viernes, 11 de agosto de 2017

DEFINICIÓN DE VINCENT




Y resulta que don Joaquín era un admirador de la obra de Vincent Van Gogh. Nunca le alcanzó su cochinito para viajar a Amsterdam y conocer la pinacoteca donde están expuestos muchos cuadros del genio pintor. Pero sí le alcanzó para que su sobrino Abraham le comprara en la Ciudad de México (en un bazar) reproducciones de los cuadros de Van Gogh. Estas reproducciones las colgó en las paredes de su casa. Y era tal su pasión por el pintor que no se conformó con una reproducción de cada cuadro, sino que le pidió a Abraham que le comprara dos, cuatro, seis y hasta doce cuadros con la misma imagen. Así, el cuadro “La noche estrellada” estuvo colgado en la recámara, en la sala, en la cocina, en el comedor, en el baño (al lado del cuadro “El doctor Paul Gachet”), en el corredor y en la cochera. Lo del baño era muy simpático (a mí me tocó verlo una vez que fui a casa de don Joaquín). Uno se sentaba en la taza y tenía enfrente los dos cuadros, el de “La noche estrellada” daba una sensación de tranquilidad y ayudaba a hacer lo que uno tenía que hacer, pero lo de “El doctor Paul Gachet” era una imagen un poco gacha, porque (los lectores recordarán el cuadro) el personaje del cuadro apoya su cara sobre su mano y su mirada es triste. El tío (creo que por pura casualidad) colocó el cuadro de tal manera que quien estaba sentado en la taza se sentía observado por el doctor Gachet. El doctor parece curiosear qué hace uno ahí y, al estilo de Armando Jiménez -el del gallito inglés-, preguntar: “Si pujas y pujas y no puedes defecar, ¿por qué no te levantas y vas a trabajar?”.
Don Joaquín brincó, como chivo feliz en el pasillo del hospital, cuando su esposa (doña Pirina) le enseñó el ultrasonido que mostraba que su primer hijo era varón, ¡varón! En casa nadie dudó, el nombre de ese pichito sería Vincent y ¡así fue! Vincent se llamó y, con el tiempo, cuando don Joaquín inscribió a su criatura en el primer grado de preescolar, la directora, en voz alta, leyó el documento de inscripción y al hacerlo dijo: “Niño Vicente López Arrazola”. No, no, dijo el papá, mi hijo se llama Vincent, no Vicente. “Ah -dijo la directora-, es común, las secretarias del registro civil se equivocan al apuntar a los niños”. No, no, insistió, el papá, no se equivocaron, mi hijo se llama así, Vincent. “Ah, dijo, la directora, entonces usted fue el que se equivocó”. Don Joaquín entendió que de nada servía agregar que se llamaba Vincent como Van Gogh, porque, sin duda, la señora directora no sabía quién era el tal Van Gogh; así como medio pueblo lo ignoraba, porque todos los del barrio y los familiares le decían Vicentito al niño o Tito, de cariño. Nadie lo llamaba por su nombre verdadero. Don Joaquín comprendió que ese nombre le significaría problemas al hijo, supo que medio mundo lo llamaría Vicente y él no quería eso para su hijo. Entendió que había un universo de diferencia entre decir Vicente o Vincent. Cualquiera podría decir: ¡Ah!, se llama Vicente, como Vicente Guerrero. O: ¡Ah!, se llama Vicente, como Vicente Fox. Y esto era colocar a su hijo en un lugar poco prestigioso.
Por ello, un día acudió al registro civil e inició un juicio para cambiarle de nombre a su hijo. Después de mil vueltas (se conoce el laberinto de los organismos públicos del país), logró que su Vincent se llamara Pablo. Tuvo la esperanza de que algún día alguien dijera: ¡Ah!, como Pablo Picasso. Los Pablos del mundo no están tan devaluados como el Vicente. Sólo de pensar que a su hijo, en lugar de compararlo con Van Gogh, lo compararan con Vicente Fernández le causaba urticaria a don Joaquín.
Cuando alguien le preguntaba por qué había bautizado con el nombre de Pablo a su hijo, don Joaquín decía: “Porque se llamaba Vincent”, y entonces, los compas sí pronunciaban de manera correcta el nombre: “¿Vincent? Pucha, qué nombre tan jodido” y agregaban: “Seguro que la del registro se equivocó y en lugar de escribir Vincent escribió Vicente”, y abundaban en la ineficiencia del servicio del registro en México.