miércoles, 9 de agosto de 2017

¿CÓMO TE GUSTA?




“¿Te gusta despacito?”, preguntó la chica. Yo pasaba por ahí, ella y su amigo estaban sentados en una banca, cerca del kiosco del parque central. Por lo regular soy una persona alejada de argüendes, pero cedo a la tentación cuando algo me mueve el morbo natural que acompaña a todos los seres humanos.
Me senté en la banca de al lado y traté de escuchar qué respondía el muchacho que tenía un tatuaje en el brazo y tenía un pie sobre el asiento de la banca.
Mis lectores ya encontraron cuál fue la respuesta de él. Fue ¡sí!, le gustaba despacito. En ese momento caí en la cuenta que la pregunta de la chica había sido de lo más ingenua, de lo más sencilla. Ella, ¡por supuesto!, se refería a la canción que está de moda: ¡Despacito!
Sí, confieso que pensé que la pregunta se refería a otra cosa y no a la canción. La muchacha bonita lo había preguntado con un tono sensual que me impulsó a otro territorio, casi casi la vi entrecerrar los ojos, parar la boquita y hacer la pregunta de manera pausada: ¿Te gusta des – pa – ci – to? Casi la vi reafirmar con la mano derecha la última palabra y darle énfasis a la pregunta al pasar su mano izquierda sobre su muslo.
Pero ¡no! La pregunta era sencilla, casi inocente. Su amigo, con una gran sonrisa, respondió de inmediato que sí y comenzó a tararear la canción, como para ratificar su respuesta.
Poncho, el otro día, sorprendido, pero con cara de botana, preguntó por qué tanta alharaca si la canción era viejísima y la tarareó: “Despacito, muy despacito, se fue metiendo en mi corazón”. La cantó imitando a Pedro Infante. Poncho tiene razón, lo de despacito es viejísimo. Por esto caí en la trampa que yo mismo me tendí. Y es que recordé los tiempos de la universidad, en la Ciudad de México, cuando estudiaba arquitectura; recordé el departamento de Xóchitl y las fiestas del sábado por la noche, cuando convocaba a sus amigas de Irapuato (ella era de allá) y bailábamos y bebíamos y escuchábamos canciones de Roberto Carlos y de José José, y Juan, después de las doce, sacaba un pastel de la cocina y lo colocaba en el centro de la mesa del comedor y todos se alebrestaban y aplaudían y dejaban de bailar y de tomar y comían del pastel y la música cambiaba, porque entonces todos bailaban al ritmo de los Rolling Stones. La primera vez que llegué a los festejos, Xóchitl me alertó, dijo que no comiera del pastel, porque Juan le ponía hierbitas que yo no acostumbraba. Desde entonces siempre desprecié el pastel, bebía ron y fumaba cigarrillos, mientras los amigos del grupo comenzaban a disfrutar los efectos de la marihuana del pastel.
Me encantaba verlos bailar, levantando los brazos y piernas como si estuvieran en cámara lenta; disfrutaba el instante (esperado) en que Roxana se acercaba, se recostaba a mi lado, sobre la alfombra verde, y, con voz arrastrada, me preguntaba: “¿Te gusta despacito?” y sus manos, siempre niñas obedientes, comenzaban a jugar sobre mi cuerpo.
Pero esos eran ¡los años ochenta! Están tan lejos. No sé qué juegan ahora los jóvenes que se reúnen en departamentos a celebrar la vida. Tal vez siguen fumando cigarros malboro, tal vez escuchan música de Café Tacuba o de Michel Bublé; tal vez preparan algunos cocteles con otras sustancias que los adultos ni imaginamos. Creo que siguen jugando los juegos que Roxana jugaba tan bien. En aquellos años, mientras las luces permanecían apagadas y el departamento sólo se iluminaba con las luces de la calle que pasaban por las ventanas, mientras los sonidos de ambulancias y de algún claxon reclamaba el avance del auto delantero, nosotros escuchábamos a los Rolling Stones y todos jugábamos juegos que daban respuesta a la pregunta que contiene más misterio: ¿Cómo te gusta? A Roxana le gustaba despacito, disfrutaba ese ritmo donde el movimiento del universo parecía hacer una pausa, porque (decía) la prisa nunca ha sido buena consejera.
Me dio pena descubrir que la chica preguntaba por la canción, pero luego me repuse, porque supe que su pregunta me había catapultado al recuerdo de mis años adolescentes y agradecí ese hilo. Ella no lo supo, pero su sonrisa me recordó el rostro de agua caliente de mi amiga Roxana.