martes, 13 de julio de 2021

EN BAÑO MARÍA

A veces divido el mundo en dos. Ayer lo dividí en: mujeres que ven el cielo únicamente cuando no hay nubes, y mujeres que se vuelven agua cuando ven barcos. La mujer que se convierte en agua cuando ve un barco tiene el horizonte como su sitio especial. En su casa nunca falta un palo mayor ni un carajo; es decir, la canastilla que siempre está en el palo mayor de los barcos. Porque, lo ha sabido desde siempre, nunca está de más ese aditamento que sirve para encerrar, como canario sin plumas, a los amantes que se quieren pasar de nubes. Sus pasillos siempre están llenos de atardeceres; su comedor está al lado de un sembradío de sueños. Nunca piensa en la muerte, siempre abona su pensamiento con recuerdos infantiles: tardes de columpio, de trepadas a árboles de jocote, de chocolate caliente al lado de la abuela, de líneas pintadas en las paredes blancas, de cantos como aleluyas sublimes. Nunca piensa en el viaje, ¡lo hace! Le basta colocar un par de pantalones, blusas, ropa íntima y condones adentro de la mochila para pararse en la esquina donde pasa el auto que no tiene destino. Le encanta llegar a un hotel de lujo, sentarse en el lobby, levantar la vista y ver la belleza de las lámparas y de los adornos del cielo. Por supuesto que no se registra ahí. A ella le encanta dormir en casa de campaña, a mitad del bosque o a la orilla de un lago. Al despertar escucha el canto de los pájaros y el murmullo del viento a la hora que se despereza para iniciar el día. Le gusta leer. Sabe que la vida no existe si no fluye el agua, como fluye la savia, como fluye la sangre. La lectura es parte del viaje de la vida. La palabra, como el agua, riega las parcelas para que la humedad permita el prodigio del renuevo. Cuelga nubes en las paredes y en el techo de su recámara. El cielo también es un oratorio para honrar a la tierra y al árbol donde anida el deseo. Cuando bebe un vaso de agua siente que su cuerpo reconoce su estirpe, el abrazo de su madre, la lluvia paterna, el río de los abuelos y el charco donde crecieron los mulututes de sus temores. Cuando tiene problemas piensa en la caminata de Jesús sobre el agua y resuelve su duda como si fuera la Torre Eiffel o el Museo del Louvre. No necesita gárgolas en su ventana ni pasadores en las puertas de su recámara. Lo que sí necesita es una lámpara para mirar las cuerdas con que su sobrina detiene el avance de los elefantes a la hora que juega el infinito juego del circo. No acostumbra poner vallas en las calles y avenidas de su cuerpo, pero sí le encanta poner trampas para que se quiebren las patas de los estúpidos renacuajos. Sus deseos los ensarta en una cinta que es como un lazo para soltar amarras. En sus sueños nunca caen torres ni se incendian trasatlánticos; en sus sueños, los puentes siempre unen orillas y dejan que los peatones pasen de un lado a otro. La mujer que se convierte en agua cuando ve un barco tiene el espíritu lleno de lianas de fuego; sus árboles tienen ventanas y alojan pájaros carpinteros. La palabra emergencia no es pan para su mesa; en las servilletas siempre aparece la palabra paciencia. Es paciente, no de hospital, sino de albercas y encrucijadas. Le gusta ver el vuelo del colibrí y enreda en su dedo medio la cinta roja, la que recuerda la hora del ángelus. A veces divido el mundo en dos. Mañana lo dividiré en: mujeres que son como lámparas sin foco, y mujeres que se sientan en una piedra como si lo hicieran sobre la orilla de una cama.