miércoles, 14 de marzo de 2018

CARTA A MARIANA, DONDE APARECE EL CAMPO EN LA CIUDAD




Querida Mariana: Rocío me preguntó si había ido a la exposición de pintura en el Museo de la Ciudad. Dije que no, que no tenía tiempo. Debía escribir un texto que me solicitaron para un libro. Ella contraatacó diciendo que era una exposición de artistas mujeres, que debía ir, que no fuera machista en mi apreciación. Lo que ella dijo fue un argumento que nada tenía que ver con mi negativa. Yo aduje falta de tiempo y ella le dio un sesgo de género. La puntilla de su ya insistente ataque fue que bien podía suspender mi labor por cinco minutos e ir. Rocío no sabe lo que significa interrumpir la labor de escritura, no conoce (tal vez) la historia de Gabriel García Márquez que debió enclaustrarse en un cuarto de su casa para escribir “Cien años de Soledad”. Gabriel contaba que en una ocasión, cuando estaba en la parte de Remedios, la bella, no había salido ni al jardín de su casa durante tres meses. Claro, cuando salió y vio a la sirvienta que luchaba contra el viento para tender una sábana, halló la inspiración para hacer que su personaje subiera al cielo, con todos los rasgos de verosimilitud. En fin, cedí, con gusto, y fui.
Fui un día después de leer algo acerca de San Ignacio de Loyola y sus “Ejercicios espirituales” y una día después de un viaje que hice a Tzimol. El fragmento que leí de los “Ejercicios espirituales” llamó mucho mi atención, porque entendí que los ejercicios de Loyola van más allá de la inalcanzable cercanía con Dios (y digo inalcanzable porque a mí me gusta, lo he dicho en varias ocasiones, eso que dijo San Pablo: “Dios mora en una luz inaccesible”). En un plano más terrenal, los ejercicios de San Ignacio son como una enseñanza a la contemplación y estos aprendizajes pueden trasladarse al plano de lo estético. Los ejercicios hacen uso del oído, de la visión y del tacto para apropiarse de un método de apreciación.
Así que el día que fui al museo tenía un ánimo especial. En Tzimol había estado en el “Ojo de agua”, un espacio que colmó mi espíritu con la limpieza de su aire y con el murmullo del agua (cuando vi un remanso lleno de bolsas de plástico y de platos y vasos de unisel cerré mis ojos. Cerré los ojos, por un instante, a la brutalidad del ser humano. Concentré mi atención en todo aquello que no tenía la huella del hombre. Cerré tantito mis ojos y escuché la cuerda que era tocada por un pájaro que, hasta mero arriba de un sauce, encantaba el bosque). Pero cuando fui al museo fui dispuesto a oír, a ver y a palpar la creación de las artistas; dispuesto a no cerrar los ojos. Entré y vi las mamparas con los cuadros en exposición. Iba a seguir la secuencia lógica, cuando apareció el prodigio, el prodigio que traía enredado en mi espíritu desde la lectura de los Ejercicios y del viaje a Tzimol. Escuché un leve rumor, como si alguien, o algo, afinaran una de las cuerdas del aire. Dirigí mi vista hacia el origen del rumor y vi un abejorro parado justo en el marco de un cuadro pintado por Cecy Martínez. El abejorro, como si estuviera en una ventana que diera al patio, estaba parado a punto de “entrar” a ese espacio lleno de tulipanes. ¿Ese abejorro había leído los Ejercicios Espirituales? No. Ese abejorro estaba puesto ahí para que yo supiera que el prodigio está en todas partes y aparece cuando uno está con el ánimo dispuesto a recibir los dones de la naturaleza.
¿Por qué el abejorro se paró precisamente en ese cuadro pleno de flores? ¿Era necesario buscar una explicación racional? Deseché las preguntas que asomaron. Sólo dejé que mi espíritu también, igual que el abejorro, se parara en el dintel del asombro, dispuesto a “entrar” a esa dimensión que, en ocasiones, está más cerca de lo que pensamos. Supe (ya luego le diré a Rocío) que, por esta ocasión, debía dejar de ver el bosque para concentrarme en un solo árbol, en éste, donde el milagro había aparecido. El abejorro tardó en ese lugar mucho tiempo. En un instante que no aprecié ¡desapareció! Sin duda que voló a la salida del museo, pero yo pensé (así lo sigo pensando) que “entró” a ese paisaje y ahí se puso a libar la miel de los tulipanes rosas.
Posdata: Nunca alguien llegará a donde mora Dios, pero es bueno hacer los ejercicios espirituales que nos acercan a nosotros mismos, que tal vez son las estancias donde, a veces, Él juega.