viernes, 25 de enero de 2019

CONFUSIÓN




Como si fuera respuesta de clásico chiste, el hombre que barría el patio me dijo: “Al fondo a la derecha”, a la hora que pregunté por los sanitarios. Colocó ambas manos sobre el extremo superior de la escoba y agregó: “No se vaya usted a confundir”.
A mí me ganaban las ganas, así que caminé apresurado, llegué al fondo del pasillo y torcí a la derecha (no había manera de hacerlo a la izquierda, porque había una barda alta) y me topé con los sanitarios. Vi los letreros, en letras negras, pintados de manera vertical: “Caballeros”, “Damas”. Decidí entrar al primero y así lo hice.
Al salir me fijé bien en los letreros y advertí porqué el barrendero había dicho lo que dijo. En la parte superior había unos letreros ya borrosos, que, en algún momento, habían tenido todo el esplendor de la pintura negra. Los letreros estaban cambiados; es decir, lo que era el sanitario de caballeros, en la actualidad, había sido el sanitario de damas; y lo que había sido el sanitario de caballeros ahora era el de damas.
Los letreros anteriores no estaban bien cubiertos, aún se podían leer. Pensé que la pintura verde (porque la pared estaba pintada de un verde triste) se les había acabado, que había sido rebajada con agua y por esto no alcanzaron a borrar los letreros. Esto, deduje, provocaba la posible confusión en los apurados y por esto el hombre había dicho: “No se vaya usted a confundir”.
Pensé que salvo ocasiones memorables, estos sanitarios eran pocos usados, por lo que la confusión tampoco era para espantar a alguien. Si un hombre urgido leía el letrero superior y entraba al baño que ahora es de damas era casi improbable que, en ese preciso momento, una dama llegara y ella sí leyera bien el letrero actual, porque el otro, el superior, aparece semi borrado, lo que significa que ya no tiene vigencia. Era casi improbable que el hombre y la mujer se encontraran adentro del mismo baño, por una confusión.
Pensé, de todos modos, que un poco de pintura verde, más oscura, más pastosa, podría borrar de forma total los letreros superiores, para evitar esas posibles confusiones.
Recordé entonces un cuento de Arnoldo Diéguez, cuyo título no recuerdo, pero que cuenta una historia boba, casi simple: Dos niños, como de ocho o nueve años, que están en un restaurante con sus papás, van al baño, ven que los letreros de madera penden de dos argollas, lo que permite que cualquiera pueda cambiarlos. Entonces deciden hacer una travesura, se esconden detrás de un murete y cuando una señora entra al sanitario de damas, ellos cambian los letreros, esperan detrás del murete, esperan con ansia, desean que un señor aparezca y entre al sanitario equivocado, pero pasan unos minutos y la señora sale muy campante, con el bolso colgado en su brazo. En eso, escuchan pasos, un muchacho, con camisa azul celeste y jeans, y una muchacha, con blusa amarilla y rayas rojas y una falda gris, caminan por el pasillo que tiene rosales sembrados en ambos lados del camino de laja, se dan un beso en los labios y entran a los correspondientes sanitarios. Los niños corren y cambian de nuevo los letreros, lo hacen de manera apresurada, porque escuchan voces y pasos. Se esconden detrás del murete, el corazón les late como motor de locomotora. Escuchan dos voces que intercambian impresiones, desde el otro lado, con las espaldas pegadas al murete, identifican dos voces: son de un hombre y de una mujer, las dos voces tienen timbres de campana de bronce, corresponden a dos jóvenes, sí, son de dos muchachos, él y ella. Escuchan que las voces se apagan, los pasos se pierden. ¡Ya entraron! Los dos niños salen del murete y suben por una escalera, se asoman por un barandal donde, desde arriba, observan las dos puertas. Esperan que los gritos comiencen, que la muchacha de blusa amarilla grite como chachalaca, que insulte al muchacho que entró al sanitario equivocado, pero nada sucede. Las dos puertas permanecen cerradas, durante varios minutos. Los dos chicos no se explican qué sucedió, hasta que, después de muchos minutos, escuchan otros pasos, ven a sus mamás; oyen sus gritos: “Manuel, Armando”. Los dos niños bajan, escuchan un leve rumor de telas adentro de los baños; las mamás los toman de las orejas, con la velocidad con que un jugador de primera base toma la pelota en un campo de béisbol, y los reprenden. Lo menos que les dicen es: “¡Muchachitos babosos!”. Los niños van con la cabeza inclinada, porque las manos de las mamás los guían por el camino y los elevan de las orejas. Ambos niños ven hacia atrás, quieren descubrir qué sucedió en el interior de los sanitarios. ¿Por qué los muchachos no salen? Antes que las mamás los suban por la escalera que conduce al salón principal del restaurante, ambos niños ven que el muchacho de jeans y camisa celeste sale y, con ambas manos, se acomoda el cabello, la chica (la que no habían visto) con blusa café y jeans desgastados lo toma de la mano y lo queda viendo como ven las muchachas iluminadas, ella comienza a gritar: “Eugenio, Eugenio”. El chico de jeans la toma de la barbilla y le da un beso fugaz. Ambos sonríen. Ella sigue gritando: “Eugenio, Eugenio”, camina con rumbo al salón principal. Los niños ya no ven qué sucedió con el tal Eugenio y con la chica de la blusa amarilla y rayas rojas.