miércoles, 9 de enero de 2019

CARTA A MARIANA, CON AROMAS DE POMADAS




Querida Mariana: Lo dicen con una gran suficiencia. Me encantan las mujeres que dictan recetas para todo mal. No hablo, ya se dieron cuenta, de recetas de cocina, ¡no! Hablo de recetas médicas. Estas mujeres no necesitaron pasar por un aula universitaria, ¡no! Les basta haber pepenado la tradición. Las mamás, quienes recogieron la tradición de las abuelas, les trasmitieron un conocimiento elemental, pero preciso, acerca de qué menjurje debe emplearse para tal enfermedad.
El otro día, la maestra Elena dijo que se pusiera una compresa de árnica. Se lo dijo a Alejandra, quien se quejaba de un dolor en la muñeca (la de la mano, porque hay otra clase de muñecas). La maestra Elena lo dijo con una gran suficiencia, y así lo hace cada que alguien se queja de una dolencia. Tranquilamente, como si cortara una flor o sembrara la planta para que creciera esa flor, dijo: “Ponete una compresa de árnica”. ¿Compresa? Cuántos jóvenes saben qué es una compresa. ¿Árnica? Pucha, qué palabra tan más enigmática, tan más sonora: Árnica, ¡ah!, qué palabra tan bonita. Es una bobera lo que diré, pero las palabras esdrújulas suenan bien esdrújulas, bien antibióticas.
El otro día, la tía Margarita (que tiene nombre de flor) pidió, por favor, que fuera a conseguirle un poco de árnica. ¿En dónde lo consigo?, fue lo primero que pregunté, ya trepado en el carro. Ella dijo que era tiempo de la flor y que podía conseguirla por el barrio de Los Sabinos, “ahí por donde está la universidad donde trabajás”, completó. Y dijo que, por encima de las bardas bajitas se pueden ver las flores amarillas, bien bonitas. “Comprá unos diez o veinte pesos de flor, que traigan hojas.” Y hacia allá me dirigí. ¡Ah, qué hermosas flores amarillas! Las vi, desde lejos, por encima de una barda de tablas. Ahí estaba la famosa árnica. Bajé del carro, toqué, una muchacha (desde adentro) me dijo qué quería. Para estar seguro le pregunté si esa flor era árnica, ella dijo que no. ¿Qué flor es?, le pregunté. Es ortiga, dijo. ¡La gran pucha! Me había topado con una Molinari. Yo, que soy un inútil, sabía que la ortiga es otra planta, ¡no da flores amarillas! Fernando me contó que su mamá, cuando él se portaba mal, siendo chiquitío, lo azotaba con hojas de ortiga en las piernas. La ortiga (medio mundo lo sabe, menos esa muchacha, es una planta que produce erupción en la piel, produce sarpullido.) Ya estaba a punto de subir a mi carro cuando salió una señora con mandil, secándose las manos. Preguntó qué quería. Volví a hacer la pregunta. Ella dijo que esa flor amarilla era árnica. ¡Sí!, había estado en el lugar preciso en el momento indicado. Le pregunté si podía venderme diez pesos. Sí, dijo, cortesté lo que quiera, y abrió la puerta (todo lo que hasta acá he contado lo vi a través de las hendijas de las tablas.) La señora, muy amable, cortó una y otra y otra flor, con su mojol de hojas. Pensé que si hubiese sido ortiga, la mujer ya estaría con las manos todas coloradas, llenas de granitos.
Cuando llegué a casa de tía Margarita conté lo sucedido y me dijo que la ortiga provoca sarpullido (ya lo sabía), pero un segundo después me dio la receta: “No te lo vayás a tocar, porque harás que más se meta el veneno, vas al baño y te lavás con harta agua y con jabón y luego te ponés un poco de cera para depilar y cuando esté seca lo jalás, así como saca los pelos de más, así quita el veneno. Santo remedio.”
Eso es, admiro a las mujeres que tienen las fórmulas de los “santos remedios”. Tienen la cura para todo mal. ¿Para qué vamos a hacer fila en el consultorio del doctor Simi o de las farmacias del Ahorro? Basta ir a la casa de la maestra Elena o a la casa de tía Margarita para recibir una receta, que proviene del conocimiento ancestral.
¿Siempre funcionan sus remedios? No lo sé. En la casa de Panchita siempre hay una serie de frascos, sobre el estante. De esos frascos donde viene la mayonesa. Ahí, ella tiene una serie de “aguas milagrosas”, la mayoría contiene una serie de hierbas mágicas diluidas en alcohol. Cuando ella abre uno de esos pomos, el aroma del alcohol con la ruda, por ejemplo, entra al cuerpo y el espíritu siente un gusto como de colibrí aleteando en el aire del bosque. Desde ahí comienza la cura. A la casa de Panchita llegan muchas personas que tienen una infinidad de dolencias. Panchita las cura de espanto y les da rameadas. A mí me encanta mirarla trabajar, toma la botella de las siete potencias, se la empina, y luego rocía el rostro de la paciente, lo hace tres veces, su boca es como uno de esos aspersores que riegan las plantas para que no se sequen. Luego agarra un ramo de hierbas, con olor a alcohol, y las pasa por el cuerpo de la doliente, mientras le dice: “doña María, no se quedesté, vengasté, vonós a casa; doña María, no se quedesté, vengasté, vonós a casa”, y cuando la Panchita termina su labor de sanación, doña María se cubre el cuerpo con una toalla y dice que se siente muy bien, y Panchita, riendo con su boca sin dientes, dice: “Sí, pue, ya estasté curada”. Y doña María mejora día a día. ¿Qué le pasó? ¡Saber! ¿Se curó? Sí, doña María se curó totalmente, sin necesidad de ir con el doctor Simi.
Posdata: A mí me encanta ese conocimiento ancestral para curar, la solidez de argumentos con que las mujeres dan los remedios. Lo hacen con gran sapiencia y con gran suficiencia, como si fueran egresadas de la Facultad de Medicina Humana, de la Universidad de Yale. Para todo mal, tienen un remedio.