sábado, 30 de junio de 2018
CARTA A MARIANA, CON MÁQUINA DE IMPRENTA INCLUIDA
Querida Mariana: Esta máquina no es pieza de museo, pero como si lo fuera. La otra tarde pasé frente a la imprenta de don Chinto Naciff y, en un cuarto que da a la calle, miré esta máquina y le tomé una fotografía.
¿Quién, de los jóvenes, tiene una radiola o una consola en su casa? ¡Nadie! Ahora, todo mundo escucha música a través de un reproductor de mp3. Las consolas ya son piezas de museo. El otro día entré al museo de La Trinitaria y miré una consola. Yo crecí escuchando música en la consola que había en casa de mis papás, con aquellos discos enormes de treinta y ocho revoluciones. Ese día recibí un impacto. La consola era objeto de museo. Sentí como si, yo también, fuera pieza de museo.
El día que tomé la fotografía de la máquina de imprenta tuve la misma sensación. Los jóvenes no saben lo que significaba hacer un volante impreso, en los años setenta. ¿Impresoras? No, por favor, ¡ni en sueños! ¿Impresoras en 3D? ¿Qué es esto?
Cuando en el colegio Mariano N. Ruiz (institución donde laboro) veo a un alumno hacer un letrero sobre una cartulina ¡me da mucho gusto! Imagino que el tiempo sigue inalterable, sigue como siempre. Pero cuando me doy la vuelta y veo que un muchacho pega una lona hecha en una impresora sé que el tiempo ha cambiado. Es cuando reconozco que los jóvenes escuchan música en mp3 y que las consolas y las máquinas antiguas de imprenta ya son parte de museo y que yo, pese a vivir en este tramo del siglo XXI, vengo del otro siglo, de un siglo en el que los periódicos se hacían en máquinas como las de la imprenta de don Chinto.
La nostalgia es parte del maletín de los viejos. Los jóvenes no tienen esa carga. Cuando yo fui joven caminé tranquilo. Mis amigos caminaban también con mucha tranquilidad. Esto era así, porque no teníamos objetos antiguos caducos, vencidos. ¡No! Los jóvenes veíamos la hora en un reloj de pulsera que llevábamos en la muñeca (¡ah, qué bonito nombre para una parte de nuestro cuerpo!) y también lo hacíamos en el reloj de péndulo que estaba colgado en la pared de la sala. También, en instantes, sabíamos la hora por las campanadas del templo de Santo Domingo, si era el segundo repique sabíamos que faltaba un cuarto para las siete de la noche, hora de misa; y, de igual manera, si, desde la cama, con la ventana cerrada, escuchábamos los cantos del gallo sabíamos que ya pronto darían las seis de la mañana. Ahora, los relojes de péndulo son casi inexistentes en las casas modernas, ahora están expuestos en los museos. Ahora, muchos jóvenes no usan reloj de pulsera, la mayoría de jóvenes ve la hora en los celulares.
Hay muchos objetos, querida Mariana, que se han incorporado en la vida cotidiana de estos tiempos. Como lo exige la mercadotecnia actual, los objetos se han vuelto desechables. Antes, las consolas duraban para casi toda la vida. En los años ochenta, más o menos, aparecieron los Walkman y los casetes. ¡Fue sensacional! Todo mundo anduvo con audífonos y con esos aparatos portátiles. Celebramos la aparición de esos objetos. No sabíamos que, con ello, estábamos matando a los anteriores y condenándolos a sobrevivir en museos o en bodegas oscuras; no sabíamos que comenzábamos a llenar nuestro costal de vida con piedras llenas de nostalgia; no sabíamos que nosotros también empezábamos a ser como piezas de museo. Y digo esto, porque el otro día mi sobrina Pau me preguntó si me pesaban los años, me lo dijo con seriedad (su mamá luego dijo que la tía Emilia había comentado días antes, a la hora de levantarse del asiento, que “los años le pesaban”). Yo dije que no, que los años no pesan, que los años son ingrávidos, por eso es que la vida es tolerable. Pero lo que no le dije a Pau es que la nostalgia sí pesa, los recuerdos, conforme pasa la vida, se van haciendo de plomo. Los discos, que en un principio fueron de acetato, comienzan a pesar como si fueran yunques. Por esto, cuando, el otro día hallé (en Youtube) la canción “Don’t let me down”, de los Beatles, y quise bailarla, a mitad de la sala, no pude levantar los pies. La canción (lo sabés) tiene un ritmo lento, no tiene la prisa de una rola de rock pesado; no obstante, en los últimos años de los sesenta, los jóvenes movíamos los brazos y el tronco con armonía, cerrando los ojos, imaginando mundos sicodélicos. Me vi en el espejo y me vi ridículo, mis brazos carecían de gracia, eran como ramas de viejo árbol, como brazos artríticos de un dinosaurio. Sí, eso parecía yo, un dinosaurio, y, querida Mariana, todo mundo lo sabe, los dinosaurios son piezas de museo. Y no era que los años me pesaran, ¡no! Los años no pesan. Lo que me pesaba era el disco que, en lugar de acetato, se había convertido en un disco de plomo, como esos discos que usan los molinos de nixtamal.
Ramiro dijo que la máquina de esta fotografía era una Chandler. Lo dijo porque él trabajó en una imprenta, durante una temporada. Según él, Chandler fue el inventor de esta máquina que, durante muchos años, sirvió para hacer volantes. En la imprenta de don Chinto se hacían los programas que, en los años setenta, repartían los empleados del cine. Todos los días repartían volantes, de papel muy delgado, casi tan delgado como el papel de china, con la programación de los cines Comitán y Montebello. Cuando tomé la fotografía, el peso de esa máquina me encorvó la espalda, pensé que, tal vez, esta máquina había servido para hacer esos programas. Yo nunca fui aprendiz en una imprenta, pero imaginé a Ramiro formando las palabras con los tipos móviles. Ramiro me explicó que él debía formar las palabras colocando las letras al revés, para que a la hora de la impresión el texto apareciera legible, al derecho, pues.
De pronto pensé que esta máquina estaba como están muchos viejos y ancianos en sus casas: ¡tirados! ¿Tiene que ser así la ley de la vida? En casa de Ramón había un viejo que caminaba con dificultad (Romeo contó que no sabía qué relación familiar tenía, pero ahí lo cuidaron hasta que murió). El viejo despertaba temprano todas las mañanas, antes de las seis, caminaba hasta la cocina, con paso lento, se sentaba frente a la mesa y tomaba el café y comía el pan que una sirvienta le servía. Ahí se estaba hasta las diez de la mañana. ¿Qué hacía tanto tiempo sentado frente a la mesa? Romeo decía que nada hacía, salvo ver a las cocineras ir de un lado a otro, acodarse en la mesa y ver hacia el techo como si buscara algo. Nadie le hablaba, porque sabían que no él no respondería. Sólo de vez en vez, un joven de barba cuidada y con ropa de diseñador exclusivo llegaba a verlo, lo acompañaba con una taza de té y, al despedirse, le dejaba un paquete de hojas.
El viejo no variaba su rutina. A las diez se levantaba de la mesa y salía al corredor y se sentaba en una mecedora, y ahí, en el patio, se dedicaba al mismo oficio: ver el techo y, ocasionalmente, el cielo. No hacía más que eso. A las dos de la tarde se paraba y regresaba a la cocina, comía y, después de dos o tres horas, entraba a su cuarto y ya no salía hasta la otra mañana. Romeo dice que una mañana el viejo no salió de su cuarto. Cuando la mamá de Romeo vio el café y el pan intocados dijo: “Nuestro viejo ya murió”. En efecto ya había muerto. Cuando entraron al cuarto descubrieron qué hacía todas las tardes. Hallaron decenas de hojas con dibujos, dibujos excelsos. Sobre una mesa de madera hallaron cientos de hojas de dibujo con bocetos increíbles. Romeo dijo que cuando su mamá vio los dibujos preguntó cómo el viejo conseguía el material para sus dibujos, pero luego recordó al joven de barba y concluyeron que él era quien le llevaba las hojas. Dos días después de la muerte, el joven llegó y pidió ver los dibujos. En cuanto los tuvo en sus manos le dijo a la mamá de Romeo que deseaba comprar la colección completa. La mamá titubeó, pero cuando el joven ofreció miles de pesos por el trabajo del viejo, aceptó la propuesta. El otro día, Romeo me enseñó una página de Internet, una página del museo de arte moderno de Estambul. Me enseñó un dibujo realizado con sanguina, dijo que ese dibujo era de la colección realizada por el viejo.
Hay historias de viejos que siguen productivos, que son creativos, a pesar de la edad. Viejos que se resisten a ser como objetos de museo. No todos lo logran. Es difícil adecuarse a estos tiempos vertiginosos en los que todo tiene fecha de caducidad.
Posdata: Los años no pesan. Lo que pesa es el recuerdo. La nostalgia crece conforme pasan los años. Al principio, el recuerdo es como un sembradío de nubes, pero al paso del tiempo, esas nubes se llenan de agua y provocan lluvias tormentosas. Esto es lo que pesa en el ánimo de los viejos, no la edad, sino el sembradío de nubes grises.
miércoles, 27 de junio de 2018
ILIMITADO, INFINITO
En un libro leí que el diccionario es limitado, tiene un número finito de palabras, pero el proceso creativo; es decir, la posibilidad de escribir textos con ese número finito de palabras es ¡infinito! Por eso, la escritura es prodigiosa. Más prodigiosa que cualquier otra posibilidad de vida. Si pensamos en el sexo vemos que es, sí, qué pena, limitado. Nunca he leído el Kama Sutra, pero los que lo han leído cuentan que es maravilloso, porque enseña muchas posiciones para hacer el acto sexual. ¿Cuántas posiciones? ¿Decenas, centenas? Por más posibilidades que muestre, siempre serán limitadas y no sólo por la imaginación sino por las capacidades físicas. Siempre que alguien menciona el Kama Sutra pienso en mi primo Andrés, pienso en sus ciento y tantos kilos y en su redondísimo vientre que es como una de esas ollas de barro inmensas que antes colocaban en el patio de las casas para recibir agua de lluvia. Mi primo camina con dificultad. Tiene cincuenta y tantos años de edad y siempre presume que sigue siendo muy arrecho; es decir, que aún tiene potencia sexual. Pero (lo imagino) ¿qué puede hacer el pobre hombre sobre la cama con compañía femenina? ¿Puede hacer algún numerito de esos que vienen en el Kama Sutra? ¡No, por el amor de Dios! Entiendo que las ballenas (perdón) sólo se aparean de una manera. Mi primo (perdón), en la actualidad, no tiene más que una opción: Recostarse en la cama y ponerse boca arriba. No puede hacer el acto sexual en la posición de misionero, porque si la mujer en cuestión se coloca debajo de él terminará aplastada como almohada bajo una moto conformadora. A Andrés de nada le sirve saber que, según el Kama Sutra, hay cientos de posiciones. Bueno, en realidad, pocos mortales pueden realizar ese tipo de acrobacias que más bien parecen destinadas a personas expertas en trapecios circenses. Mi amigo Guayo me confesó el otro día que se echó una canita al aire y llevó a una chica al departamento de un amigo. Subió a la chica a la mesa del comedor (como había visto en no sé qué película) y él quedó parado frente a ella. Con ambas manos la tomó de las sentaderas y la jaló para sí. Él, para lograr el acto, debió ponerse un poco en puntillas. ¡Ah, no lo hubiera hecho! En el esfuerzo sintió que ambas piernas comenzaban a paralizarse (cuando lo que debía estar paralizado era otro miembro). En ambas piernas le dio calambres, tan fuertes, que no pudo sostenerse en pie y terminó en el suelo, suplicando que su compañera (como lo había visto en la televisión) le tomara de ambas piernas y, como si fuese un futbolista a mitad de la cancha, lo masajeara. En medio de carcajadas me contó que eso le había sucedido en un simple levantarse de puntillas y juró que nunca intentaría hacer lo que tanto había soñado y que es abrazar a la mujer en cuestión, estando él de pie y ella con las piernas cruzadas sobre su cuerpo, sin que ella toque el piso. ¡No, no!, me dijo, eso debí hacerlo de joven.
Pero, los jóvenes también saben que el catálogo de posiciones es limitado. Ellos también prefieren posiciones menos equilibristas. Un sesenta y nueve no significa mayor peligro ni mucho esfuerzo, pero el famoso y mítico “Salto del tigre” conlleva mucho riesgo. ¿A quién se le ocurre subirse al ropero y lanzarse con la intención de introducir el miembro en la vulva, de un solo intento? Esto es una bobera que sirve para chistes, pero no falta el que, en serio, lo intenta y termina con el miembro fracturado, porque en lugar de introducirlo en el huequito se da contra la rodilla de la dama que, en último momento, cierra los ojos y, en movimiento automático, cierra las piernas.
Por eso digo que es espectacular la posibilidad del acto creativo; es ilimitado y no conlleva riesgos. En un cuento de Daniel de la Rosa, una pareja se mete en un barril de madera lleno de miel. Ambos están desnudos. Primero se mete la mujer, en esa sustancia viscosa, con un aroma exquisito. Su pubis no está rasurado, cuando la miel llega a su vientre, ella no puede resistir la tentación de tocarse el Monte de Venus, porque sus dedos se enredan en su vulva como si ésta fuera una telaraña en un pomo de jalea. Luego se introduce el hombre. Una aureola de abejas los acompaña, El zumbido de las abejas es como un recibimiento amoroso. Ambos amantes tienen la miel hasta el cuello, están ligeramente acuclillados, sus manos tratan de alcanzar el cuerpo del otro pero es difícil. La sensación es inenarrable, él le dice que no tiene erección, ella le dice que no se preocupe, la cercanía de su cuerpo es muy satisfactoria, se besan, mientras ella juega con su pubis y él, también, juega con su miembro que está en su mínima expresión. Después de muchos minutos, ambos deciden que ha sido una experiencia increíble, deciden salir, colocan sus manos en el borde del tambo para salir, pero les resulta difícil, la sustancia tan pegajosa pareciera convertirse en algo como pegamento que les impide salir. Comienzan a pedir auxilio, gritan. Están solos en el granero y éste está lejísimos de las casas de la finca. El esfuerzo físico los agota. En medio de la somnolencia, ella siente un dolor agudo, pero soportable, en su espalda, logra llevar una mano hacia la zona y distingue unos brotes como pequeñas alas, sabe que se está convirtiendo en una abeja reina.
El cuento deja la sensación de quedarnos a deber en su final, pero la lección es que en la creación las posibilidades de juego son infinitas. Los amantes que juegan con la palabra tienen más posibilidades de acceder al erotismo que aquéllos que insisten en agotar las posiciones del Kama Sutra.
martes, 26 de junio de 2018
CARTA A MARIANA, DESDE COMITÁN
Querida Mariana: Veo en la televisión una entrevista que le hicieron al poeta Hugo Gutiérrez Vega. Él murió hace dos o tres años, pero lo veo como una montaña viva en la pantalla. Él, de pronto, ¡oh!, recuerda que nació en Guadalajara. No pensaba en vos, pero en cuanto Gutiérrez Vega pronunció “esa región con nombre”, tu nombre creció en mi memoria.
¿Cómo te va? Estas últimas cartas van de Comitán a Guadalajara. Las demás (cientos de cartas) han sido enviadas desde Comitán “hasta” Comitán, casi casi como si tocara en tu ventana y te las diera mano a mano. Ahora es preciso que la paloma mensajera del Internet de este siglo te las entregue hasta allá en donde ahora tu mirada se desprende de tus ojos, como se desprenden las hojas de los árboles en otoño. Sí, te extraño. Extraño tu sonrisa a mitad del parque central o en una banca del parque de San Sebastián. Pero me fortalece que ya pronto volverás. Sólo falta un mes.
Para camuflar tu ausencia me he dedicado a ver cine (en YouTube), a pintar, a escribir y a leer. Dirás que es lo que hago cuando estás aquí. Sí, pero el aire de este tiempo tiene como cuerdas de alambres de púas a la hora que respiro. No te digo: ¡Vení ya!, porque sé que tu estancia allá es esencial para tu desarrollo intelectual y espiritual, pero le pido al tiempo que se apure, que le meta julepe, que deje de hacerse tacuatz y corra, corra como si el destino tuviera un límite antes de que acabe el mundo. Vení ya. Los viejos resentimos más las ausencias, el tiempo se convierte en una hamaca que no se mueve, que está ahí, colgada en medio de dos pilares sin hacer más que dejar pasar el viento. Los viejos quisiéramos ser como el viento, pero no somos más que los huecos que construyen el misterio de las hamacas.
Ahora, cuando me acerco a la ventana de la sala y miro las plantas que sembró mi mamá y que ahora están bellas porque la lluvia les ha puesto collares que enriquecen sus cuellos de damas exquisitas, pienso en los viejos que tienen lejos a sus hijos, los que, por cualquier motivo, no viven cerca de donde nacieron. Mi madrina Elena murió sola en su casa. Su esposo Mario no fue mi padrino, no fue, porque él murió cuando sus hijos tenían pocos años de vida y yo tenía dos. En el pueblo contaban que murió en otra ciudad, murió de un balazo, en una cantina de piso de tierra.
Sus hijos (tres), desde jóvenes dejaron Comitán y fueron a estudiar a la Ciudad de México y allá se quedaron. Los hijos venían de vez en vez, muy de vez en vez, llegaban a casa, saludaban a mi madrina y, de inmediato, iban a casa de los amigos para reunirse con ellos, para ir a Uninajab, para ir a ranchos, para ir a Los Lagos. Llegaban a casa en la noche, se levantaban tarde, desayunaban, platicaban un rato con mi madrina y luego volvían a salir para reunirse con los amigos. Mi madrina murió sola. Una madrugada (el certificado de defunción dijo que sufrió un infarto fulminante, entre las dos y las cuatro de la mañana) la madrina murió. Murió sola.
Pero si digo o escribo: “Mi madrina murió sola” no digo algo sorprendente. Todo mundo muere solo. Debo escribir: “Mi madrina vivió sola”. Esto sí tiene el hielo de la ausencia. Vivir solo es como vivir en cadena perpetua, en una cárcel asfixiante.
A veces imagino las horas anteriores a su muerte, cuando aún estaba viva, sola, muy sola, imagino que puso a calentar un poco de café en la hornilla, partió un pedazo de cazueleja, se sentó en la mesa de seis sillas que siempre hubo en el comedor de la casa, y, viendo hacia la pared, donde estaba el cuadro de la Última Cena, comenzó, como canario, a pispiar pedazos de pan. En la otra habitación, la pantalla de la televisión mostraba imágenes para nadie. El sonido llegaba sordo y opaco hasta los oídos de mi madrina, quien, sin duda, dedicaba su pensamiento a otras imágenes. ¿Qué pensaba? Imagino que se sentó en la orilla de la cama, sacó su libro de oraciones y, con el auxilio de la luz de la lámpara del buró, pidió a su Dios que bendijera a sus hijos, hijos que desde que tuvieron dieciocho años estuvieron ausentes. ¿Cómo sobrevivió mi madrina esa ausencia casi infinita? Sus hijos llegaban a Comitán, de vez en vez, abrazaban a su mamá, dejaban las maletas en los cuartos y luego se despedían porque iban a reunirse con los amigos, quienes los recibían con emoción y alegría.
Hugo Gutiérrez Vega, en la pantalla de la televisión, habla de su infancia en Guadalajara (pienso que algunas de las calles que él caminó vos ahora las caminás). En varios momentos de la entrevista recuerda algunos de sus poemas; en uno de ellos dice: “Era el tiempo en que se nos abría el paraíso / en todos los minutos del día. / Días de minutos largos, / de palabras recién conocidas”. Pienso, entonces, que cuando estás acá, al lado de tu novio y de tus papás; acá, en tu pueblo, a todos se nos “abre el paraíso, en todos los minutos del día”.
Posdata: Te envío una postal que encontré en San Cristóbal. El otro día fui y, ¡fue inevitable!, pensé en la vez que fuimos a comprar cervecitas dulces.
Vení ya. ¿Qué tiene Guadalajara que no tenga Comitán? No lo digás, porque si comenzás a mencionar las ventajas de aquella gran ciudad, pensaré que decidirás quedarte allá un tiempo más. Tardá el tiempo que querás, pero ojalá que ese tiempo no quiera tardarse más.
lunes, 25 de junio de 2018
CARTA A MARIANA, DONDE SE CUENTA DEL EXCESO EN EL FESTEJO
Querida Mariana: Rodrigo dice que los mexicanos no estamos acostumbrados a ganar. Por esto, cuando ganamos algo caemos en el desborde. Quienes, de manera frecuente, gozan el triunfo lo toman con la misma tranquilidad con que la niña mira el milagro del colibrí frente a la flor. Lo que Rodrigo dice no es algo novedoso, ya Octavio Paz, nuestro Nobel de Literatura, en el “Laberinto de la soledad”, acerca de los festejos religiosos o cívicos, apuntó: “… el país entero reza, grita, come, se emborracha y mata en honor de la Virgen de Guadalupe o del general Zaragoza…”. Así somos, diría Mateo.
En las redes sociales medio mundo ha exhibido los excesos en que han incurrido muchos mexicanos al celebrar las dos victorias de México en el Mundial de Rusia.
No sé si eso justifica mi deseo de que no gane la selección de nuestro país. Muchos pensarán que soy un malinchista, que soy un hijo de mala patria. No es así. He disfrutado, como muchos, los partidos de fútbol. Lo seguiré haciendo. Confieso que no soy el clásico espectador apasionado. ¡No! En realidad veo mientras leo o al contrario: leo mientras veo; es decir, siempre estoy con un libro y pongo mi atención en lo que leo, pero, cuando el Perro Bermúdez dice que era suya o que la quería colocar donde las arañas tejen sus redes dejo el libro y veo la acción. Me seducen las multitudes. Disfruto mucho el disfrute de todos los aficionados que están en los estadios y gritan y se llevan las manos a la cara cuando el jugador de su selección falla el gol frente a la portería o cuando se levantan en automático, levantan los brazos y abrazan a su prójimo porque el balón entró en la portería. ¡Es tan escaso el gol que el festejo sí merece la explosión de los sentidos! Esto lo disfruto. Me seduce ver cómo las multitudes abandonan, como suéter, su individualidad y se mezclan en un todo homogéneo que es como un mar de aficionados embriagados por la pasión. Las multitudes llaman mi atención. Quedo anonadado por las multitudes en conciertos y en partidos de fútbol.
Disfruto que los aficionados se diviertan y celebren las victorias y, también, sufran las derrotas. Esa hora y media del partido es la grieta que permite tirar lo cotidiano al albañal y es la ventana que da acceso a lo novedoso, a lo inusual.
Me encantaría que ir al estadio de fútbol fuese como ir al cine o como ir al templo o al parque de diversiones. Las personas que van al cine disfrutan la hora y media de la cinta con intensidad, gritan y agarran los descansabrazos con furia a la hora que el dinosaurio brinca la cerca electrificada y camina detrás del jeep de los científicos y el chofer no logra que el motor encienda y le da una y otra vez al llavín, mientras el gigantesco animal se acerca más y más. Cuando la cinta termina, los cinéfilos salen de la sala, comentan la cinta y van felices por ese cambio de rutina. Lo mismo sucede con los creyentes, cantan y oran en grupo y al final salen del templo como si hubiesen recibido un baño de luz. ¿Imaginan que los católicos salieran del templo y treparan sobre los carros y bailaran sobre los techos y quebraran cristales y se manifestaran en las plazas de todas las ciudades y se subieran a sus autos y, con el acelerador a fondo, dieran vueltas y vueltas en círculos y se emborracharan y pelearan y se golpearan y se burlaran de todos los ateos y cuando alguien preguntara por qué lo hacen, todos dijeran que es porque “Estuvieron con Cristo”?
El fútbol, qué pena, provoca los más oscuros sentimientos, hace que afloren los complejos y se desborden los ánimos. Tal vez Rodrigo tiene razón: los mexicanos no estamos acostumbrados a ganar, por eso cuando ganamos algo nos excedemos, porque sabemos que difícilmente se volverá a dar la oportunidad de coronar nuestras cabezas con la aureola de laurel, soberbio símbolo de la victoria.
Si México obtiene su pase a la siguiente fase significa que habrá un día más para el exceso y para la tragedia; si México logra el ansiado quinto juego la patria se estremecerá y habrá borracheras y desbordes sangrientos. ¿Cuántos accidentes ocurren en estas inundaciones?
Si la selección de México pierde y regresa a casa, los aficionados vivirán el Mundial sin excesos, buscarán un equipo cercano a sus afectos y alzarán los brazos cuando el gol aparezca. ¿Al término del partido volverán a sus habituales actividades, con el gusto de haberse divertido durante noventa minutos?
Posdata: Me da pena decirlo, pero no le voy a México, porque amo a México. Me duele el exceso, lo lamento. El miércoles no gozaré una posible victoria de México, porque desde ahora advierto el desborde que se hará, la tragedia que estará envuelta en la bandera del triunfo. Me da pena decirlo, me gustaría que Suecia gane y que Alemania gane y que sus aficionados celebren las victorias. En aquellos países están acostumbrados a celebrar el triunfo sin excesos (imagino).
Acá es una pena, un gol no sólo lo celebramos en el instante. Tal flama se extiende en la línea del tiempo y es tan desbordada que, en muchas ocasiones, provoca incendios lamentables.
No sabemos ganar, no estamos acostumbrados. Las lecciones que recibimos son defectuosas. Mirá cómo se comportan muchos paisanos ante dos victorias que nada garantizan. Uf, no puedo imaginar lo que sucederá si México pasa a la siguiente ronda. No puedo imaginarlo. Medio mundo de México quiere que la selección gane. Si el festejo fuera civilizado todo sería hermoso, pero la celebración siempre es exagerada, dañina, muy de sociedad no acostumbrada a la victoria. El exceso aparece y provoca desgracias. El festejo se convierte en desdicha en muchos hogares. Ya lo dijeron los sabios: Todo en exceso ¡es malo!, y los mexicanos brincamos el límite del festejo y llegamos al exceso, nos embriagamos de pasión y la resaca nos tarda años.
sábado, 23 de junio de 2018
CARTA A MARIANA, DONDE SE HABLA DE ÁRBOLES
Querida Mariana: López Obrador estuvo en Comitán. Pau y yo fuimos al parque a argüendear. De lejos vi a mis amigos Roberto Álvarez y Daladier Anzueto, quienes, si les preguntan, dirán que estuvieron frente al próximo presidente de México. Bueno, en realidad, el noventa y feria por ciento de los asistentes diría lo mismo, porque asistieron los simpatizantes de El Peje; el mínimo porcentaje restante estuvo conformado por argüenderos, mitoteros, chismosos y simpatizantes de otros candidatos (estos últimos fueron para medir la fuerza del tabasqueño y pasar reportes a sus jefes inmediatos). Yo, como digo, fui a argüendear y miré algo que he visto con frecuencia: varios árboles del parque llenos de personas. Sí, tal vez vos también has visto esos árboles que, en lugar de frutos, están llenos de personas que se encaraman sobre ellos para ver desde arriba. He presenciado tal fenómeno durante los desfiles, durante los mítines políticos o durante el Festival Rosario Castellanos y en el escenario está, por ejemplo, Lila Downs, cantante oaxaqueña que canta bien bonito. La gente que se encarama en árboles tiene algo de chango. No lo piensan dos veces. Necesitan un espacio en alto para ver el escenario y trepan sobre las ramas y alcanzan la máxima altura en la copa de los árboles.
No dudo que algo similar sucedió cuando vino Fernando Castellanos o cuando vino Albores Gleason. Los simpatizantes y acarreados (lo mismo en el caso de López Obrador) llenan el espacio del parque y, por ende, los de las últimas filas buscan un lugar alto para poder ver lo que sucede en el templete principal. No hay de otra que treparse sobre postes o sobre árboles. Como trepar a postes no es cosa sencilla (recordá el palo ensebado), la gente prefiere trepar a los árboles, porque éstos son muy generosos en su forma. Abren sus ramas como brazos, que los trepadores usan como escalones. Los postes no sirven más que para lo que sirven; es decir, para sostener cables; en cambio, los árboles son muy dadivosos, porque prestan sus ramas para que los papás cuelguen columpios donde juegan sus hijos.
Pau, niña lista, que no sólo ve lo que sucede en los escenarios, sino que también está pendiente de lo que sucede alrededor, de inmediato vio el árbol lleno de personas, me jaló del pantalón, señaló y dijo: “Mirá, tío, un árbol de hombres y mujeres”, lo dijo como si los hombres y las mujeres fueran parte intrínseca del árbol, como si éste pariera seres humanos, en lugar de frutos. La imagen era muy simpática y alucinante: los hombres y mujeres se movían por en medio de las hojas, tratando de ver a los que, en el templete, daban discursos. Era como si regresáramos cientos de años en la evolución y presenciáramos cómo los abuelos del ser humano aún vivían en medio de los árboles.
Nosotros escuchamos (porque estábamos a ras de piso y sólo imaginábamos lo que sucedía) que junto al candidato a presidente municipal, al candidato a senador, a la candidata a la diputación federal y López Obrador estaba, nada más y nada menos, ¡Irma Serrano! Cuando el nombre de Irma se escuchó en los altoparlantes, vi que una mujer que estaba trepada en el árbol se hizo a su derecha, para esquivar una rama que tenía enfrente, quería ver a la actriz comiteca, a pesar de que estaba como a treinta metros o un poco más del templete. “Se va a caer”, dijo Pau, quien también había visto el movimiento atrevido de la mujer. Por fortuna nada pasó. La mujer estiró su brazo derecho y logró detenerse en otra rama y ahí se quedó, estirando el pescuezo como si su cuello fuese un periscopio con fuelle.
En Comitán (como en muchos otros pueblos del mundo), cuando hay multitudes, muchas personas (no sólo niños) suben a los árboles y convierten a éstos en sus plateas selectas. Mientras los que están a ras de suelo se paran en puntillas y alzan los pescuezos o las muchachas bonitas se encaraman sobre los hombros de sus muchachos, los que están en los árboles ven todo casi casi como si estuvieran en primera fila.
Los árboles (¡ay, qué pena!) no sólo sirven como plateas, también los usan para amarrar lazos que detienen manteados o lonas inmensas. En el parque central de Comitán sirven como postes para atar cuerdas que, por supuesto, hieren sus troncos. La gente es insensible, sobre todo los inconscientes trabajadores que levantan carpas para que el gobernador en turno entregue despensas. He visto a trabajadores colocar las plantas de sus pies sobre los troncos como apoyo a la hora que, con sus brazos musculosos, hacen fuerza para que las cuerdas queden bien apretadas.
Los árboles debían servir sólo para sostener columpios y para abrazar a nidos de pájaros. Los árboles son generosísimos, nos dan sombra cuando el sol avienta sus rayos de manera inclemente y nos proveen oxígeno para que podamos vivir. Pero, encima de ello, muchas personas despiadadas los usan como postes para pegar publicidad o para sostener carpas gigantescas.
Pero el colmo (cuando menos en mi pueblo) es lo que Pau y yo presenciamos hace dos días. Fuimos al parque a comer esquites y cuando estábamos a punto de llevarnos la cuchara a la boca, con ricos granos de maíz, con su correspondiente limoncito, sal y polvojuan, Pau señaló y dijo: “Mirá, tío, un árbol de basureros”. Así lo dijo, como si el árbol, en lugar de dar frutos diera basureros. Lo vi y no podía creerlo. ¿Cómo era posible que en pleno parque central de Comitán estuviera un basurero encaramado en un árbol? Pau dijo que nuestro parque era único en el mundo, porque sus árboles “daban” personas y basureros. Sí, pensé, es un parque insólito, por desgracia.
Al principio pensé que el basurero estaba sobre el árbol como resultado de una travesura juvenil. Algunos muchachos traviesos (nunca faltan, basta ver las estupideces que algunos aficionados mexicanos hacen ahora en Rusia) encontraron un basurero y lo colocaron ahí arriba. Pero luego pensé que no era tan sencillo, pensé que algunos empleados municipales, encargados de la limpieza, hallaron el basurero fuera de su base y no encontraron “mejor lugar” para tirarlo que encaramarlo en el árbol. Los dos casos son graves, pero si lo segundo es lo correcto (¡incorrecto!) es de dar pena ajena.
Medio mundo ha dicho, en reiteradas ocasiones, que la autoridad municipal ha descuidado el parque central. El parque está lleno de huecos en el piso. Lo que en un principio fue una gran idea (las letras tridimensionales con el nombre de Comitán) se ha vuelto ya una vergüenza. Las letras fueron hechas con madera, ésta ya se pudrió, por lo que las personas se toman fotografías con el nombre de Comitán a punto de desvencijarse. ¡Qué pena! De igual manera, el desagüe que está colocado al lado de la escultura de Luis Aguilar está todo deteriorado, convertido en una trampa para los peatones; además de que en temporada de lluvias provoca un gran encharcamiento. En varias ocasiones he insistido con mi amigo, el maestro Lacho Nucamendi, Director de Atención Ciudadana, en la necesidad de arreglar esa alcantarilla y él, siempre muy atento, me asegura que ya lo resolverán. La vez más reciente le recordé su promesa. Él platicaba en los pasillos de la presidencia con la síndica. Minutos más tarde nos encontramos frente al teatro de la ciudad y me dijo que después de despedirnos, la síndica había platicado con el director de obras públicas para que se encargara de solucionar tal problema. Yo le agradecí al maestro Lachito, lo hice en nombre de Comitán. Pero, ya pasó más de un mes de la plática y el problema persiste y se agudiza. Sí, sí, lo sé. Este hundimiento no fue causado por esta administración. Claro que no. Es un problema que heredaron. Pero (yo digo) si me entregan una casa con defectos, lo primero que hago es solucionarlos, dignificar la casa, la casa común. No creo que sea la gran ciencia (ni que cueste mucho) arreglar esa alcantarilla que está en el mero corazón de nuestro pueblo, al lado de donde atiende el presidente municipal.
Necesitamos vivir en una ciudad digna, porque los comitecos, desde siempre, hemos sido un pueblo digno y bastión fundamental para la historia de Chiapas y de México. Comitán siempre se ha distinguido por ser un pueblo de gran cultura. No lo decimos nosotros, lo reconoce medio mundo. ¿Por qué entonces la autoridad descuida nuestras plazas?
Posdata: Qué pena que las autoridades no caminen en la misma dirección que camina la mayoría de comitecos. La mayoría cuida este pueblo como se cuidan los árboles, está pendiente de que siempre dé sombra, de que sea sólo espacio para nidos de pájaros.
Gracias a Dios, en este proceso electoral no hubo los odiosos y contaminantes pendones plásticos con los rostros de los candidatos. ¡Dios es grande!
jueves, 21 de junio de 2018
DEFINICIÓN DE PICARDÍA
La picardía es una palabra que crece conforme crece el ser humano. Hay muchas palabras que no son así; de hecho, la mayoría de palabras se conserva sin cambios visibles, por ejemplo, la palabra paz no cambia, sin importar el siglo ni el lugar, la paz es la paz aquí y en China; en cambio, la palabra picardía se modifica con el paso del tiempo. Un niño pícaro causa simpatía, mientras que cuando crece produce rechazo.
El diccionario de la Real dice que picardía puede ser una “travesura infantil”, pero también es una “acción deshonesta”; es decir, mientras una picardía se considera una simple travesura cuando el ser humano es niño, la picardía se convierte en una acción deshonesta cuando la realiza de grande, porque la picardía puede ser la misma, pero toma otro color dependiendo la edad del pícaro en cuestión.
Si un niño le sube la falda a la maestra, en el jardín de niños, todo mundo considera la acción como una simple picardía. ¡Ah!, pero no vaya a ser el padre de familia que comete el mismo acto, porque la picardía es considerada como una acción perversa.
Es lamentable que una palabra pierda su esencia inocente y adopte una carga retorcida. Me encantan las palabras que permanecen inalteradas: por ejemplo, la palabra mañana no tiene algún requiebro, siempre es luminosa, a pesar de que esté nublada. Lo mismo sucede con la palabra esperanza y con la palabra noche. Pero hay palabras que pierden su sentido original (su inocencia, si puede aplicarse tal término).
En Comitán hay un disco que se llama “Los cuentos de doña Lolita. Picardías comitecas”, disco que fue grabado por doña Lolita Albores, que en paz descanse. El disco es una selección de las mejores “mudencadas” de dos discos proverbiales: “Qué pensás que’stoy pensando” y “El guatec’ca’tusáias”. Me gustó que el disco más reciente dijera que contiene “Picardías comitecas”, porque el pueblo comiteco, la verdad, es pícaro, en su sentido más lúdico. Por el contrario, muchas personas definen los discos como los de “las malcriadezas de doña Lolita”, y la palabra malcriadeza conlleva un sentido peyorativo. Doña Lolita era como una niña, decía sus “mudencadas” con la inocencia del niño que corta un durazno en un sitio ajeno, porque a esa edad cree que el mundo no tiene dueños exclusivos. El disco, entonces, contiene picardías y no malcriadezas, contiene aire limpio y no smog. El smog (debemos decirlo) está en las mentes de los que, torcidos, ya no son árboles erectos.
Disculpen, pero el mundo (cuando menos el de por acá) debe hacer una campaña para dignificar a las palabras, que no sean confusas. Si la palabra puta designa a una mujer que vende su cuerpo, que sólo se aplique a ello y no se aplique, en un momento de coraje infundado, a la madre del prójimo, porque, lo más probable es que la madre del otro no venda su cuerpo.
Lo mismo tendría que pasar con la palabra picardía. Lo correcto es que se aplique sólo como sinónimo de sonrisa infantil, de manita subiendo la falda traviesa de la maestra, de pie saltando sobre la cuerda, de rostro manchado por helado de limón.
miércoles, 20 de junio de 2018
CARTA A MARIANA, DONDE SE CUENTA UNA HISTORIA DE MUSEOS (3)
Querida Mariana: Acá termina esta serie de cartas, dedicadas a museos, al “museo” que Pepe tiene en su casa, al museo que está en lo que fue el edificio de la presidencia municipal en San Cristóbal de Las Casas, y al inexistente Museo del Agua, sueño-propuesta del escultor comiteco Luis Aguilar.
Esto fue así, porque como ya viste, el tema se fue dando sin buscarlo. La escritora Rosa Montero dice, más o menos, que cuando escribe alguna novela se topa a cada rato con personas que tienen mucha semejanza con los personajes que define en sus novelas; Doris Lessing, premio Nobel de Literatura, dice (palabras más, palabras menos) que cuando hacemos contacto visual con una persona, a ésta la comenzamos a encontrar a toda hora y en todo lugar. Así me sucedió, en los últimos días, con el concepto de museo. Pepe me invitó a conocer su museo, después que había caminado por el Museo de San Cristóbal, y luego, en las redes sociales, hallé que Luis Aguilar dijo que había visto un video posteado por su amigo escultor argentino Néstor Vildoza y pensó que sería importante crear “un espacio como éste en Comitán, donde se abordara el tema del agua, desde muchos puntos (…), por ejemplo: Los chorros de La Pila, los burritos repartidores, el río grande, los Lagos de Montebello. De ahí se desprenderían muchísimas expresiones, como la lluvia en Comitán. ¡Soñemos! ¡Se vale!”
Cuando leí que lo que Luis escribió pensé en lo que opinaría la mayoría de comitecos, que sería un poco como lo siguiente: “¿Museo del agua? ¡Es una bobera! Lo que deben hacer es dar agua a las casas”. Rodrigo, en plan de broma, dijo que hacer un Museo del Agua en Comitán, sería tanto como hacer un Museo del Dinosaurio; es decir, construir un museo para dar a conocer cómo eran los dinosaurios; un museo para dar a conocer ¡cómo era el agua!
Sé que Luis piensa en grande, siempre lo ha hecho. Yo soy más modesto en mis sueños y en mis pretensiones, pero coincido en la importancia del tema.
Para Comitán, el tema del agua es (perdón por la obviedad) ¡vital! Nuestra historia comienza con la leyenda del famoso león de La Pila.
La leyenda de la fundación de la patria está basada en el mito del águila comiéndose a una serpiente sobre un nopal; la leyenda del origen de nuestro pueblo tiene su esencia en la cuerda del agua. Desde entonces y hasta la fecha, el agua (tal vez más que en muchas otras poblaciones) es parte fundamental de nuestra cultura.
¿Un museo? Los comitecos (todos) exigen que las autoridades municipales garanticen el abasto de agua en las casas. ¿Para qué un museo? No deseo tirar la idea de Luis, porque él (como siempre) va más allá. Luis dice: “Más que museo sería un Centro de Interpretación, en el que no sólo conozcamos algo de nuestro pasado sino lo que pasa en nuestro presente, para definir la prospectiva con respecto al vital líquido”.
La idea es interesante. Pienso que puede ser parte de una sala temática en el Museo de la Ciudad. El mismo Luis aporta elementos que, tal vez, estuvieron ausentes en la museografía de dicha institución, Luis dice que: “para realizar un proyecto de museo deben intervenir muchos especialistas y también un comité formado por gente conocedora del lugar”.
Amín Guillén publicó un libro muy interesante, y documentado, acerca del tema del agua en Comitán. Existen personas que saben, por ejemplo, la historia de la red de distribución del agua potable y reconocen, como dijeran los jóvenes, la neta del problema de la escasez; ellos saben qué debería hacerse para comenzar a solucionar la problemática, en serio.
El proyecto de Luis apunta en esa dirección: Que los comitecos tengamos un lugar histórico, que sirva de reflexión y sea un espacio que nos recuerde (no sólo a nosotros, sino a todo el género humano) la importancia que tiene el agua como elemento sustancial de la vida.
Los comitecos ya hemos vivido en carne propia la angustia de la carencia de agua. Un Museo del Agua (o una sala en el Museo de la Ciudad) daría elementos para no dejar aislado este problema urgente.
Posdata: En fin. Si a mí me urgieran no haría un museo del agua ni de las nubes ni de la tierra, yo haría algo similar a lo que hizo Pamuk, Nobel de Literatura; haría un museo que privilegiara la calidez de tu complicidad, para que el mundo supiera que vos sos vital, que vos sos agua bendita para temporada de estío, esperanza en medio del desierto.
martes, 19 de junio de 2018
CARTA A MARIANA, DONDE SE CUENTA UNA HISTORIA DE MUSEOS (2)
Querida Mariana: Esta foto me la tomaron en el Museo de San Cristóbal de Las Casas. A causa del temblor más reciente, la segunda planta no está abierta al público. Sólo disfruté la planta baja. ¿Querés saber cuál es el título de esta fotografía? Se llama “Tres mulas”, dos mulas están forradas de doblador y uno forrado con carne y hueso.
Esta imagen está muy relacionada con mi vida. Luego te cuento, por el momento digo que el museo me gustó. Dije en la carta de ayer que no pude evitar hacer la comparación con nuestro museo comiteco. Mi conclusión fue que el nuestro nos quedó debiendo porque no representa el espíritu de nuestro ser. Por el contrario, en el museo de San Cristóbal sí hallé mucho del alma coleta. Es un museo sencillo que si lo comparo, por ejemplo, con el Museo Barroco, de la ciudad de Puebla, de apertura reciente, se queda cortito, pero su museografía logra captar la esencia de aquella sociedad.
En nuestro museo está ausente la picardía comiteca. Un amigo dijo que a los museógrafos (si existieron) les faltó ingenio para reflejar la verdadera personalidad de Comitán. Se pasaron de solemnes y tuvieron exceso de pretensión. La directora del museo comiteco es una mujer inteligente, tal vez sea momento en que ella comience a darle personalidad al museo que recibió.
El museo de San Cristóbal, insisto, aunque tiene una museografía modesta sí dice mucho de la cultura de ese magnífico pueblo. Los museógrafos tuvieron el ingenio suficiente para elegir lo más representativo.
En uno de los salones hallé un recuerdo que me envió a mi infancia. Una vez, mis papás me llevaron a San Cristóbal, un jueves de Corpus, que es el día en que los católicos celebran la eucaristía. Fuimos a persignarnos a la catedral, caminamos por el parque central y luego mi papá dijo que iríamos a los portales. Cuando nos acercábamos vi a mucha gente parada frente a una serie de mesas que estaban repletas, ¡repletas!, de dulces tradicionales: dulces de leche con nuez, mazapanes, galletas, panes rellenos de mermelada de durazno, cocadas, duraznos pasa, dulces de yema, chimbos, naranjas cristalizadas, higos, gaznates, nuégados y cien delicias más (más de cien). ¡Ah!, qué disfrute para la vista, para el olfato, para el tacto, para el paladar. No sabía qué ver, qué pedir, qué comer. Los colores competían con los aromas. Todo era sensacional. Mas de pronto, cuando creía que todo ya estaba dispuesto para mi disfrute vi lo que me pareció la sensación del siglo: unas mulitas hechas con doblador (hojas de maíz secas) y papel crepé, con las patas de palitos de madera y cargando atados de dulces pequeños envueltos en papel celofán. ¡Supe qué pedir! Le dije a mi mamá que me comprara una, no, una ¡no!, dos mulitas.
¿Qué tienen que ver las mulitas con la celebración de la eucaristía? Mi abuela Esperanza, ya en Comitán, me dijo que representaban los obsequios que los discípulos dieron a Cristo. Bueno, dije yo, pero insistí, por qué mulas. ¡Ah, salí de acá!, dijo mi abuela y siguió calentando el café de olla.
¿Mirás por qué entonces ahora que estuve en el museo mi corazón creció como si fuera un árbol de nubes? Sí, en el museo hay dos mulitas pequeñas, sobre una mesa, pero también hay estos dos ejemplares grandes, como para decirme que mi emoción creció junto con los años. Me paré al lado de las dos mulitas y pedí que, por favor, me tomaran una fotografía. Pensé en mi papá, quien falleció en 1990, pero que una mañana de mil novecientos sesenta y algo nos llevó a mi mamá y a mí, a conocer y vivir una de las tradiciones más hermosas (y sabrosas) de San Cristóbal.
Ya te he contado que mi papá me hincó varias religiones que conservo y atesoro con cuidado, entre ellas están la religión católica, el amor al cine, y el amor a su pueblo natal. Con la misma intensidad con que amo a Comitán, amo al pueblo de mi padre, y amo a sus tradiciones.
Estar al lado de estas mulitas fue como estar agarrado de la mano de mi papá, no porque mi papá fuera un mulita, ¡no!, fue así porque mi papá me dijo en qué dirección estaba el camino para ser feliz sin pretensiones. ¿Podés imaginar algo más sencillo que un par de mulitas hechas con doblador?
Mi sensación al recorrer el museo fue el de que es un museo sin falsas pretensiones, pero realizado con amor y con mucho ingenio, con mucha pasión.
Posdata: Mañana te cuento algo del proyecto de Museo del Agua que Luis Aguilar, el escultor comiteco, lanzó como si fuera un simple papalote.
Cuando regresés de Guadalajara te mostraré otra fotografía que tomé especialmente para vos. Ahí aparece un par de mulitas. No lo vayás a tomar de manera personal.
lunes, 18 de junio de 2018
CARTA A MARIANA, DONDE SE CUENTA UNA HISTORIA DE MUSEOS (1)
Querida Mariana: La calle estaba cerrada. Escuché que un automovilista, con el brazo en la ventanilla, comentó molesto: “Es el gobierno”. La calle cerrada era la Real de Guadalupe, en San Cristóbal de Las Casas. Dos policías resguardaban una carpa con mesas y sillas, me acerqué y pregunté, uno de ellos dijo: “Es que el doctor Poo hace su campaña dental gratuita”. ¡Ah!, pensé, mi amigo Pepe tiene el poder de cerrar las calles en San Cristóbal, casi como si fuese un poderoso de gobierno. En esas estaba cuando Pepe apareció, lo saludé y, casi en automático, me despedí, pero él no permitió que yo siguiera mi camino, repartiendo ARENILLA-Revista. No, me dijo, vení a conocer mi museo. La palabra museo fue la que apagó mi decisión de continuar con el reparto. ¿Museo? Sí, Pepe dijo que tenía un museo. ¿En dónde?, pregunté. En mi consultorio, dijo él. En la fachada no hay un letrero que indique que adentro hay un museo, porque (luego entendí) más que museo es una colección de objetos varios que él llama así.
Entramos a su consultorio. Dos pacientes lo esperaban. Él los invitó a conocer su museo y, como si fuese un experto museógrafo, comenzó a señalar los diferentes componentes de su “museo”. Como ya intuiste, el museo del doctor Poo es un museo sui géneris; es decir, es un amontonamiento de objetos que él ha ido recolectando con el afán del coleccionista sin método, pero con mucho cariño, con mucha pasión.
El espacio donde Pepe tiene su clínica odontológica, su museo y su departamento, es un edificio con pocos metros de frente y muchos metros de fondo, así, en ese largo corredor nos mostró murales, su árbol genealógico, el santuario de su hijo, juguetes chiapanecos tradicionales, fotografías antiguas de San Cristóbal y de Comitán, fotos familiares, el título de médico de su papá, botellas de vino, vacías y llenas (las etiquetas de las vacías contienen la fecha y el lugar donde fueron consumidas y los nombres de quienes bebieron esas botellas), un paciente que era atendido por uno de sus compañeros odontólogos y que, si no hubiera contestado nuestro saludo, hubiésemos pensado que era parte de la escenografía; asimismo, nos enseñó dos estatuillas que, según él, son obras originales de culturas prehispánicas. Nada dije, pero casi estaba a punto de decirle que se veía la etiqueta de “Made in China”, pero como era un chiste que no coincidía con su entusiasmo y su seriedad, hice silencio. Después de ver alteros de diplomas tirados en el piso, pensé que, sin duda, en algún instante dichos reconocimientos estuvieron colgados en paredes y Pepe, con el dolor de su ego, los sustituyó por las fotografías antiguas. ¿Qué más tiene el museo de Pepe? Tiene cosas insólitas, porque (ya lo dije) es su departamento: mesas, sillas, camas con colchas y almohadas, cacerolas, molcajetes, además de una señora que preparaba la comida. Sí, es un museo sui géneris.
Pepe ha cumplido su gusto. Quién sabe en qué momento soñó con un museo. A su modo lo ha logrado. Con gran desparpajo invita a quien se le pone enfrente a visitar su museo y a dar datos acerca del acervo que contiene. En Comitán diríamos que es un tachilgüil; en Comitán diríamos que hay muchas personas que viven en casas que son como museos (por la riqueza de los objetos familiares), pero que no tienen la desenvoltura de Pepe, que invita a medio mundo a conocer sus obsesiones.
Desvié tantito mi ruta de entrega. Lo hice por afecto y porque la palabra museo me instigó. Recién había estado en el Museo de San Cristóbal (éste sí con museografía profesional) que está en la planta baja y en la planta alta de lo que fue la Presidencia Municipal; y había leído una propuesta de Museo de Agua que lanzó mi amigo Luis Aguilar, el famoso escultor. Ya te comentaré en otras cartas, mis reflexiones acerca del museo de San Cristóbal y de la propuesta de Luis.
Todo mundo sabe cuál es el objeto de abrir museos. El objetivo de Pepe, pienso, es el de compartir sus sueños y enraizar su identidad.
Siempre llama mi atención la pasión de los coleccionistas por acumular objetos y, en muchos casos, por compartir sus tesoros con los demás.
Me despedí de Pepe y seguí con mi ruta de reparto. Vi que, en la calle, donde estaba la carpa ya comenzaba a reunirse un grupo de personas que acudía a la campaña odontológica gratuita que el doctor Poo realiza con frecuencia. Justifiqué el cierre de calle. ¡Cómo no! Si los políticos cierran calles para hacer sus mítines políticos, pues que los odontólogos generosos también lo hagan. Esta última acción es más positiva. El doctor Poo hace una labor social muy importante. Desde hace muchos años impulsa las campañas gratuitas que benefician a decenas, centenas de pacientes.
Pensé si vos, aparte de libros, conservás chunches. Pensé en mí y concluí que no, que nunca he tenido pasión por acumular objetos. Ni siquiera los libros me mueven a guardarlos. Durante mi vida, a lo largo de mudanzas, he ido dejando bibliotecas en casas de amigos o desperdigándolos como si deshojara margaritas. Sólo conservo aquéllos libros que son como esenciales para mi respiración (la Biblia y Cortázar).
Posdata: Mañana te cuento mi impresión del museo de San Cristóbal. No pude evitar compararlo con el museo de Comitán y concluí que el nuestro es, como dijo un amigo, un museo de calcomanías que nos quedó a deber, pero, bueno, esto te lo cuento mañana.
sábado, 16 de junio de 2018
CARTA A MARIANA, DONDE SE DEMUESTRA QUE HAY DE PISOS A PISOS
Querida Mariana: Alfonso se molesta cuando digo que no me gusta escuchar eso de “Con los pies en la tierra”. Las personas lo dicen para reafirmar que uno debe estar instalado en la realidad. Pero a mí, la verdad, la realidad no me gusta mucho. La realidad es muy plana. A pesar de todas las grietas que tiene, al final, es muy predecible; es decir, lo que ocurrió hace siglos sigue ocurriendo, con muy ligeras variantes. ¿El problema de la violencia? La sociedad ha sido violenta desde que aparecieron los primeros seres humanos sobre la tierra. Por esto, porque la realidad es muy repetitiva, vos sabés, me gusta más el mundo que aparece en los libros. Además, eso de “Con los pies en la tierra” me ata, me impide soñar con el vuelo y yo digo que si algo nos compensa de la rutina diaria es la capacidad de volar con la imaginación; es decir, de levitar y dejar abajo, muy abajo, ¡la tierra! Me gusta estar con los pies “sobre las nubes”. Me gusta estar en las nubes.
En la escuela, los maestros castigan a los muchachos que andan “en las nubes” y no ponen atención a lo que ellos enseñan: la matemática, el español, la biología.
Yo, perdón, entiendo a esos niños que andan en las nubes. Los entiendo porque sé que es aburrido el proceso de transmisión de conocimientos. Basta ver el comportamiento de maestros y alumnos. La mayoría de maestros y alumnos celebra la aparición de puentes programados en el calendario escolar. Esto que parece algo obvio es indicativo que la escuela es aburrida, porque los integrantes del proceso educativo prefieren descansar. Cuando alguien desarrolla una actividad por la que siente pasión, hace lo imposible por estar más tiempo ahí. Conozco fotógrafos, cineastas, escritores, pintores y demás fauna creativa que se están horas y horas en sus trabajos desarrollando la actividad motivo de su pasión. En el plano educativo sólo conocí a alguien que tenía una gran pasión y que, en cuanto terminaba el horario de trabajo, citaba a sus alumnos para la tarde, a fin de seguir sembrando luz en sus mentes: la madre Sara. Ella todo lo hacía de manera desinteresada, su única luz era hacer niños responsables, dueños del conocimiento. No dudo que hay muchos maestros que son como la madre Sara, pero yo no los conozco. Ahora veo a muchos que, como ya dije, prefieren ver un partido de fútbol de la Copa del Mundo de Rusia, que poner ejercicios de ortografía. Por eso, ahora medio mundo habla de fútbol, escribe de fútbol, aunque sea con una cantidad inimaginable de errores ortográficos.
Entiendo a esos niños que andan en las nubes. ¡Cómo no! Encuentran más entretenida la imaginación de su mente que el aburrido dictado del maestro.
De niño yo fui de los que andaban por las nubes. Bastaba que el maestro dijera una palabra para catapultarme a territorios que estaban muy lejos del salón de la Matías de Córdova. Pienso, ahora lo advierto, que los niños que andan en las nubes tienen propensión a ser creativos cuando son grandes. ¡Claro, cómo no! Siendo niños abonaron con creces esos suelos, esa tierra. Cuando esos niños crecen se deciden por carreras donde el arte es cimiento para los edificios que no se sustentan en la tierra, sino en el cielo. Los más grandes creadores del mundo son personas que casi no están con los pies en la tierra. Los que permanecen con los pies en la tierra hacen dinero, son inversionistas, viven el presente con emoción; por el contrario, quienes viven con los pies en las nubes acumulan aire para la vida de ellos y de los demás. Si no fuese por los que viven en las nubes la vida sería horrible, sería muy con los pies en la tierra; es decir, plana, gris, con el olor del oro y de la plata.
El gobierno federal tiene implementado el programa de “Piso firme” (que no es materia de albur). Este programa pretende que las casas más modestas dejen de tener pisos de tierra y estén encementados. A mí no me gusta el cemento, pero entiendo que habitaciones con piso de tierra causan un sinfín de enfermedades. Mucha gente que ha sido beneficiada con el programa sonríe de manera menos miserable.
En casa, lo sabés, mi mamá nunca dejó que yo caminara con los pies descalzos. No sé cuál es la sensación de caminar sobre el césped mojado, sobre la tierra enlodada. Cuando volvía de la escuela primaria, a veces, la lluvia comenzaba. Odiaba mojarme, pero lo que más odiaba era que mis pies se humedecieran. Aún ahora me provoca escozor en el espíritu imaginar mis zapatos mojados y adentro mis pies. Tía Eugenia hacía bromas, según ella, y decía que me hacía bien mojarme los zapatos de vez en vez, porque así podían nadar mis ojos de pescado.
Hace muchísimos años, las calles de Comitán eran de tierra. Las señoras se quejaban porque el polvo entraba sin pedir permiso y se recostaba no sólo en las camas sino también en los radios, en los asientos, en los roperos, en las blusas blancas limpísimas que quedaban grises. Luego, las calles fueron empedradas y luego, en un alarde de entrar a la modernidad, fueron encementadas. Ahora, cuando llueve, la tía Eugenia siente nostalgia por el olor a tierra mojada. ¿A qué huele ahora la lluvia sobre el cemento?, pregunta, y ella misma se contesta: ¡A nada! Extraña el sonido del agua cayendo sobre la tierra y el rumor de ésta al beber el agua recibida. A veces me lleva al sitio de su casa y me dice que escuche. Yo oigo (resguardado en un cobertizo) cómo el agua chapotea sobre la tierra y hace caminitos en el interior de la tierra, casi puedo ver cómo las lombrices se emocionan al recibir la bendición de la lluvia. Esto, dice la tía, ya no sucede en las calles de Comitán. Como ahora ya todo es cemento, el agua resbala en el tobogán de las calles y provoca inundaciones en las partes bajas.
¿No será, le pregunto a la tía, que por eso el presidente municipal deja que existan miles de baches? ¿Un poco como nostalgia de tierra? ¿Para que los comitecos no olvidemos cómo era la tierra hace años? Y la tía dice cosas impublicables acerca de la insensatez e ineficiencia de las autoridades, dice que un día de éstos las demandará porque hace como dos meses su carro cayó en un bache y se ponchó una de las llantas. Nada digo, no sea que a mí también me toquen las mentadas. Me explica que las cosas del mundo deben tener congruencia: Si la calle está encementada debe estarlo en su totalidad.
El otro día caminé por el rumbo de Yalchivol y hallé esta puerta y estos escalones. Me senté en la banqueta y disfruté el diseño de esas losetas de los años sesenta o setenta. Son losetas hechas en talleres comitecos. Sin duda que estas losetas fueron sobrante de algún piso, ahora es como un muestrario de la grandeza de nuestra industria local. Un día, como en todo México, llegaron las grandes empresas transnacionales y nos ofrecieron, como hicieron los españoles en la Conquista, plásticos transparentes y, de igual manera que los nativos, cambiamos el oro auténtico por el dorado artificial.
El piso del templo de San Caralampio (nuestro santo consentido) aún tiene losetas comitecas. En otros templos, la supuesta modernidad se ha instalado y los encargados han levantado los pisos con losetas y colocado losetas resbaladizas muy chic. ¡Que Dios perdone su osadía! En el templo del Padre Eterno, en La Trinitaria, cometieron ese error. Ahora todo mundo patina y el creyente no tiene la sensación de entrar a la casa de Dios, sino de entrar a uno de esos salones donde se baila para celebrar los quince años de la chica bonita. ¡Qué pena! ¡Se equivocaron! Se equivocaron porque los encargados de los templos deben tener los pies bien puestos en la tierra a la hora que deciden hacer cambios de la casa de quien tiene los pies sobre el cielo.
Soy un hombre feliz, querida mía, porque los libros y la escritura y el cine y el dibujo, esencialmente, me han permitido ser una persona con los pies bien puestos en las nubes. Ahora reconozco que mi capacidad de abstracción es un don que la naturaleza me envió. Como ahora (por fortuna) ya no tengo frente a mí a un maestro sancionador y arrogante, nadie se molesta si me paro frente a un árbol o una casa o unas gradas con losetas comitecas, y me quedo horas y horas viéndolos. Nadie me obliga a hacer cosas que no deseo, por las que no siento pasión. Ahora (como debió ser siempre) dedico mi tiempo a vivir. Mi concepto de vida es totalmente opuesto a mi amigo que dedica todo su tiempo a ser político o a ser un gran inversionista para comprar muchas casas en Comitán y en algunas otras ciudades del mundo. Las casas no pueden estar más que ancladas a la tierra, estar con los pies (del cimiento) bien puestos sobre la tierra.
Posdata: Siempre que puedo abandono tantito la realidad real. Me encanta estar en universos paralelos, que tienen su casa en mi mente y en mi corazón.
Jung me enseñó que el conocimiento total (el presente, el pasado y el futuro) está en la mente, en el inconsciente colectivo. Los niños que, a la hora de clase, están “en las nubes”, están en ese territorio, en el infinito mundo del inconsciente colectivo. Ahí está todo y todo es emocionante y seductor y maravilloso. Por eso, entiendo a los niños que, aburridos de lo que dicta el maestro, se meten en esos laberintos llenos de luz. Los maestros tontos castigan a esos alumnos, cuando lo que deberían hacer sería apoyarlos, estimularlos, porque ahí, en esas mentes, están sembrados los árboles que darán oxígeno a las demás mentes que, más que mentes, son simples cuerpos.
viernes, 15 de junio de 2018
DÍA DEL ESCRITOR
¿Cuántas veces he agradecido a mis lectores, por su complicidad? Pocas, pocas veces. Algunos lectores me han dicho que les gustan las Arenillas y, ocasionalmente, las novelillas que escribo para ellos. Porque, se sabe, la mayoría de escritores escriben textos para que éstos sean leídos. Se ha dicho muchas veces que Gabo dijo que escribía para que fuera querido. Yo no escribo para ser querido, no. Escribo para platicar con los otros, hacerlo desde mi ventana. Como me cuesta mucho establecer relaciones con los otros, hallé en la escritura el modo de comunicarme con ellos. Escribo para tender puentes. En muchas ocasiones (me lo han dicho) los lectores cruzan esos puentes y disfrutan ver las montañas, se acodan en las barandas y ven pasar el río de palabras debajo de ellos, algunos lectores son pescadores, lanzan sus redes y atrapan los peces que yo formulo.
Gracias, entonces, muchas gracias a los lectores que leen mis textillos. ¡No! ¡Mentira! ¡Nada les agradezco! Nada les agradezco, porque el pasado trece se olvidaron de mí. ¡Ingratos! Mil veces ingratos.
El día doce me enteré que el trece está considerado como El Día del Escritor. A la hora de acostarme, le dije a mi Paty que no se fuera a molestar si, en la madrugada (a las cuatro, a la hora que mis lectores saben que me levanto para escribir) escuchaba un mariachi frente a la casa. Le dije que, sin duda, serían algunos lectores que me traerían música hasta la ventana. Mi Paty nada dijo, pero yo vi su cara como si tratara de decirme que Santa Claus no existe. Me puse el pijama y tomé el libro con la biografía de Szymborska que estoy leyendo. Cuando el sueño llegó, solté el libro, apagué la luz del buró y dormí. Dormí con ilusión, sabiendo que mis lectores (múltiples lectores) me darían una sorpresa al día siguiente.
Llegó el día siguiente, el ansiado ¡trece de junio, día del escritor! Me levanté y estuve pendiente de escuchar la puerta de la camioneta de donde bajarían los mariachis. ¡Nada! ¡Nada! Sólo el canto de un grillo que, ese sí, es fiel. Cuando ya estaba a punto de la frustración, escuché, ¡bendito Dios!, una triquiza sensacional. El cielo comiteco se llenó de humo por tanto cohete que fue lanzado. ¡Ah, pensé, por fin, ahí está mi festejo! Puse un disco de marimba y, solo, comencé a bailar por la sala de la casa, con una sonrisa aleteando en mi corazón. ¡Sí, yo sabía que mis lectores no podían fallarme! Dicen que nadie es profeta en su tierra, pero yo, en ese instante, supe que mis paisanos (los que leen las Arenillas) sí me reconocen y agradecen mis textos, que escribo especialmente para ellos. Bailé. Me preparé un té de limón y brindé. Brindé a la salud de todos mis lectores, los que son tan generosos conmigo. A lo lejos, y de manera espaciada pero frecuente, volvía a escuchar la cohetería. Pensaba que esos cohetes habían sonado por el barrio de San Sebastián; luego por el barrio de La Pila. ¡Ah, qué alegría!
Cuando mi Paty se levantó le dije esto que ahora cuento, se lo conté con una gran alegría. Mi Paty me quedó viendo con la cara de “Santa Claus no existe” y, mientras llenaba de agua el trasto de nuestro gato, me dijo: “Esa cohetería es por San Antonio” y se dio la vuelta para sacar croquetas de la bolsa.
¡Qué! ¿Toda esa cohetería, para San Antonio? Entonces recordé que, en efecto, el trece es día de San Antonio y este santo es muy querido por muchísima gente, sobre todo por las muchachas bonitas que lo ponen de cabeza para hallar novio.
¿Entonces? ¡Nada! Alejandro. Nada. Entré al Facebook para buscar las felicitaciones de mis lectores por ser el Día del Escritor. ¿Qué hallé? ¡Nada! Todo el día revisé el Facebook. En la noche, ya más allá de las ocho de la noche, entré por última vez del día y hallé ¡nada!
Ah, pero eso sí, decenas de mensajes felicitando a los Antonios; decenas de fotos de muchachas bonitas pidiendo al santo el milagro de la pareja.
Nadie (¡ingratos!), cuando menos, puso mi foto de perfil de cabeza. Y digo esto, porque en una ocasión un muchacho de San Cristóbal me escribió en in box y me contó que, gracias a una Arenilla que yo había escrito, la muchacha bonita que pretendía lo había aceptado y, en ese momento, vivían una feliz relación.
¿Cuántas veces he agradecido a mis lectores su complicidad al leer mis textos? Pocas, muy pocas veces. Ahora sé por qué.
Los lectores son ingratos. Mis lectoras son ingratas. A muchas de éstas San Antonio no les ha hecho el milagrito (ni se los hará). No obstante ahí están de entregadas con el santo, poniéndolo de cabeza, quemándole cohetes, alegrando su día con mariachis y, eventualmente, ofreciendo comidas con taquitos de chicharrón con guacamole y acompañadas con copas de tequila.
¿Y al escritor Molinari? ¿El que les da ungüento a su corazón soltero? ¡Nada! ¡Que se lo coma el chucho!
Por esto, el veinticuatro de agosto, Día del Lector (cuando menos en Argentina), no quemaré cohetes en honor a mis lectores. Nada les diré. No les cantaré las mañanitas. No les llevaré mariachis. ¡Que se los coman los chuchos, por ingratos!
jueves, 14 de junio de 2018
CARTA A MARIANA, DONDE SE CUENTA UNA HISTORIA QUE AMANDA NUNCA CREYÓ
Querida Mariana: Amanda nunca lo creyó. Los amigos y vecinos le decían que sí, que lo que Juan le contaba era cierto; que, en efecto, antes (¿años cuarenta?), los sanitarios estaban en el sitio (traspatio) de la casa, que eran unas casetitas forradas con tejamanil, con gradas para subir al sanitario que era un cajón de madera, especial para defecar y orinar; que eran simpáticos porque tenían huecos especiales, por el tamaño y por la forma: un hueco, grande, con piquito al frente, era para los varones; un hueco, grande, sin piquito al frente, era para las mujeres; un hueco pequeño, con piquito minúsculo, era para niños; y un hueco pequeño, sin piquito, era para las niñas. Eran sanitarios inclusivos. En un espacio del sanitario había un alambre enrollado que detenía pedazos de papel periódico (o de revistas de monitos), que funcionaban como sustituto (anticipo) del papel higiénico. Juan nunca lo contó, y ¡qué bueno!, porque Amanda no lo hubiese creído; a veces, la urgencia hacía coincidir en el baño a dos o más integrantes de la familia, o amigos de la familia, donde leían los monitos o platicaban bien sabroso, mientras hacían lo que hacían.
Amanda nunca lo creyó, porque estos cajones de madera estaban sostenidos en la tierra y los orines y los excrementos caían sobre el suelo. ¿Qué sucedía con esos desechos? Como no existían (no sé por qué) las fosas sépticas, ni mucho menos la red de drenaje, los propietarios de la casa siempre tenían cuches (cerdos) que eran los encargados de dar cuenta de los excrementos.
Amanda nunca lo creyó, porque dijo que a ella le encantaban las carnitas estilo Michoacán, dijo que a ella le encantaba comer los domingos taquitos con maciza, con surtida y con cáscara de chicharrón, gritó que eso que Juan le contaba lo hacía con el único propósito de molestarla, de hacerla odiar a los cerdos y, por ende, despreciar para siempre esos taquitos tan ricos, que comía con salsa picosa de tomate verde crudo.
Juan insistía en decir que no, que sólo se concretaba a contarle una historia real. En el Comitán de los años cuarenta del siglo pasado no existían fosas sépticas ni sanitarios que, como ahora, retiran los desechos con una descarga de agua que los conduce a la red de drenaje.
Amanda nunca lo creyó. Se fue a vivir a Monterrey y se fue incrédula. Yo digo qué bueno, porque si siguiera viviendo no creyera lo que ahora Juan cuenta. Juan, una tarde dijo que ya vivíamos en la civilización, porque los baños de cajón habían pasado a mejor vida y todo mundo en el pueblo tenía sanitarios modernos. Estaba muy satisfecho cuando Rosa, con cara de inocente, preguntó ¿adónde iban los desechos de todas las casas comitecas que “viajaban” por la red sanitaria de drenaje? ¿Porque a algún lugar deben ir, no?, remató. Sí, dijo Juan, y explicó que toda la red descargaba, inicialmente, por un terreno extenso, rumbo a la Ciénega.
Amanda no lo hubiera creído; es decir, los comitecos habíamos entrado a la modernidad, ya no teníamos cerdos “joceadores” que comían excrementos, porque ya todo lo enviábamos por un tubo gordísimo que descargaba a cielo abierto.
¿Y en ese lugar de descarga había cientos, miles de cuches para comer los desechos? ¡No! ¡Por supuesto que no! ¿Entonces? Entonces ¡nada! La mierda ahí se quedaba y ahí se secaban los cerotes. Ahí, ¡a cielo abierto!
Uf, Amanda no lo hubiera creído. Amanda no creería si ahora Juan le contara que es una pena que este pueblo maravilloso huela en muchas partes ¡a mierda! En muchas partes bajas de la ciudad la peste es insoportable. ¿Cómo logran sobrevivir con dignidad las personas que viven por las cercanías de Yalchivol, por el libramiento?
Antes no era así. Parece que los comitecos algo hicimos mal, algo estamos haciendo mal, porque, con todo, era más sano e higiénico cuando teníamos baños en el sitio donde los cuches comían la caca.
Entramos a la modernidad, pero no supimos ser modernos, casi casi fuimos como cuches y ahora, como éstos, andamos entre hedores nauseabundos.
¡Dios mío! Amanda no lo creería.
Posdata: ¿Algún candidato a la presidencia municipal, de los muchos que ahora saludan de mano y beso a todos los ciudadanos, tiene alguna propuesta seria y responsable para evitar esta contaminación flagrante? ¿Alguien sabe? ¿Seguiremos viviendo como si lo hiciéramos en chiqueros, como viles cuches? ¡Uf!
miércoles, 13 de junio de 2018
TALLER EN LALILU
Las fábulas son fantásticas. La fantasía es fabulosa.
En las fábulas aparecen conejos, ratones, tortugas, unicornios, dinosaurios y demás fauna que piensa, que habla.
A pesar de que las zarigüeyas y arañas fabulosas son personajes de ficción, de vez en vez ¡comen!
En la conocidísima fábula del cuervo y del zorro, aquél tiene un queso en el pico y está a punto de devorarlo.
Los animales de fábulas son glotones, disfrutan comer uvas, quesos, galletas y chocolates. Algún día (lo sé) algún escritor comiteco escribirá una fábula donde un tsizim coma hojitas de menta.
¿Por qué esta certeza? ¡Ah!, porque en Comitán ahora está a punto de suceder algo inusual. La librería LALILU anuncia que, por fin, habrá un Taller de Verano, dirigido a niños y niñas de siete a doce años de edad.
¿Eso es inusual? No, en Comitán (¡por fortuna!) hay muchos talleres para niños, en Casa de Cultura, en la Biblioteca, en el Museo de Arte, en la escuela de música de Sonia Conde y en muchos espacios más.
Lo insólito es que, por primera vez, el taller de LALILU es como de fábula. Ya dijimos que en las fábulas los animales (águilas, serpientes y orangutanes) piensan, hablan y comen. Esto es lo usual, lo que ya es más raro es que en las fábulas del mundo, los vegetales ¡hablen, piensen y coman!
¿Han pensado alguna vez qué come una alcachofa o un betabel? ¡No, no!, dirán algunos lectores. Los vegetales no comen, ¡ellos son comida!
¿Ah, verdad? ¿Verdad que es algo inusual que un vegetal coma, hable, piense, cante, baile, enseñe a niños y niñas a descubrir la magia de la imaginación? Bueno, pues esto es lo que está a punto de suceder en Comitán, del 9 al 27 de julio, en periodo de vacaciones escolares.
¿Alguna vez han leído en alguna fábula que una zanahoria lea cuentos y haga esculturas? ¿Nunca? Pues en LALILU eso sucederá. Fer Zanahoria será la encargada de dirigir el taller de verano. ¿Una zanahoria? Sí, Fer Zanahoria espera ya, con mucha emoción, a que lleguen los conejitos comitecos para pasársela, como dijeran los del Caribe, ¡bomba!
¿Sólo conejos? ¡No, no! Ya que este taller será de fábula, pueden llegar mariposas, colibríes y muchos niños y niñas (bueno, no tantos, porque el taller tiene cupo limitado, limitadísimo. Se sabe que en las fábulas no es bueno que haya manifestaciones y tumultos; se sabe que en las fábulas es bueno que todo sea selecto para que el Arca alcance a salvar a los animalitos que Noé debe salvar).
Los niños y niñas de Comitán llegarán y disfrutarán comer de la mano de Zanahoria. ¡Ah!, la zanahoria es muy buena para la visión. Quien come zanahorias ve más allá de lo cercano, ve fronteras que están ocultas para los pájaros ciegos.
Por eso digo que no sólo podrán acudir conejos a este taller. Se sabe que los conejos son felices cuando comen zanahorias.
Como esta Zanahoria de fábula es especial, todo mundo puede volverse vegetariano, porque esta Zanahoria es deliciosa con una gota de limón y un poco de chile en polvo.
¿Qué dice la convocatoria que sucederá en este taller de fábula? ¿En este taller donde una Zanahoria (pensante, hablante, danzante) hará la delicia de los niños de siete a doce años de edad? Dice que los niños “aprenderán a expresar sus ideas a través del arte”. ¿Ven qué maravilla? Jugarán a ilustrar; es decir, a ser como fue Miguel Ángel o como es el caricaturista Raúl Espinosa; jugarán a hacer fotografías bonitas, como las hacen Carlos Gordillo o Ángel Gabriel; jugarán a hacer esculturas, como de niño jugó nuestro escultor comiteco Luis Aguilar; y jugarán a hacer construcciones imaginarias con libros, muchos libros, tantos como hay en la librería. Todo esto lo harán en una de las librerías más bellas del estado de Chiapas, librería que tiene un jardín para soñar, para volar.
¿Verdad que suena interesante? ¿Tiene algún costo? Sí, sí. Esta Zanahoria, y su conejito mayor, necesitan comer algo más que nubes, algo más que luz. Quien tenga intención de asistir puede solicitar informes en Librería LALILU.
Las fábulas son fantásticas. La fantasía es fabulosa. La fantástica Zanahoria es fabulosa.
El Taller de Verano de LALILU promete estar fabulofantástico.
martes, 12 de junio de 2018
COMO LUCIÉRNAGA
“La marimba es como la luz de la luciérnaga”. Eso fue lo que dijo un niño, un niño ejecutante de marimba, cuando el conductor de la televisión le preguntó qué era la marimba. ¿Alguien puede definir a la marimba de mejor manera? “La marimba es como la luz de la luciérnaga”. Cuando lo escuché sentí que el cuarto de mi espíritu se iluminaba con la luz más cálida, con la luz más sugerente del universo.
Cuando el niño dijo lo que dijo, quise explicarme tal definición poética, pero pensé que no debía aclarar nada, porque acabaría con la belleza. Los dos elementos conjuntados son prodigiosos. La marimba es el prodigio que sale de las manos del hombre; y la luciérnaga es prodigio de la naturaleza; es decir, prodigio que brota de las manos de Dios.
¡Sí! Nunca lo había pensado, pero cuando escuchamos la marimba algo como una lucecita se prende en el alma del escucha.
Pensé que las luciérnagas que he visto en mi vida no han tenido nombre. Lo lamenté. Las luciérnagas marimbistas sí han tenido nombres, nombres inolvidables.
Pensé que, de ahora en adelante, cuando vaya al campo y, a la hora que el sol se mete al cuarto para dormir, y aparecen las luciérnagas, cada una de éstas la nombraré para recordarla y guardarla en la libreta donde conservo los nombres de los animales que le han dado luz a mi vida, incluso en los instantes más oscuros.
Los seres humanos nombramos a los objetos y a los animales y a nuestros amigos y a todo lo que está a nuestro alrededor. A veces nombramos con nombres comunes: buró, vaso, mesa, silla, marimba. A todos los objetos les damos el mismo valor. A veces no nos damos cuenta que la marimba de Venustiano Carranza no es igual que la marimba de Comitán. Aquella marimba es muy cercana a los habitantes de aquella ciudad y esta marimba es como la esquina izquierda de nuestro corazón. Lo mismo sucede con mi buró. Mi buró es semejante a millones de burós en el mundo, pero tiene un color especial porque es mío, porque ahí está la lámpara que apago todas las noches. Esa lámpara también es especial, porque es la única que me acompaña a las cuatro de la madrugada, a la hora que suena el despertador. Los objetos que son nuestros merecerían nombres especiales. Cuando el niño respondió a la pregunta del conductor de televisión, pensé que lo nombraba de manera especial, porque la comparación era como un bautismo, como un decir que su marimba iluminaba su corazón y el camino oscuro.
Pensé que debía ser como mi prima Martha, quien, neófita en materia astronómica, bautiza a las estrellas que ve en el cielo nocturno. Una vez, mi tío Ramiro señaló hacia un grupo de estrellas y me dijo que ese grupo se llamaba “Osa mayor” y luego desvió tantito su dedo y dijo que ese otro grupo era la “Osa menor” y yo vi que, en efecto, tenían horma de oso. Martha no emplea esos nombres, ella, a cada estrella del grupo, la nombra con el nombre que quiera. El otro día no pude evitar reír, porque dijo que aquella estrella (y la señaló con su dedo índice, desde el balcón donde estábamos parados) era Luis Miguel, y tarareó la canción de “Cuando calienta el sol”.
No me burlo de lo que hace mi prima, porque sé que ella, con eso, reafirma su cercanía y se convierte en casi dueña de lo que tiene al frente, un poco como si dijera que todo el universo fue creado especialmente para ella. Porque, pienso que eso es lo que hacemos al bautizar a nuestras mascotas, al nombrar con nombres especiales a nuestros seres amados. He visto muchas parejas de novios que, entre ellos, tienen nombres diferentes a sus nombres de pila.
La marimba también es como una lluvia de confeti, como una línea de luz en el alma. Todo mundo puede intentar definir a la marimba, pero será difícil que alguien supere lo que dijo ese niño, del que nunca supe su nombre, pero que ahora puedo nombrar como niño planta de menta: La marimba es como la luz de la luciérnaga. ¡Ah, qué bonito!
domingo, 10 de junio de 2018
COLIBRÍ DE LAS SIETE ESQUINAS
Con un abrazo respetuoso para la familia Flores, por la ausencia física de doña Rosita.
Murió doña Rosita. Un poco como decir que una flor del jardín comiteco se secó. Flor que fue como un rayo de sol o como un colibrí.
Cuando murió Gabriel García Márquez, Rosario Armenta, en una inolvidable crónica, escribió que una vecina de Gabo (allá en su casa de la Ciudad de México, casa que habitó y casa en donde murió) dijo: “Tenemos un poco de frío, porque algo del fuego se nos apagó”. ¡Ah, fue un elogio muy poético! Y la vecina dijo eso, porque la calle donde Gabo vivió fue la calle Fuego, en el mítico Pedregal de San Ángel, y lo dijo porque Gabo fue un orgullo para ese barrio. No en todas las calles de las ciudades de todo el mundo viven escritores tan famosos.
Ahora que murió doña Rosita, pienso que las míticas Siete Esquinas, de Comitán, perdieron algo de su precisión, una de sus esquinas se escarapeló, para siempre, porque ¿cómo se resana la ausencia infinita? No todos los pueblos del mundo tienen la conjunción de siete esquinas, ni todas las siete esquinas del mundo tienen la presencia de una bella señora, que fue como un colibrí. Y digo esto, porque alguien que conoció muy bien a doña Rosita me contó que su casa estaba llena de amigos “las veinticuatro horas del día”. Muchos vecinos llegaban a platicar con ella, así como muchos bolitos se sentaban en el patio para recibir un taco de comida que doña Rosita, generosa, les brindaba. Estos teporochos, pájaros titubeantes, hallaban cobijo temporal en las ramas de su árbol.
Muchos extrañarán a doña Rosita. Las Siete Esquinas perdieron algo de su brillo. Ahora, en la puerta de su casa hay una mariposa negra, la odiada mariposa que un día también apareció en la calle Fuego, la calle de Gabo, el fantástico escritor que vivió en medio de miles de mariposas amarillas. Un día, un amigo bajó hasta las Siete Esquinas y las contó, cuando subió me dijo que no eran siete, que él había contado seis. Armando, quien estaba con nosotros y que es vecino de La Pila, dijo: “Mudenco, la otra esquina está en la casa de los Flores”, y es que los Flores son muy conocidos y reconocidos en el barrio. Doña Rosita era parte de esa esquina y ahora ya no está.
Doña Rosita fue un colibrí. Ella siempre fue muy trabajadora y andaba de acá para allá, casi sin parar. Cuando falleció mi papá (en 1990) le pedí a doña Rosita que me hiciera favor de rezar el rosario (doña Rosita, entre sus múltiples ocupaciones, era rezadora). Ella aceptó. Durante nueve tardes fui por ella en mi vochito. Bajaba hasta su casa de las Siete Esquinas y ella me esperaba, con inquietud. Cuando llegábamos a mi casa, ella entraba a la sala y decía: “Buenas tardes. En el nombre del padre…”. Antes de hincarse en el reclinatorio, ya ella había comenzado el rezo. Todos los amigos que nos acompañaban hacían silencio y, tatarateando, la seguían en el rezo. Veinte minutos después ya había terminado el rosario. ¡Ah, qué maravilla! Sus palabras volaban con la misma intensidad y brillo con que el colibrí mueve sus alas a la hora que liba el néctar de la vida.
Ahora, alguien me dijo que en el templo donde realizan su novenario ocurrió el prodigio. No lo vi, pero alguien me contó que los ramos de flores que enviaron los amigos al velorio fueron trasladados al templo de San Caralampio para los rezos (flores para doña Rosita Flores). El interior del templo se volvió un jardín. La tarde del primer rezo, todos los que ahí estaban vieron cómo un colibrí entró y comenzó a pasearse por todos los ramos de flores. El colibrí iba de una flor a otra, sin descanso, casi casi como si bailara, como si cantara, como si, en lugar de libar, ofreciera su néctar al corazón de todos los que ahí estaban. Todos vieron el colibrí, lo vieron mover sus alas, con la misma intensidad con que doña Rosita movió sus labios, sus piernas, sus manos, su corazón. Lo vieron ofrecer su canto de vida a San Caralampio; lo vieron ofrecerse a la nave, llena de flores. Hay muchas leyendas acerca del prodigio del colibrí. Todas hablan de que es un ave milagro. Acá ocurrió un prodigio más. Este pajarito entró esa tarde al templo a completar las esquinas del espíritu de los Flores. Ahí estuvo doña Rosita, de acá para allá, sin parar, prodigándose, dándose, desde el otro territorio, ahí donde no hay mariposas negras, sino sólo mariposas amarillas, las de Gabo y las de doña Rosita.
viernes, 8 de junio de 2018
CARTA A MARIANA, DONDE TODO ESTÁ MERO LE’K
Querida Mariana: Hubo un tiempo que los comitecos decían “Mero le’k” a cada rato. Vos sabés que tal expresión significa algo así como “Todo muy bien”. Si un compadre le preguntaba al otro cómo le había parecido el trago que le había servido, el aludido respondía: ¡Mero le’k! y pedía otro su pitutazo de comiteco.
Pero luego las expresiones comitecas se fueron extraviando porque quisimos ser como los otros, como los que decían “Okey”, “Very good”, o “Chido”.
Ahora me da gusto que muchos jóvenes comitecos desempolvan las palabras auténticas de nuestra identidad y, como banderas jubilosas, las ondean con el brazo en alto.
La otra tarde bajé por la calle que, de Elektra, va a Guadalupe. Caminé con cuidado, porque hay lajas resbalosas, pasé por la peluquería “Varón Dandy” (que es la peluquería que frecuento), pasé por dos florerías, por el consultorio del doctor Rodríguez, dentista reconocido, y luego me topé con un negocio de reciente apertura que se llama “Mero le’k”. Es un negocio con puerta estrecha, pero muy cálido. Sí, pensé, está bien puesto el nombre. El entorno es agradable, está bien, está mero le’k.
El otro día conté, en una Arenilla, que unos jóvenes emprendedores bautizaron a su negocio con el nombre de Nicanshoyom, y dije que eso era un acierto, porque ese nombre era el nombre original del barrio que ahora se llama Belisario Domínguez.
En esta ocasión pienso lo mismo: es un acierto bautizar esta negociación con el nombre de “Mero le’k”, porque rescata parte de nuestra identidad. Todo mundo dice chido; todo mundo dice okey; todo mundo dice very good; pero no todo mundo dice mero le’k. Esto habla de originalidad, de identidad.
Me encanta que los jóvenes comitecos se sientan orgullosos de su cultura. Estos jóvenes han entendido muy bien cuál es la esencia de vivir en una época de globalización sin perder los rasgos que le dan identidad a Comitán y que lo hacen un pueblo único, un pueblo reconocido en todo el mundo.
Comitán se abre al mundo, sin perder su esencia. Esa es la clave. En el local Nicanshoyom ofrecen café y snack. ¿Mirás esa mixtura que habla de que nuestros tiempos ya no son los antiguos sino los de este alucinante siglo XXI?
Lo mismo sucede en “Mero le’k”. Ya desde el letrero colocado en el interior vemos esa mezcla que da cuenta de un prodigioso sincretismo. ¿Ya viste que en las letras aparecen imágenes de Londres? ¿En qué otra parte del mundo se da un vocablo tojolabal con imágenes inglesas? ¡En ninguna otra parte del mundo! Por eso decimos que los comitecos somos únicos y auténticos. Y esta unicidad y esta autenticidad está dada por los jóvenes empresarios que abren negocios con una gran dignidad.
Esa tarde me atendió su propietaria. Le pregunté qué ofrece y, con una gran sonrisa, me dijo que vende papas y helados fríos (Perdón, soy un bobo. Sí, un soberano bobo. Soy un sobreviviente del siglo pasado en este siglo de la cibernética). Estaba a punto de hacer mi clásico chistorete: Todos los helados son fríos. Qué bueno que no lo dije. Me hubiera visto muy mal. Qué bueno que vi el letrero y entonces sí leí bien: Helados ¡fritos! ¡fritos! (Bobo, mil veces bobo).
¿Vos has probado alguna vez los helados fritos? Deben ser como los que mi Paty pide en el restaurante La Casita, que es un postre japonés y que se llama témpura. Los que preparan en el Mero le’k deben ser ricos. A ver qué día vamos para que los probés y me digás qué tal. Yo no pedí algo esa tarde porque no como helados, pero deben ser ricos. Tampoco pedí papas, porque no como papas (¡Ay, señor, soy todo un caso!), pero, de igual manera, imagino que deben estar ricas, porque, su propietaria me explicó, no son papas comunes, ¡no!, llevan aderezo. Vos podés elegir cualquiera de éstos: ajo, queso azul, cilantro, aguacate o ranch. ¿Mirás qué antojo? Sí, deben tener un sabor delicioso.
Posdata: ¿Mirás esas mixturas maravillosas? Siempre he dicho que Comitán seguirá siendo Comitán mientras exista el pan compuesto y éste no sea desplazado por las hamburguesas. Comitán seguirá siendo Comitán mientras existan empresarias que bauticen sus negocios inéditos con nombres meramente comitecos.
Deseo mucho éxito a “Mero le’k”. Que muchas personas caminen por la bajada con rumbo a Guadalupe, que pasen por la peluquería “Varón Dandy”, por el consultorio del dentista Rodríguez y que entren a “Mero le’k” y saboreen los helados fritos y las papas con aderezos bien ricos.
Al final, su propietaria me dijo: “También tengo alitas”. Sí, le dije, todas las hijas de mis amigos Jorge e Isabel son ángeles, vos no podías ser la excepción.
¡Qué bobo soy! En cuanto salí del local me di cuenta que ella me había dicho que en su menú también hay alitas. ¡Ay, señor! La vejez ya me provoca lapsus mentales.
Deseo mucho éxito a “Mero le’k”, y, en nombre de Comitán, agradezco su orgullo comiteco al bautizar su negocio con un nombre muy nuestro.
jueves, 7 de junio de 2018
DEFINICIÓN DE PÁGINA
A mi primo Pablo le encanta la palabra vagina. Tenía cinco años, no sabía el significado de la palabra. La había escuchado quién sabe dónde. Pero desde que la escuchó le encantó. Si a él lo hubieran invitado al concurso de la palabra más bella del mundo, él no habría dudado, habría dicho ¡Vagina! Cuando yo le preguntaba por qué esa obsesión por la palabra, él no sabía decir por qué. La tía Emerenciana decía que era porque el sonido se parecía mucho a la palabra imagina; por el contrario, el tío Eugenio decía, mientras fumaba un puro, que su ahijado iba a ser un hombre bien macho, y repetía la palabra que le gustaba a Pablo, pero lo repetía atornillándose una esquina del bigote y con ojos de buey excitado: “¡Ah, vagina!”. El tío sí sabía cuál era el significado de la palabra, sin duda.
Los años pasaron y un día, según yo, descubrí el misterio de la palabra de Pablo. Estábamos en una reunión y el tío Eugenio, mientras tomaba una copa de ron, platicó el sobado cuento del judío que pasa las páginas de un libro diciendo: “Vágina uno, vágina dos, vágina tres…”. ¡Sí! Ese era el origen de la obsesión de Pablo (Pablito). Sin duda, había escuchado el chiste que de manera frecuente contaba el tío (se sabe que los viejos repiten una y otra vez los chistes sobados, los cuentan como si fuera la primera vez). Pablito lo había escuchado como vagina, en lugar de vágina, y por eso andaba por toda la casa repitiendo la palabra. Cuando, según yo, descubrí el origen de su obsesión, Pablo ya no vivía en la casa con nosotros. Habíamos crecido. Él, un día, anunció que iría a España (país que se había convertido en su obsesión, porque don Manolo, el viejo que atendía el bar cerca del mercado, le contaba maravillas de aquel país todas las tardes). Lo último que se supo de Pablo en casa era que vivía en Barcelona, trabajaba en una editorial, como corrector de estilo; se había casado y tenía dos hijos. Como yo había descubierto el misterio de la palabra sonreí cuando supe que trabajaba en una editorial. Casi pude imaginarlo frente a un escritorio, al lado de una ventana de tercer piso que daba a la calle y dejaba pasar el sol de las seis de la tarde barcelonesa, llena de palomas y de buhoneros que ofrecían chuchería y media. Casi pude oír que cuando terminaba la revisión de una página del libro, él le daba vuelta a la hoja y cantaba: “Vuelta de vagina treinta y dos”. Y sus compañeros de trabajo, los que estaban al lado de su escritorio reían y lo molestaban y él recordaba la casa de infancia y también sonreía porque escuchaba los sonidos de la casa, los pasos de la tía y el ruido que hacía el tío a la hora que se tumbaba sobre la tumbona y prendía el puro que fumaba con la misma alegría que las gallinas bajaban del gallinero cuando la tía las llamaba para darles el maíz de todas las mañanas.
A mí me gusta la palabra página por dos cosas. La primera por lo que decía la tía Emerenciana; es decir, por la cercanía eufónica que tiene con la palabra imagina; y segunda, porque mi abuelo Enrique siempre decía que la vida era un simple “Darle vuelta a la página”. Cada vez que alguno de los nietos teníamos una aflicción, de esas simples de adolescencia y que nos parecen tan dramáticas como un ataque alemán en la segunda guerra mundial, él nos decía que nos sentáramos a su lado y decía su frase favorita: “Dale vuelta a la página”, daba unas palmadas sobre la rodilla del nieto y seguía leyendo la Biblia.
Yo siempre pensé que esa sentencia debería estar en la Biblia. Hasta el momento no lo sé. Un día pregunté a un pastor, de esos que se saben la Biblia al derecho y al revés, sí era cierto lo que presuponía. ¡No! Me dijo él, con la certeza del que se sabe toda la palabra de Dios. ¡No! En ninguna parte de la Biblia está escrita esa sentencia, me dijo.
¡No! Ahora sé que no está en el libro sagrado. La sentencia es lo que el pueblo llama “Sentencia popular”, hija de la experiencia, transmitida de generación en generación. No está en la Biblia, pero debe ser algo que Dios dijo en el séptimo día, cuando vio que su obra universal ya estaba concluida. Dios cerró los ojos, agotado, y dijo: “Le demos vuelta a la página” y se durmió.
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