viernes, 16 de noviembre de 2018

DEFINICIÓN DE EDAD




Hay palabras que no se modifican con el paso del tiempo. La palabra Infinito no tiene arrugas, su carita siempre está como nalga de niño, está así desde que al dios de la palabra se le ocurrió hacer un pase mágico e inventarla. Pero ¿qué pasa con la palabra edad? ¡Ah, qué desalmada! Crece conforme pasa el tiempo. La edad es cruel, es como aquella vieja que, de niños, vimos sentada en la banqueta, siempre hurgando en un viejo bolsón, sacando chunches antiguos, levantando estrellas caídas, nubes desgajadas, espejos rotos, labiales sin color, bacinicas llenas de orugas. Ella, esa vieja rugosa, había perdido la palabra edad y parecía eterna, infinita. Todos los demás crecimos, fuimos a estudiar a la Ciudad de México, regresamos al pueblo, nos casamos y tuvimos hijos, y ella seguía sentada sobre la banqueta, sentada con las piernas dobladas como si fuese una caja de cartón desarmada; seguía sacando objetos antiguos de su costal raído: Sacaba vasos de papel, avioncitos sin alas, tripas resecas de gato, orinales con abejas muertas. Nosotros habíamos crecido. La conocimos de niños y los niños que iban cogidos a nuestras manos eran nuestros hijos y ya éstos la miraban y ella seguía ahí, incólume, como columna de un templo griego, como un árbol enormísimo a la orilla del Sena o del Río Grande, de Comitán, río que, igual que nosotros, había perdido su cabellera y se mostraba chimuelo, apenas hilo de agua. Y ella, la vieja hurgadora, seguía como el Ganges, como el Sena, como el Amazonas, como la Vía Láctea. Parecía infinita, eterna. Ella, ya lo dije, parecía haber extraviado la palabra edad, la había macerado, la había hecho polvojuan, polvo para colorete de mejilla.
La palabra edad es cruel. Cuando nacemos, los dioses de las palabras nos injertan la palabra edad y, a diferencia de la palabra infinito, va creciendo con nosotros. Cuando somos jóvenes, la palabra edad está crecida como un árbol de tenocté y florece como si sus ramas fueran brazos para la caricia, para el nado, para el vuelo, pero luego toma la tonalidad de las hojas en otoño, pierde el vigor, extravía el sol de las mañanas y se convierte en un coral desintegrado, migaja de pan ázimo y quemado. Ya no levanta sus velas, ya permanece en la orilla del río, sólo viendo los bergantines que, afanosos, nadan alegres a mitad del río. La palabra edad se hace vieja conforme nosotros nos hacemos viejos. Al final camina con dificultad, le cuesta mucho trabajo subir una escalera, debe apoyarse en un bordón, cayado para incapaces, soporte para el paso de tortuga. Ella, la palabra edad, tuvo la gracia del venado y de la gacela y se convirtió en un sapo que croa todo el día a mitad de la laguna pantanosa, callosa, odiosa.
¡Ah, qué cruel es la palabra edad! Su misión es estúpida: llevar el recuento de las caídas, de las caídas en las escaleras, de las caídas del cabello, de las caídas de la pasión al estar en la cama al lado de la chica deseada, de la caída del ánimo, de los proyectos y de los sueños.
Es tan cruel que una tarde, hace poco, fui a la esquina de la vieja infinita y ya no le hallé. Sólo encontré su bolsón, vacío. Supe entonces que ella metió la mano y al no hallar más objetos decidió apagar su corazón, con la esperanza de encontrar en otra dimensión la palabra extraviada.
¡Qué absurda es la palabra edad! Su misión es recordarnos a cada rato que el día de hoy es un día menos. ¡Qué pendejada!