domingo, 25 de marzo de 2018

UNA TARDE




Una tarde me sentí vacío. Fue una bobera. Estábamos en una cantina, y Eugenio dijo, y lo vi como guajolote esponjando su plumaje: “Mi papá es tío de López Portillo. El jefe de todos es sobrino de mi papá”. López Portillo era presidente de la república y el papá de Eugenio manejaba un auto de lujo y tenía una residencia con alberca en Cuernavaca.
Los demás, hijos de hombres que eran amigos también de gente famosa, rieron. Alfonso dijo que su papá estaba en París, había asistido a un Congreso Mundial de Urología. Los demás rieron. También lo hice yo. Pero yo me sentía como el vaso de Armando, que dejó de estarlo porque Alfonso volvió a verter un poco de ron, hielo y coca.
Como si fuera un juego de ruleta, yo esperaba, fatalmente, mi turno, la hora en que todos me vieran y preguntaran de quién, famoso, era amigo mi papá. Mientras bebía el último trago de cerveza que quedaba en mi vaso y veía cómo los árboles del fondo de la cantina se movían por el viento, pensé que a mi papá le gustaba escuchar música francesa, interpretada por un, para mí, desconocido acordeonista. Escuché que los demás reían, tal vez Eugenio había comentado algo ingenioso. Se hizo un silencio. Los árboles dejaron de moverse. Sentí las miradas de todos sobre mí; sentí la obligación de decir algo. Dije, entonces, que el papá de Gustavo era amigo de Sabines. Sabines padre, en ese tiempo, era gobernador de Chiapas. Todos me quedaron viendo como si del cielo cayeran peces o volara un pterodáctilo. Alcé el vaso y dije que ya había terminado. Los demás rieron y Alfonso tomó la botella y me sirvió. Sentí que mi espíritu, igual que el vaso, se llenaba, volvía a su condición normal.
No obstante, de vez en vez, pensaba en aquella tarde y pensaba que mi salida había sido falsa, cobarde. Esa tarde, tarde en que acabamos en Garibaldi, escuchando mariachi y bebiendo tequila, debí decir lo que había pensado, decirlo como una forma de limpiar el mueble donde estaba la carpeta que tejía mi mamá en crochet o como una forma de mirar la silla donde mi abuelo, por las tardes, se sentaba a escuchar la radio de onda corta, que sintonizaba en una estación de Rusia. “¿Tu abuelo sabe ruso?”, me preguntaba José y yo decía que no, pero luego, cuando llegaba del taller de dibujo, y veía a mi abuelo con su barba hasta el pecho, pensaba que sí, que tal vez mi abuelo había llegado, de joven, desde aquellas estepas y acá se había cambiado de nombre y acá había aprendido a hablar español y había tomado un nombre castellano y había tirado sus apellidos originales, pero mi mamá decía que no, que mi abuelo había nacido en la costa de Chiapas, y en plan de broma, decía que su color de piel jamás podía ser de otra parte, que era como de iguana, de iguana chiapaneca, pero yo, cuando veía su mirada, más de hielo que de sol, pensaba que, tal vez, mi abuelo había sido pariente, lejano, pero pariente, de algún Zar o de aquel personaje maravilloso de Verne, que aparece en la novela “Miguel Strogoff”.
Fui un atolondrado, aquella tarde, a la hora que alzábamos los vasos y brindábamos por la vida (ahora lo sé, pero en ese tiempo era un joven inexperto y acomplejado), no debí turbarme ante la riqueza material de mis amigos y debí enorgullecerme de lo que era mi padre y mi abuelo. Debí contar que mi abuelo, todas las tardes, escuchaba una estación de aquel país, ¡en ruso!, sin fijarme si ello generaba burla. Debí contar que mi papá se sentaba en la sala y escuchaba música francesa, en acordeón, porque, tal vez, mi papá, con sus ojos verdes, de árbol en primavera, de agua limpia del Sena, había sido pariente de algún músico francés.
No lo hice. La rama de aquel árbol ya está quebrada. No puede pegarse con Resistol. Pero, ahora que sé que mi árbol es tan inmenso como el de los demás amigos de aquella tarde, bien podía decir que yo, igual que el papá de Gustavo, soy amigo de Sabines, de Sabines el bueno, el poeta. Que sólo una vez me topé con él, en el Pasaje Morales, de Comitán, pero que me gusta mucho su poema “Cómo puede decirse un amanecer en Comitán” y con eso puedo decir que sí, que soy amigo de él, a pesar de su muerte, a pesar de sus huesos puestos a secar en el tendedero de esta tarde.
Puedo, ¡de veras puedo!, ahora, alzar mi vaso, brindar y decir que mi papá fue primo de mi tía Zoilita y de mi tío Fernando, abuelos de Mónica Zepeda. Mónica es poeta y está llamada a ser una de las voces jóvenes más importantes de la poesía de esta patria.
¿Cómo es la voz de Mónica? Acá una muestra de ello, acá su poema
MI CRUCIFIXIÓN
Yo quería mi cabeza sin corona,
las espinas sin mi sangre
el martillo en vez de clavos
y otro cuerpo en esta cruz.
Sí, ahora, igual que ellos, los amigos de aquella tarde, puedo alzar la voz y, ¡muy orgulloso!, esponjarme, no como jolote entelerido, sino como un ave del paraíso, región esta última de donde la poeta recoge las palabras decantadas de una poesía que, como toda buena poesía, sugiere una orilla donde el universo es un niño que se tira sobre el pasto y mira el cielo y busca un hueco.