martes, 15 de agosto de 2017

DE CUANDO ANDUVIMOS DE CHALEQUEROS EN UNA COMIDA DONDE ESTABA ENOCH CANCINO CASAHONDA




Era otro Comitán. Caminábamos por el parque de San Sebastián, a las once o doce de la noche. Habíamos comenzado la parranda a las dos de la tarde. Quique, Javier, Jorge y yo dábamos vueltas al parque, abrazados (abarcando todo el pasillo). Alguien sugería que fuéramos a tocar la puerta de doña Mariana y si alguien respondía adentro, pidiéramos “Un kilo de puntería”. Era una broma local, porque en la cancha Pantaleón Domínguez, cuando alguien no encestaba un aficionado al básquetbol gritaba: “Andá a comprar un kilo de puntería con doña Mariana”. Pero alguien de nosotros (el menos bolo) decía que no, que no molestáramos, y comenzaba a cantar la canción de José Feliciano que siempre cantábamos: “Pueblo mío, que estás en la colina, tendido como un viejo que se muere…” Nos gustaba la canción y el pueblo de ella la convertíamos en el nuestro, aunque, en ese tiempo no pensábamos que estaba tendido como un viejo que se muere. En realidad, a Comitán lo mirábamos como un pueblo que estaba en la colina y si estaba tendido era porque se había agotado de tanta pachanga. Porque, ¡Dios mío!, a cuánta pachanga íbamos. Pedro se tiraba y colocaba una oreja sobre la calle y ubicaba en dónde estaba sonando la marimba y para allá íbamos y entrábamos de chalequeros a la fiesta. Nunca faltaba un amigo o amiga que nos conocía y, diez minutos después, ya estábamos sentados y los dueños de la casa nos atendían con afecto, porque Alejandro era hijo de don Augusto, Javier, hijo del notario Aguilar, Quique, del notario Robles y Jorge, hijo de don Jorge Pérez. Los papás eran reconocidos en la sociedad y ésta nos recibía, aunque, al final, alguien de nosotros terminara haciendo desfiguros porque insistía en bailar con la quinceañera pero ella se resistía porque miraba que el compa ya se mecía como barco en alta mar y más que bailar terminaría recargado sobre el pecho de ella, con el riesgo de que el vestido impecable terminara manchado de vómito.
Caminábamos por el parque de San Sebastián, cantábamos. Quique (motivado por lo que habíamos vivido a la hora de la comida) se paró y nosotros lo rodeamos y, como si fuera Manuel Bernal, el declamador famoso, levantó un brazo y dijo: “Me gusta cuando callas porque estás como ausente…”. Ahí hizo una pausa, tal vez disfrutaba nuestro silencio, nuestra atención, porque los demás seguíamos abrazados, columpiándonos. Una luz ambarina iluminaba nuestras miradas un poco extraviadas. Luego, Quique levantó el otro brazo y repitió el verso de Neruda, pero ya con un tono diferente, con un tono bromista: “Digo que me gusta cuando callás, pero me gusta más cuando hablás de vos” y rio y nosotros con él. Neruda se había vuelto comiteco y nosotros lo disfrutamos.
A la hora de la comida habíamos estado en una gran mesa en el restaurante Tono Gallos. Habíamos convivido con los organizadores del Concurso Nacional de Oratoria. Esa vez nos colamos porque, tal vez, Quique era amigo de los muchachos oradores. En esa ocasión había estado Enoch Cancino Casahonda presidiendo la mesa (creo que era jurado del concurso). Ya todo mundo sabía quién era él, porque a mitad de la comida, alguno de ellos (pudo ser Benjamín o Cuati Bonifaz o el mismo Mario Uvence) se paró, pidió silencio, el mismo silencio que tanto ponderaba Neruda, y, con voz emocionada, dijo que declamaría El Canto a Chiapas, de Enoch Cancino Casahonda, y todo mundo aplaudió y dos o tres tintinearon los vasos llenos con las cucharas y el poeta, quien echaba traguito bien sabroso, levantó su vaso y dijo ¡Salud! y todos tococheamos los tragos y una manta de silencio nos cubrió, porque el declamador había comenzado a decir, en forma magistral: “Chiapas es en el cosmos”, y todos nos emocionamos y, en lo interno, cada uno admiró al poeta. ¿Cómo había escrito esa pieza casi perfecta, que nos hablaba de nuestro más íntimo sentimiento chiapaneco?, y admiró al declamador que, con voz de agua sencilla, cantaba el prodigio de Chiapas y cuando llegó a la última parte y sentenció que “…Cuando viejo, solo y abatido, se aproxime el final de mi existencia, he de besar tu tierra para siempre…”, yo vi a mis compas aguárseles los ojos, a través de mi aguada mirada. Porque, años después, cuando bebíamos en el departamento de estudiantes, en la Ciudad de México, nos abrazábamos y pensábamos en el parque de San Sebastián y ellos, mis amigos, pensaban en sus novias (yo pensaba en mi amor platónico) y gritábamos cotz, mientras Quique decía “Chiapas es en el cosmos lo que…” y diez minutos después se aventaba el momento esperado, levantaba un brazo y decía: “Me gusta cuando callás pero me gusta más cuando hablás de vos” y reíamos y decíamos ¡salud! y la nostalgia nos ganaba y terminábamos chillando, añorando a nuestro querido Comitán.