martes, 6 de noviembre de 2018

CON LA PENA




Esta Arenilla se debía titular: “Con el alma en pena”. Sucede que la maestra María Elena nos envía el quinsanto todos los años (kin-santo). Para quienes no son comitecos debo aclarar que el quinsanto es una hermosa costumbre de nuestro pueblo. Los que saben explican que el Día de Todos los Santos se hace el altar dedicado a los difuntos y en la noche se coloca la ofrenda, que, como todo mundo sabe, consiste en diversos platillos, dulces, cigarros, traguito y agua, para que los difuntos puedan disfrutar en la muerte lo que les gustaba en vida.
Según la tradición comiteca, el Día de Los Muertos, una vez que los difuntos comieron y bebieron, los “sobrantes” se reparten entre los amigos, familiares y vecinos. Es proverbial que en la calle uno se encuentre a personas que llevan platos de cartón forrados con papel de china llenos de calabaza en dulce, turrones, quiebramuelas, pastelitos, fruta y demás delicias. Eso de “sobrantes” es un decir. Es un decir porque los difuntos tienen la hermosa capacidad de disfrutar lo que se dejó en el altar, pero sin tocar una sola semilla, un solo pétalo. Lo que “sobró” en el altar en realidad es la totalidad de lo que se colocó. Los difuntitos, que generalmente fueron generosos en vida con sus familiares y amigos, lo siguen siendo en muerte y, como si fuesen la madre abnegada, prefieren compartir la ofrenda con los demás.
La maestra María Elena, desde que se enteró que habíamos regresado de Puebla para vivir en Comitán y nos hicimos sus vecinos, envió el quinsanto envuelto en papel de china. El primer año me sorprendí. Me sorprendí porque fui yo quien abrió la puerta. Ahí estaba ella, con su sonrisa de luciérnaga, extendiendo las manos en forma desprendida. “Para doña Hildita y para ustedes”. Yo, como es mi costumbre, tartamudeé y di las gracias. Ella se despidió, cerré la puerta y yo fui al comedor y dejé el presente sobre la mesa. Cuando mi mamá preguntó quién había tocado, le dije que la vecina, la maestra María Elena, nos había llevado un presente. Mi mamá se secó las manos, dejó la toalla en la cocina y comenzó a hurgar en el interior del canastillo. “Ah -dijo- es el quinsanto”, y tomó un pedazo de calabaza en dulce de panela y lo comió hasta chuparse los dedos.
Ese fue el primer Día de Muertos que pasamos en Comitán a nuestro regreso. Desde entonces han pasado más de diez años y en cada uno de éstos, la maestra no ha dejado de enviarnos el quinsanto, rica tradición del pueblo.
Este año envío una cajita de madera llena de delicias culinarias (cada año advierto que envía más y esto lo disfrutamos mucho, como si fuésemos niños en la escuela a la hora del recreo).
Hace dos días pasé por su casa y, al verla en su patio central, me acerqué al portón y dije que le agradecía mucho el presente, en nombre de mi mamá, de mi Paty y del mío. Ella, con su sonrisa infinita de orquídea, dijo que sí, que era su gusto. Y yo insistí. Dije que ella siempre ha sido muy generosa con nosotros y pensé que un vecino bueno es una de las mayores bendiciones de la vida, lo contrario es un tormento.
Encarrerados en la plática le dije a nuestra vecina que era maravilloso que ella continuara con la tradición de compartir el quinsanto (los que saben dicen que kin significa fiesta, por lo que quinsanto es fiesta del santo), porque esa costumbre ya no es común. Entonces, contra lo que suponía, dijo que no sólo ella hacía eso, que en el barrio había más de veinte personas que continuaban con la tradición y que lo mismo sucede en muchos barrios comitecos. ¿De verdad?, pregunté. Ella, con su sonrisa de panela, confirmó que así era, que ella enviaba veinte platillos y recibía igual número de platos, porque la tradición exige que cuando alguien recibe un presente debe ser recíproco y hacer lo mismo. La quedé viendo y ella rio. Sí, pensé, entonces que ella envía veinte platos y recibe diecinueve, porque nosotros (¡qué pena!) en todos estos años hemos recibido el envío con gran gusto, pero jamás hemos regresado la atención. Si alguien me obligara a justificar nuestro comportamiento diría (con la pena) que no hacemos altar en casa, por lo mismo ¡no tenemos ofrendas para enviar a los vecinos!
Cuando le dije a la maestra que, entonces sólo los Molinari no mantenían la tradición, ella rio y asintió. Dijo que sí, que los Molinari eran los únicos que no le enviaban quinsanto. Quise abrazarla, pero me contuve. Pensé que sería un abrazo muy fuera de lugar. Sonreí. ¿Qué más me quedaba por hacer? Siempre que me siento como un bobo sonrío.
Nuestra vecina siempre es muy generosa. Es una buena vecina. A pesar de que nunca hemos correspondido a su gentileza, ella, cada año, prepara, con gran afecto, un platito con quinsanto para los Molinari.
No ponemos altar en casa. Me reconforta saber que mis vecinos sí lo hacen. Mis muertitos, después de pasar a la casa, deben entrar a las de los vecinos y tomar agua y comer una tableta de manía y echarse un buche de charrito. ¡Qué bueno es tener buenos vecinos!
Este año, la maestra María Elena nos envió un huacalito de madera con el siguiente mensaje: “¡Dame tu corazón y te daré vida eterna!”. Lo interpreté como una cita divina, lo interpreté como un abrazo con sonrisa de panela en dulce.
La maestra María Elena es una buena vecina. Tener buenos vecinos es una bendición infinita, eterna.