lunes, 21 de agosto de 2017

EN LA CUERDA DEL JUEGO (I)




Rosy dice que, como en el pleito o en el amor, el juego siempre exige la presencia del otro o de los otros. Dice que cuando ve a su sobrinito jugar carritos con los vecinos se ve más contento que cuando juega solo. Pareciera que cuando juega solo lo hace para que, en efecto, el peso de la soledad no lo ahogue. Si no jugara estaría como el abuelo que, en su poltrona, no hace más que mirar la calle, es como uno de esos canarios que se pasan toda la vida adentro de una jaula. Al abuelo le encantaba ir al billar por las tardes. Ahí jugaba pul o dominó o cartas y, acompañada con un pan compuesto, tomaba una cerveza que servía en un vaso de cristal con flores pintadas en rojo. Pero desde que le dio la enfermedad no puede salir. La abuela lo ayuda a sentarse en la poltrona, le coloca una colcha en las piernas y muslos y le pone un termo de café en una mesa de servicio. El abuelo siempre dice: “Café, café, una cervecita me deberías dar”. Pero la abuela no hace caso y al final el abuelo se sirve un poco de café y cuando toma el primer sorbo cierra los ojos, satisfecho.
Rosy dice que el otro día fue a la unidad deportiva, en la tarde, y vio a un muchacho jugar solo en una cancha de basquetbol. Comenzaba a rebotar el balón desde el centro de la cancha, driblaba a adversarios invisibles y cuando, desde la línea del área anotaba una canasta de tres puntos, volteaba a ver a la tribuna vacía. Tal vez hubiese sido feliz si alguien lo hubiera visto. Como Rosy andaba amarrándose los patines no contaba como espectadora. Imaginó que ese muchacho jugaba como su sobrino. Si hubiese habido, cuando menos, otro compa para hacer la reta, el enceste habría tenido un valor especial pues a la hora de anotar el muchacho habría caminado hacia el rival y le hubiera dicho algo como: “¡De tres puntos! ¡Nadita!”, pero jugaba solo. Rosy dice que tuvo la misma sensación cuando terminó de amarrarse los patines y comenzó a patinar en un extremo de la cancha. Se sintió sola. Pensó quitarse los patines y acercarse al muchacho para decir si jugaban un veintiuno, pero no lo hizo.
Rosy tiene razón. Por esto, cuando hay partidos donde intervienen dos o más, los encuentros son divertidos, tanto para los practicantes como para los espectadores. Nunca he asistido a un encuentro de tenis, pero veo partidos en la tele y veo cómo la gente disfruta cada punto disputado. Lo mismo sucede en los encuentros de fútbol. A éstos sí he asistido, tanto en el Estadio Azteca o en el Estadio Universitario de la UNAM, como en el Estadio Municipal de Comitán o en alguna cancha llanera de una comunidad cercana. Mientras los jugadores van de un lado a otro de la cancha, las personas ríen, se sientan al lado de la cancha, se cubren con parasoles, toman paletas o refrescos o cervezas, comen Sabritas o tortas, gritan, se paran o discuten la decisión del árbitro. Debe ser una imagen triste ver a alguien jugar solo en una cancha reglamentaria, moverse como hormiga en medio de un gran plato lleno de polvo.
En el tenis bastan dos contendientes para hacer el gran juego, lo mismo sucede con el boxeo. El básquet y el voleibol exigen más contendientes, lo mismo sucede con el béisbol y con el fut soccer o americano. No hay alguien que juegue solo fut americano o soccer, aunque ya he contado, en alguna ocasión, que de niño jugaba fútbol solitario. Colocaba una silla pequeña al lado de la pared y a dos o tres metros, con una pelota también pequeña, jugaba a anotar penaltis. Como ahora resulta en las calles de Comitán donde en las esquinas pasa un carro y luego otro, en mi juego, una vez era seleccionado de México y otra vez era seleccionado de Brasil. En dos o tres tardes, México se coronó campeón del mundo derrotando a la poderosa selección donde jugaba Pelé.
Sería triste y absurdo que alguien jugara solo a las escondidas. En el colmo de la exageración podría morirse adentro del closet porque nadie lo hallaría jamás. Las escondidas exigen, también, la participación de varios jugadores. En la casa de tía Alicia, todos los primos jugábamos escondidas y era un juego divertido, porque cada uno elegía lugares insólitos para esconderse: debajo de las camas, adentro de los roperos, detrás de los árboles, debajo de la enramada de chayotes. A mí me encantaba esconderme debajo de la cama de la tía Alicia porque, minutos después, entraban dos primos (ella y él) que se escondían detrás del ropero. Yo escuchaba sus voces que eran como murmullos. Ella reía bajito y él insistía en pedirle un besito. Yo pedía a todos los santos que el buscador se tardara en entrar al cuarto y hallarnos, no tanto porque me encontrara, sino para que el juego de los primos se prolongara. Me encantaba ser escucha del juego que jugaban ellos. Oía que ella reía, pero luego se hacía un silencio, aguzaba mi oído, y escuchaba cómo ella le daba un beso a él. Imaginaba que se lo daba en los labios. Me encantaba ese juego de escondidas. Nadie juega escondidas sin otro compañero. Ellos jugaban escondidas y se encontraban en la penumbra del cuarto. El buscador empujaba la puerta, caminaba hacia la cama, se hincaba, me señalaba y gritaba: “¡Te encontré!”. Yo me arrastraba, salía de debajo de la cama y me limpiaba el pantalón. Salíamos. Yo nada decía de la pareja de primos. Hasta el final del juego, cuando ya todos los primos estábamos en el centro del patio, alguien decía que faltaban fulana y sutano. Todos corríamos por la casa, gritando sus nombres. Y ellos aparecían, ella salía de la cocina y él de la sala. El buscador no comprendía, aseguraba que había buscado bien en esos espacios. Yo veía a ambos. Ella y él estaban chapeados. Sus rostros eran como duraznos. Me gustaba el juego de las escondidas.