miércoles, 7 de marzo de 2018

PARA CUANDO NO HAY NECESIDAD DE LEVANTARSE




A veces. No siempre. A veces el camino se ensancha, a veces se angosta. Cuando el camino es angosto la cercanía de las hierbas hiere las piernas, pero también expele un aroma como de hierbabuena, como de menta macerada.
El tío Juan siempre respondía “A veces” cuando alguien le preguntaba si trabajaba. La pregunta era porque todo mundo lo veía, desde la calle, acostado en la hamaca, fumando, leyendo el periódico o un libro. El tío no se levantaba de la hamaca ni siquiera para comer. Al lado de la hamaca la tía Engracia había dispuesto (quién sabe desde qué tiempo) una mesa breve, casi como uno de esos bancos que usan los arquitectos para sentarse ante los restiradores. En esa mesa, a la hora del desayuno, la tía colocaba el tazón de café calentito, el tortillero de palma tejida, la servilleta de tela y el plato con chorizo con huevo, salsa molcajeteada, frijol, crema, queso espolvoreado y un chile siete caldos. A la hora de la comida y a la hora de la cena se repetía el acto. Sobre la mesa-banco aparecían los platos con pebre, con arroz, con chile siete caldos y el café con pan de la noche.
Por eso, porque la rutina era precisa: Levantarse a las seis de la mañana, bañarse, rasurarse e ir a acostarse a la hamaca, y a las seis de la tarde levantarse, cepillarse la dentadura, desvestirse y acostarse para escuchar el noticiario radiofónico de las ocho, la gente del pueblo decía que “A veces” significaba “Nunca”. Al tío Juan también se le conocía como “Don a veces”, que, ya se dijo, significaba “Nunca”.
¿Nunca había trabajado? La gente aseguraba que no. La abuela Olimpia (quien nunca estuvo de acuerdo en que su hija Engracia se casara con el tal Juan) contaba que al otro día de la boda, vio que Juan se trepó a una escalera para afianzar la reata que sostenía la hamaca. Pensó (inicialmente) que trataba de agradar a los de casa, a los integrantes de su nueva familia, porque se había levantado muy de madrugada para amarrar la hamaca. Luego vio que, con la ayuda de Sebastián, cargaba un librero y lo colocaba al lado de la hamaca. Poco a poco, ya sin la ayuda de Sebastián, colocó decenas de libros en el corredor, libros que fue sacando de cajas de cartón que había llevado junto con las maletas que contenían su ropa. En cuanto terminó de hacer el traslado, llevó una silla y se sentó a hojear los libros y acomodarlos con un orden que sólo él reconocería. Nosotros, meses más tarde, cuando curioseábamos frente a su librero, apostábamos a ver cuál era el orden, pero ni los temas, ni el orden alfabético, ni la edad de autores, ni lugar de origen, ni editorial, ¡ni nada!, era una huella. Cuando el tío, desde su hamaca, nos pedía alcanzarle un libro, él (como si tuviera un escáner en su mente) nos decía que estaba en tal nivel de librero en la posición número tal y ¡ahí estaba! Sólo él sabía el orden de sus libros. Todos los libros eran libros de cuentos, antologías o selecciones personales de autores.
Cuando alguien de afuera, con ironía y con sorna, preguntaba y él repetía “A veces, a veces trabajo”, Mario y yo decíamos que sí, que sí trabajaba, porque todo el día lo veíamos leyendo. ¿Acaso leer no es un oficio? Un oficio que le demandaba todo su tiempo, toda su emoción. Era un oficio sin gratificación monetaria (por desgracia), un poco como el que ejercía la tía Engracia, que desde las seis de la mañana (la misma hora en que el tío se levantaba) ya estaba haciendo café, echando las tortillas al comal, lavando la loza, trapeando el baño, barriendo el corredor, colgando la ropa, regando los helechos, cortando los jitomates y las cebollas, molcajeteando las salsas, planchando las camisas y los pantalones del tío, cortando la leña, bordando las mantas que iba a dejar en la tienda de don Arturo, zurciendo los calcetines y todo, ¡todo!, sin recibir un solo centavo como remuneración.
Nadie se atrevía a preguntar si la tía trabajaba, ¿cómo?, si la tía se pasaba todo el día haciendo mil oficios. ¿Por qué entonces todo mundo preguntaba si el tío trabajaba en algo? ¿Acaso no lo veían todo el día tumbado en la hamaca ¡leyendo!? Su oficio era el de ser lector. Por desgracia era un oficio sin remuneración económica. Un oficio que no daba signos de desgaste físico, pero, sin duda, daba un desgaste mental brutal, tan fuerte que, a las seis de la tarde, el tío ya no tenía fuerzas para hacer alguna otra actividad.
Ahora, ya viejo, cuando alguien me pregunta en qué trabajo, en muchas ocasiones, digo, en voz baja: “En lo mismo que trabajaba mi amado tío Juan”.
A veces. No siempre. A veces el camino se ensancha, a veces se angosta. Cuando el camino es angosto la cercanía de las hierbas hiere las piernas, pero también expele un aroma como de hierbabuena, como de menta macerada.