lunes, 5 de marzo de 2018
LA VOZ DESDE UNA GRIETA DEL CIELO
Nunca me ha gustado el box. Pero cuando estudiaba la preparatoria veía el box por la televisión. La palomilla se reunía en la casa de Jorge. En una pequeña sala de televisión sólo se oía el ruido de los botes de cerveza a la hora que los destapábamos. Los papás de Jorge nos permitían tomar cervezas, mientras veíamos la función sabatina de box, en un televisor en blanco y negro.
Nunca me ha gustado el box. Los sábados iba a la casa de Jorge para tomar la cerveza y para estar con los amigos, con Quique, con Armando, con Memo, con Miguel, con Javier y con Pedro. A veces, ellos apostaban. Quien perdía debía comprar las cervezas para el próximo sábado. Yo no apostaba. No sabía a quién irle. Es como si ahora, ya de viejo, alguien me preguntara si le voy al giro o al colorado, en una pelea de gallos. No conozco más giro que el que hace una bailarina de ballet.
Pero un día descubrí que el ring tenía su encanto. No los boxeadores, ni lo que sucedía a la hora que alguien tocaba la campana anunciando que el primer round comenzaba. No. Lo que sedujo fue el protocolo de inicio: el instante en que el maestro de ceremonias, con vestimenta muy formal (que contrastaba con los pechos desnudos y barnizados de los contendientes) anunciaba los nombres de los boxeadores. La primera vez que lo vi quedé casi mudo. El maestro de ceremonias se paró a mitad del ring -mientras el público hacía silencio y los boxeadores permanecían en sus esquinas- y esperó que un micrófono bajara detenido por el propio cable. ¡Eso fue un descubrimiento sensacional! Yo había visto micrófonos detenidos sobre pedestales y micrófonos que pasaban de una mano a otra, pero jamás, jamás, había visto un micrófono que, como paloma, descendiera de las alturas. El maestro de ceremonias sabía que el micrófono bajaría, lo tomó con su mano derecha, así como el bebedor toma la botella del cogote, y, con una voz impostada, de locutor rancio, dijo: “Ladies and gentleman, in this…” y anunció lo que tenía qué anunciar. Cuando el anunciante terminó de dar el nombre del contendiente, la multitud que abarrotaba la arena en un hotel de los Estados Unidos de Norteamérica explotó en gritos, en porras y en sombreros lanzados al aire. En la casa de Jorge también nosotros nos unimos al jolgorio y abrimos con más ganas las tecates y bebimos con fruición.
Cuando vi que el micrófono bajaba hasta la mitad del ring, pensé que Moisés había subido al monte Sinaí para escuchar la voz de Dios. Moisés, como la historia recurrente, debió subir a la montaña, pero acá en el ring de boxeo, la “montaña” bajaba para que el maestro de ceremonias diera el mensaje de que en “Esta esquina…”y el peso y el nombre.
El ring (todo mundo lo sabe) tiene cuatro esquinas, pero sólo dos son las nombradas. El centro del ring sólo sirve para anunciar a los contendientes, para ser aduana de intercambio de golpes y para la ceremonia final, donde a uno de los dos contendientes (ya con el ojo morado, con el labio partido, ya con el otro ojo cerrado, ya con las orejas de coliflor) le levantan el brazo, lo declaran vencedor y le colocan el cinto que reafirma su condición de Campeón.
Pero el centro, así lo entendí aquella noche de deslumbre, también era el lugar en donde, como si fuera el Espíritu Santo, bajaba el micrófono para que la voz del maestro de ceremonias tuviera la resonancia adecuada.
Desde entonces supe que el cuadrángulo de la vida tiene cuatro esquinas, pero sólo dos son las importantes, pero que el centro es el trascendente, porque ahí, si alguien logra ubicarse en el punto exacto y no se mueve, más tarde o temprano, el micrófono bajará desde las alturas, para que su voz retumbe por toda la Arena.
Nunca me ha gustado ver el box, pero prendo el televisor para ver el momento en que sucede el prodigio del Centro.