miércoles, 2 de enero de 2019

MÍA




Hace cuatro días saludé a Romeo en el parque central. Llegó de vacaciones. Romeo y yo fuimos muy cercanos en la preparatoria. En la breve plática, que transcurrió en una banca de las que están al lado del quiosco, aparecieron varios recuerdos, entre estos el de Mía. ¿Quién era Mía? Mía era una prima de Romeo que vivía (en ese tiempo) en Monterrey. Ahora que nos vimos con Romeo, mientras yo compraba un chocolate que una niña ofrecía en una cajita abierta de cartón, él me preguntó si recordaba la historia de su prima, quien, ahora, vive en Los Ángeles. Romeo bromeó, dijo: Cómo sonará ahora su nombre en Estados Unidos de Norteamérica: “Deben decirle Mia, hello Mia, así, sin tilde. Los gringos no tienen acentos.”, dijo Romeo y rio con su risa de guajolote altanero.
Yo no conocí físicamente a Mía. Una vez Romeo dijo que su prima vendría de vacaciones, pero, por no sé qué motivos, eso nunca sucedió. Sólo la conocí por fotografía. En ese tiempo era una niña de catorce o quince años, como era norteña era muy alta, esbelta, como un bello flamenco, con unos pechos que estiraban el suéter de cuello de tortuga, color rosa, que vestía la tarde de la fotografía. “Así se dan por allá”, decía Romeo, cada vez que uno de nosotros le decía que su prima estaba para comérsela de dos bocados. Lo que más resaltaba de Mía eran sus ojos azules, su altura y sus pechos perfectos, soberbios, suculentos.
Lo que recordé de inmediato es lo que Alfredo dijo cuando Romeo, en los corredores de la prepa, sentados sobre el pretil que los circundaba, nos contó la historia de Mía. Alfredo dijo que cuando tuviera hijas ese sería el último nombre que elegiría para nombrarlas, si a una de sus hijas debía llamarla Epicentra o Godofreda, así la llamaría, pero jamás, ¡jamás!, la bautizaría como Mía.
A mí me gustaba (me gusta) el nombre de Mía, pero supongo que Alfredo tenía razón. La historia que Romeo nos contó de su prima era terrible. Yo siempre había pensado que los nombres bellos no causaban trauma alguno. Mía es un nombre bello, bellísimo. Yo siempre había pensado que sólo los nombres extraños provocaban grietas mentales. Gumersinda odiaba a sus papás por haberla llamado así, todo por una absurda tradición familiar. La abuela se había llamado así y alguien debía continuar con la costumbre de preservar el nombre. Gumersinda no es el nombre más bonito del mundo. ¿Mía? ¡Mía es un nombre bello!
Romeo nos contó que Mía debió cambiar de escuela, una y otra vez, y llegó al colmo de cambiarse de ciudad y de país. Junto con su familia fue a radicar a Miami, donde (Romeo lo juraba) había encontrado el sosiego, porque allá el nombre no llevaba la carga posesiva que sí tiene en los países hispanoamericanos. Yo nunca he conocido a un hombre que se llame Mío. ¡Qué absurdo! Pero el nombre de Mía sí es muy recurrido, porque, insisto, suena bien, es un nombre bello. Ahí tenemos el nombre de la actriz Mia Farrow (así, sin tilde, quien, oh, casualidad, nació en la ciudad en la que ahora radica nuestra Mía, con tilde). Como decía Romeo, los norteamericanos mencionan el Mia sin el agregado posesivo. Mia es un nombre más, como Bonnie o Diane o Gretchen. El problema de Mía (la nuestra) fue llamarse Mía en un país en que el mía es un pronombre posesivo.
Romeo contó que su prima, cuando se inscribió al primer grado de secundaria, en un colegio de paga, en Monterrey, comenzó a ser acosada por un muchacho de tercer grado. Todo mundo le decía Mía, sin dobleces, pero este chico, cada vez que se topaba con la chica, en un pasillo o en el patio del colegio, se acercaba a ella y, con una voz de perro hambriento, le susurraba el nombre con un acento lúbrico que hacía que sus palabras fueran como lenguas calientes que le babeaban el cuello, el vientre y, sobre todo, los pechos lindos. Ella se sentía acosada. El chico se acercaba y le soltaba: ¡Mía, Mía, Mía! Lo decía en voz baja, alargando la i e intensificando la posesión conforme repetía el nombre. Mía comenzó a odiar el momento en que veía al chico y debía huir, pero, era imposible que no se topara con él a la hora del receso o al momento del cambio de salón. Una amiga de Mía le sugirió que lo denunciara con los maestros, cosa que Mía hizo, pero que no surtió efectos positivos, porque el muchacho se comportaba muy decente mientras ella estuviera con amigas o frente a directivos, pero en cuanto tenía oportunidad de topársela a solas (por ejemplo a la salida del sanitario), él le soltaba su estilete baboso y lúbrico. ¿Por qué no lo comentas con Peter y sus amigos?, le sugirió la amiga. Peter era un compañero de la selección de hockey, que levantaba pesas. Mía lo hizo, Peter encaró al chico y éste juró que no la molestaba. Peter lo amenazó: Si él volvía a molestar a Mía se las vería con él. El chico comenzó a llamarle por teléfono a Mía. Ella llegó a no responder a llamada alguna. La amiga sugirió que dijera la verdad a sus papás. Mía lo hizo. El papá fue a casa del chico y habló con el padre de éste. El chico negó todo y prometió permanecer alejado de ella. Para evitar la cercanía, los papás decidieron que Mía se cambiara a otra escuela. Pero la obsesión del chico ya había cruzado la frontera de lo normal: El chico llegaba a la casa de Mía en la noche, trepaba por el techo y accionaba una cinta con la grabación donde, con la misma lubricidad, le decía: ¡Mía, Mía, Mía! Una vez, la chica dijo que vio al chico masturbarse mientras repetía una y otra vez su nombre.
En este momento de la plática estábamos impactados. Alfredo preguntó por qué no le cambiaron el nombre. ¡Claro! Esa era la solución. ¡No! No era la solución. Aunque le cambiaran el nombre por Mary o Cinthya, ella, nuestra Mía, ya tenía tatuado con fuego su nombre. Le costaba trabajo dormir, en cuanto cerraba los ojos, veía al tipo, tocándose el miembro, diciéndole Mía, Mía, Mía. El chico (¡qué barbaridad!), con su comportamiento, se había apropiado de la chica, la había hecho suya, para toda la vida. Y todo por un nombre sencillo.
Así que el papá pidió cambio de residencia en la compañía que laboraba. Por fortuna logró el cambio y un buen día subieron a su auto Valiant, color azul, y pasaron por la frontera con rumbo a su nuevo domicilio: Miami. Alfredo preguntó si ahí no se topó con algún cubano que hiciera lo mismo que el chico de Monterrey.
Ahora que Romeo me contó que Mía (la nuestra) radica en Los Ángeles pensé lo mismo que Alfredo: ¿No se toparía con algún hispano que jugara también de esa manera cochina y asquerosa?
Me dio gusto saludar a Romeo. La charla fue breve, porque él deseaba ir a Tzimol a saludar a unos primos, que tenía años de no ver.
Cuando nos despedimos, llamé a la niña de los chocolates y le dije que me vendiera todos. Ella sonrió. Me extendió la caja de cartón, dijo que eran ocho, hizo la cuenta y estiró el brazo con la mano abierta. Yo puse la caja sobre la banca, abrí la cartera y le di un billete a la niña. Así está bien, dije, cuando ella buscó el cambio en su monedero. Sonrió. Luego pensé que ni como chocolates. Volví a llamar a la niña y le extendí la caja. Te la regalo, dije. Ella la recibió temerosa, la tomó y salió corriendo. El nombre de Mía revoloteó en mi cabeza. Primero lo hizo con la calma de una mariposa sobre un clavel, pero luego se intensificó, tomó la rapidez de un ave rapaz, sonó feo, comenzó a sonar como una campana en el fondo de una gruta: ¡Mía, Mía, Mía, Mía! Casi casi la vi, la vi con el rostro inundado en llanto. La vi cubriéndose los pechos. Lamentando su nombre, el nombre con el fatídico posesivo.