sábado, 10 de marzo de 2018

CARTA A MARIANA, CON VENTANITAS



Querida Mariana: Debo confesarlo: ¡Me gustan las ventanas! Me gustan más que cualquier otro elemento arquitectónico. En una novela (ya no recuerdo el título) leí que Alfred Smith estaba en la cárcel. No lamentaba su condición de presidiario (había sido condenado a muchos años de prisión porque había cometido el asalto a un banco. Lo había hecho como juego, pero esta justificación no había servido a la hora del juicio). Lo que lamentaba mucho, mucho, era que su celda no tuviera un ventanillo, un pequeño hueco por donde pudiera ver el cielo. Me sedujo el personaje, se me hizo un muchacho muy tierno. Había cometido el asalto como un mero juego, como si jugara a los policías y ladrones en el patio de la casa. No supo que su error fue haber estado en el bando equivocado, no supo que (en la vida real) es preciso estar del lado de los policías; es decir, de quienes tienen autorización oficial para robar. Alfred olvidó que ya no estaba en el patio de su casa, olvidó (qué pena) que, a sus veintiocho años de edad, ya no podía seguir jugando el juego que jugaba a los once años; olvidó que el mundo exige que el adulto dejé olvidado a su niño, los adultos exigen que el niño quedé abandonado como un saco sucio o como un perro callejero.
Me identifiqué con Alfred Smith porque, como ya confesé, querida mía, me encantan las ventanas. Creo que los fisgones (los voyeurs) son adoradores de las ventanas. Yo también me confieso fisgón (voyeur).
La ventana es el elemento arquitectónico que permite fisgonear. Mi amigo, el poeta Gustavo Ruiz Pascacio (Voz Mayor de Chiapas), se botó de la risa cuando dije que viajaría en busca de “La gran ventana”. Regresé del viaje con el mismo equipaje que había salido (una Biblia, los cuentos completos de Cortázar y un micro radio de ocho bandas). No hallé más, ni siquiera una piedrita que fuera como recuerdo o como prueba del viaje realizado. La gran ventana se me escabulló como arena entre los dedos. Ahora sé que la gran ventana, como en aquel cuentito infantil de “El pájaro azul de la felicidad” (que luego hicieron película), está en casa. El ser humano busca afuera lo que no está afuera, busca afuera lo que está en casa, en el interior. ¿Mi gran ventana en dónde estaba, en dónde está? ¡En Comitán! Cada uno tiene su ventana para husmear, para fisgonear, para tratar de apoderarse del mundo, para vivir.
Quien, ahora, se para frente al templo de Santo Domingo y ve la torre del campanario, advierte una serie de arcos tallados en la piedra y unos ventanillos, por donde, el que camina en las gradas, puede ver hacia el exterior. No siempre fue así. En los años setenta, esa torre estaba completamente tapiada. ¿Por qué? No sé. Cuando fui niño subí por esa escalera de piedra para ir a tocar las campanas. Como ya dije, los ventanillos estaban clausurados, por lo que al subir debíamos apoyarnos en la pared para no caer. Yo hacía el experimento de cerrar los ojos, total, era tal la oscuridad que era casi lo mismo ir con los ojos abiertos que subir con los ojos cerrados. Nunca hice el experimento en la bajada, porque bajar implica un riesgo mil veces mayor. Si uno tropieza al subir, no pasa de raspones en las rodillas y en las manos, pero en la bajada, el accidentado puede rodar, quebrarse las costillas, fracturarse brazos y piernas o sufrir un golpe en la cabeza y, vos lo sabés, un mal golpe en la cabeza; por eso nunca cerré los ojos en la bajada. Esperaba que bajaran todos los compañeros acólitos (más atrevidos, más audaces) y yo bajaba al último. Javier (el líder) siempre estaba pendiente de que no me quedara hasta atrás, porque, decía, en las escaleras se aparecía el fantasma de un hombre que había muerto colgado en el campanario hacía muchos años. Yo sudaba sólo de oír tal historia, pero bajaba con precaución, en la total oscuridad. Ahora, quienes suben, ya tienen la luz del exterior de la calle y pueden asomarse para ver el parque y los que ahí caminan.
A mí me gustaría pasar unas dos o tres tardes ahí, fisgoneando. Digo ahí y me refiero a lo más alto del torreón, desde donde se alcanza a “cubrir” todo el parque y más allá. Me enchamarraría muy bien, me agacharía lo más que pudiera y buscaría un par de binoculares para observar desde esa atalaya todo lo que sucediera abajo.
Quienes fisgonean saben que poseen un poder, aunque sea mínimo y temporal. Quien, desde una ventana, husmea lo que pasa en otras casas o en la calle se adueña de instantes que son de otros. El que camina en el parque o se sienta en una banca sabe que se expone a ser visto, a que (en estos tiempos) alguien le tome una fotografía con un celular; pero quien está en su casa es objeto de irrupción en su intimidad, por quien, desde una ventana de un departamento en un quinto piso, lo observa a través de unos binoculares o, ¡bendito Dios!, a través de un telescopio. Porque eso de que los poseedores de un telescopio son amantes de ver la luna y la Vía Láctea es apenas parte de la verdad. Quienes fisgonean el universo en noches estrelladas, también, de vez en vez, desvían tantito el telescopio y lo dirigen hacia el departamento en donde una muchacha bonita, con short y una camiseta menuda, hace ejercicio en la sala.
Lo de la gran ventana me brincó un día (cuando tenía catorce o quince años) y, como lo hacía todas las tardes, fui al cine, al Cine Comitán. De pronto tuve conciencia de que la pantalla (enormísima) era como el balcón de la casa de infancia. Mi casa de infancia (casa rentada, que estaba a media cuadra del parque central) tenía dos balcones, bellísimos. En las tardes o en las mañanas de los sábados o de los domingos (antes de ir a la matiné), me sentaba en el piso y veía a través de los barrotes, todo lo que sucedía en la calle.
Una vez, Rocío me preguntó qué veía como canarito y dije que veía a los burros cargando barriles llenos de agua, o a los burros cargando los bastidores que sostenían los refrescos de la fábrica de don Jorge Soto (refrescos que tenían el nombre de “gaseositas” o de “Sotíos”), o a los burros que cargaban leña que servía para los fogones y para los hornos donde hacían pan. “¡Ah, bestia, puro animal mirabas!”, dijo Rocío. No es cierto, miraba mucho más: Miraba personas, miraba autos, camiones y muchas mujeres que, con sus canastos, pasaban ofreciendo verduras, tortillas, chicharrón y pan.
Pero, decía, aquella tarde en el cine pensé que la pantalla era como el balcón de la casa, pero era mucho más intenso, mucho más llenador, porque no sólo burritos presentaba sino también los leones con los que luchaba Tarzán; los búhos que, a medianoche en el bosque, espantaban a los niños que estaban desaparecidos y caminaban en círculos sin saber cómo salir de ese intrincado y áspero lugar. En el cine aparecían todos los animales y más, mucho más. Desde el balcón de mi casa no veía más que las fachadas de las casas de enfrente. En la gran ventana que era el cine veía el mar, el desierto, el polvo que levantaban los caballos que corrían por el lejano Oeste. Ahí, frente a mí (voyeur de primera) aparecían las cataratas del Iguazú o las del Niágara o las lianas de la selva o la grieta enorme del Cañón del Colorado o el aeropuerto de la Ciudad de México o el interior de la casa del Indio Fernández o el castillo donde aparecían las Momias de Guanajuato. Ahí, al lado de caballos blancos, hermosos, estaba el auto descapotable que manejaba Santo, el Enmascarado de Plata. Esa ventana era suprema, sublime.
Cuando supe que la pantalla era una ventana más intensa que el modesto balcón de mi casa de infancia, pensé en qué otro chunche tenía tal facultad (en ese tiempo, la televisión aún no llegaba a Comitán). Pensé y pensé y pensé, hasta que la luz se hizo, fue una luz breve, como de culito de luciérnaga, como de cerillo, pero fue una luz. ¡Claro! La otra gran ventana eran las revistas de monitos. ¡Por supuesto! En los ahora llamados cómics también había un balcón por donde asomarse a conocer otros mundos. A partir de entonces me volví un gran lector de revistas de monitos: Kalimán, Los súper-sabios, Memín Pinguín, Chanoc, Tarzán, Fantomas, Rolando el Rabioso y (era inevitable) revistas gringas como La Pequeña Lulú, Archie, el Pato Donald y demás comida rápida visual.
Posdata: Y ahora resulta que desde mi modesta ventana comiteca vislumbro el mundo. Desde acá, a la hora que voy al parque y leo y siento el aire que llega desde la Ciénega y como esquites y miro a las muchachas bonitas que, orgullosas, al caminar mueven sus culitos como si fueran sirenas sobre asfalto, sobre mares de lajas, imagino lo que sé que está a la vuelta de la esquina, que es todo el mundo.
Después de hallar la ventana de las revistas ilustradas, bastó un ligero empujoncito para dar el siguiente paso: ¡los libros! Las novelas y los cuentos y los ensayos escritos por los grandes escritores del mundo que, cuando abren sus manos y sus corazones, abren también los postigos de una hermosísima ventana. Todos esos ventanillos conforman ¡la gran ventana! La que salí a buscar sin saber que la tenía al lado, a la vuelta de mi esquina más cercana. Soy el espíritu libre del personaje llamado Alfred Smith: Desde mi jaula tengo un pequeño ventanillo desde donde veo todo el universo.