lunes, 14 de enero de 2019

CARTA A MARIANA, CON UN AUTORRETRATO




Querida Mariana: El pintor José Luis Cuevas hacía autorretratos todas las mañanas. Se sentaba frente al espejo y, con tinta china diluida, copiaba su rostro en un papel. El artista veía la transformación que a diario se daba en su cara.
El acto que Cuevas realizaba le permitía la perspectiva necesaria para apreciar los cambios físicos, cambios que se manifiestan conforme pasa el tiempo.
Todo mundo se ve en el espejo muy de mañana. Algunos (los que no acostumbran bañarse en la mañana) se echan un poco de agua en la cara y en el cabello, se quitan las lagañas de los ojos, se secan la cara con una toalla y luego se peinan. Conforme realizan todos estos mínimos actos ven su cara, la ven sin buscar huellas, la ven sin asombro. Nadie se asombra de la sombra propia. Quienes se bañan temprano hacen lo mismo que los otros, lo único que los diferencia es que no se echan agua. Pero, de igual manera, miran su rostro a la hora que se rasuran, los hombres, o se pintan las sombras en los ojos y dan brillo a los labios, las mujeres.
Todo mundo se ve, muy temprano, en el espejo. El acto, con ligeras variantes, se repite después de la comida, para lavarse los dientes, y en la noche, antes de acostarse.
No sé cuál es tu experiencia, pero yo me veo todas las mañanas sin cambios notables. Soy yo y me veo con la misma indiferencia con que veo el cielo cada mañana. No me doy cuenta que el cielo también cambia, pero, en su inmensidad, lo miro como si fuera el mismo espejo azul de siempre.
Como no tengo conciencia plena de las transformaciones que se dan en mi cara cada día, no advierto las grietas que aparecen como raíces de árboles.
Pero basta que, en el parque central, o en La Pila, o en San Sebastián, me tope con un ex compañero de la prepa, después de diez o doce años de no verlo, para que me cueste trabajo reconocer su rostro. Me ha sucedido en ocasiones reiteradas que me topo con un ex compañero y debo hacer un ejercicio rotundo de memorización para comenzar a distinguir el rostro conocido y así logro identificar al viejo amigo. Sé que lo mismo le sucede a él. El otro me ve y, en lo interno, piensa: “Qué viejo está”.
No tenemos conciencia del cambio diario, porque se da de manera muy sutil. ¡Claro! Si el cambio fuera brutal ¡no lo soportaríamos! La naturaleza es tan sabia que cincela los vacíos poco a poco, como si fuera aire y removiera ligeramente la corteza de nuestro tronco.
El otro día, alguien me tomó una foto por detrás, de tal forma que se ve, con claridad, mi cabeza. Descubrí que, como si fuese un fraile, tengo una inmensa isla sin cabello. ¡Qué! ¿A qué hora se me cayó el cabello? A la misma hora que se me fue cayendo en el frente y fue haciendo tremendas entradas. Pero no lo vi, porque cada mañana me veo al espejo y no advierto el milésimo de terreno que es talado por el tiempo inclemente. La caída de mi cabello ha sido tan tenue que no la he advertido. Ese día busqué en Internet un video que había visto donde están Joan Manuel Serrat, Eduardo Galeano y el cantante Joaquín Sabina. Y vi a Joan Manuel con la misma isla en la coronilla y vi a Galeano con entradas como si su frente se anchara para ser un campo de labranza. Lo hice para darme ánimos, para decirme que al enormísimo Serrat y al grandioso Galeano la vida también se las fue cobrando (nada digo de Sabina, porqué él, tacuatzón, se cubría la cabeza con un sombrero). Supe que Serrat y Galeano también, viejos como yo, habían perdido parte de su cabello porque ya el tiempo había pasado por ellos como un tren, pero los vi luminosos, llenos de vida, como si fuesen una cascada de agua limpia y generosa; y supe que la vida tiene sus compensaciones: Cuando el cuerpo se arruga, el espíritu se extiende como sábana recién planchada.
Ahora lamento mucho no haber hecho el ejercicio de Cuevas. Si hubiese pintado mis autorretratos ahora tuviera un archivo veraz de cómo mi rostro (y en general mi cuerpo) ha ido sufriendo estragos.
Porque no me vengás con esas patrañas de que la juventud es “sólo una palabra”. ¡No! La juventud es la edad en que mi rostro estuvo lozano, sin arrugas, y mi cabeza permitió tener una cabellera hermosa y larga, tal como lo exigía la moda de los años setenta. Ahora soy un viejo de sesenta y un años y tengo arrugas, ya se me cayeron los dientes, tengo, por lo tanto, prótesis dentales, y en mi coronilla tengo una gran isla lisa, que me acerca al grupo de monjes benedictinos.
Si bien no tengo el tiempo para hacer lo que Cuevas hacía todas las mañanas, he decidido hacer lo que estas chicas bonitas hacían en el parque central de Comitán: Me tomaré selfies cada mañana. Lo haré después de bañarme, ya que me haya peinado (para no salir tan ish). Lo haré como un ejercicio de reconocimiento, para que sepa que la naturaleza es sabia, para que admita que el tiempo hace su labor como si fuese el más hermoso escultor. Lo haré para reconocer, con humildad, que los mortales nos deterioramos en cuerpo. Que lo único que poseemos como bien preciado sin deterioro es el espíritu que se llena de luces prodigiosas. Lo haré para decirme que debo cuidar esa parcela física que se hace débil cada día, cada minuto, cada segundo.
Los sabios han dicho que el secreto de la vida es compensar la balanza, en la medida que el platillo del físico se degrada, el platillo del alma debe enaltecerse.
¡Benditos tiempos de cámaras digitales! ¡Benditos tiempos de selfies!, en los que, con una mano en la cintura y la otra en el obturador, podemos tener conciencia de los cambios casi imperceptibles que se dan en nuestro rostro, en nuestro cuerpo.
Posdata: Cuando le conté esto a Luna, me dijo que ella no lo hará; dijo que no soportaría ver cómo su mata de cabello adquiere una tenue línea plateada un día y luego otra; dijo que no le gustaría admitir que su rostro (bellísimo) comienza a adquirir el tono de un tronco seco.
Yo sí lo haré. Abriré en la computadora una carpeta que diga: “Rastros del tiempo”, y ahí guardaré las selfies que me tome cada día.