestro. El maestro Roberto me vio, me tendió la mano y dijo: “Nunca te había visto jugar, eres buen encestador”. Yo le di la mano y dije: Gracias, gracias, maestro.
Regresé con los compas que celebraban nuestro triunfo. Cuando caminé por la cancha me sentí como Arturo Guerrero.

Posdata: Desde la tribuna izquierda, miré a quienes entrenaban. Pensé en que sería bueno que hubiera jugadores dedicados al ciento por ciento a la pasión deportiva, para que no perdieran la vocación original, pero para ello sería necesario que el gobierno becara a esos muchachos y eso es muy difícil que ocurra en Chiapas, porque los recursos los dedican a las canastas personales. ¡Qué pena!