sábado, 17 de julio de 2021

CARTA A MARIANA, CON EXÁMENES

Querida Mariana: digo que hay palabras que no son agradables. A mí, la palabra examen me provoca urticaria mental. Pienso que sólo a algunos maestros revanchistas les encanta mencionar la palabra examen. ¿Hay algún alumno que, con gusto, la escuche? A ver, que levante la mano (que tire la primera piedra) quien no copió en algún examen. Vos, ¿nunca copiaste en algún examen? Sé que vos siempre fuiste niña de diez en todas las asignaturas, pero estoy seguro que en algún momento de tu vida has hecho alguna trampita en un examen. Y digo que un maestro revanchista goza el sonido de la palabra, porque usa al examen como material de desquite. ¿Mirás qué perversión? Sí, a mí me tocó ver un maestro que dijo: ¡ahora sí me las pagarán!, a la hora de aplicar un examen. Usaba el examen como método de tortura. Si los alumnos habían hecho de las suyas en clase, si habían sido groseros y malos estudiantes, a la hora del examen ¡la pagarían! A ver, a ver, de entrada, no parece un método pedagógico; al contrario, parece un procedimiento inventado por un primo hermano de las prácticas de la Santa Inquisición. ¿El potro era algo aberrante? Bueno, pues ese amigo maestro usaba el examen para estirar hasta el desgonce los huesos espirituales de sus alumnos. ¡Ahora sí me la pagarán!, era su dicho. Y bueno, a mí todavía me tocó (siendo alumno de primaria) recibir una dosis mínima, pero dosis al fin, de la regla: la letra con sangre entra, porque un maestro nos daba unos reglazos en las manos hasta que aprendíamos la lección. Mi querido maestro (a nadie le guardo rencor) nunca supo que yo iba a dedicarme a dibujar y a escribir, de grande. De haberlo sabido, habría tenido más cuidado con mis manos, no me habría infligido tal tormento. Por fortuna, la pedagogía moderna ha proscrito los castigos corporales, nada de jalón de patilla, nada de hincarse en un tapete de corcholatas, nada de reglazos ni de jalones de oreja. No. Los estudiantes tienen derecho a ser tratados con respeto. Claro, no falta el adulto que echa la culpa del bajo nivel educativo de los jóvenes actuales a la falta de un buen cinturonazo. ¡Falso! El bajo porcentaje educativo tiene múltiples causas, una de éstas tiene que ver con el poco compromiso de algunos maestros actuales, que cumplen su labor sin una verdadera vocación. Es inadmisible, por ejemplo, que un maestro no sea un lector contumaz. Hay maestros que no leen por placer, que sólo alcanzaron a medio leer los libros de la carrera. Hay maestros (¡Dios los perdone!) que no escriben en forma correcta, que tienen muchas fallas de ortografía a la hora de redactar. ¿Cómo los alumnos van a aprender en forma correcta, si el docente escribe barbaridades en el pizarrón? Lo que, cuando menos en el país, no erradicó la pedagogía moderna fue la aplicación de exámenes. Estos siguen a la orden del día. Lo único que cambió fue el nombre, ya no se aplica la palabra examen, ahora se usa la palabra evaluación. Dicha palabra causó una gran revolución cuando la autoridad federal exigió que el magisterio nacional presentara una evaluación. El mundo se les vino encima. El rostro de aquel maestro cambió, ya no gozó la mención de la palabreja. Sólo faltó que un alumno, en su cara, le dijera: ¡lero, lero, ahora la pagará!, o: “el que a hierro mata a hierro muere”. De lo que llevo escrito advertirás, entonces, que la palabra examen no causa mucho entusiasmo, salvo cuando el recién graduado en la Facultad de Arquitectura aparece en la puerta del auditorio y grita: ¡pasé, pasé, pasé!, y familiares y amigos abrazan y felicitan al nuevo arquitecto. Pasó su examen profesional. Pero una semana antes, me habría gustado ver la cara del pasante y preguntarle su opinión acerca del momento que estaba a punto de vivir. Si hiciéramos un ejercicio democrático con una pregunta sencilla: ¿Deben quitarse los exámenes en las escuelas? Un porcentaje mayoritario votaría a favor de eliminar los dichosos exámenes, con lo que quedaría demostrado que tal prueba de conocimiento es un sofisticado y legal elemento de tortura. Claro, vos dirás: ¿y entonces cómo evaluar el conocimiento adquirido? ¿Cómo saber si el alumno logró aprender el mínimo requerido para ingresar al siguiente grado, para entrar al próximo nivel educativo, para obtener la autorización de ejercer una profesión? El genio humano no ha logrado una mejor prueba de aprendizaje que el odiado examen. Examen que, seamos honestos, no logra evaluar de manera científica el aprendizaje real, porque, ya lo dije, todo mundo copia; es decir, la herramienta no sirve como prueba fidedigna de lo que persigue. Yo copié, yo reprobé asignaturas. Por supuesto que sí. No me gustaba la Matemática, no me motivaba su estudio. ¿Por qué decidí estudiar ingeniería, en la UNAM, si la matemática me daba urticaria mental? Eso es motivo para otra carta. Lo que ahora pretendo decir es que si reprobé matemáticas II en la facultad es porque los numeritos de las integrales y derivadas eran algo que nada tenía que ver con mi vocación. A ver, a ver, lo que digo, lo digo a título personal, mi niña. Digo que el genio humano lleva siglos aplicando esta herramienta, a pesar de que en esos mismos siglos ha quedado demostrado que no es un buen instrumento de medición de aprendizaje; es como si tuviéramos una regleta de veinte centímetros para medir un metro. ¿Por qué lo digo? Porque también me he topado con compas maestros que, al inicio de un curso, se quejan del poco conocimiento que sus alumnos tienen y se preguntan, con carita de niño frente a un rascacielos, cómo lograron pasar al siguiente nivel. ¿Cómo? Pues pasaron su examen. ¿Cómo? Ah, eso sí no sé. Bueno, sí sé, pero eso no lo digo, porque causa resquemor, porque el examen es, ¡qué pena!, en muchos casos, también un instrumento de corrupción. Hace años (dicen que ya no), en una universidad pública, el ingreso para la carrera de medicina era a través de un pago y no por la acreditación del dichoso examen de admisión. Eso era una soberana burla. Bueno, para acabar pronto. He sido testigo de alumnos universitarios que, igual que los maestros que ya te dije, tienen poca comprensión lectora y enormes deficiencias en la redacción de textos. La palabra examen me da urticaria, porque es como una carrera de obstáculos donde algunas personas que tienen la rodilla hinchada deben competir en forma obligatoria. Nuestro sistema educativo tampoco ha logrado erradicar el método competitivo. En muchas escuelas, por no decir todas, sigue imperando el famoso cuadro de honor, donde están los muchachos que, gracias a su esfuerzo (por estudio o por copia) tienen las mejores calificaciones. Doña Lolita Albores, en su libro de crónicas, cuenta lo que vivieron muchos estudiantes comitecos en los años cuarenta: los exámenes orales. Dios mío. Esa práctica sí evitaba la copia, pero no le quitaba ni un ápice de herramienta de tortura; al contrario, presentar un examen oral era como pararse frente a un pelotón de fusilamiento. Dicen que a la muerte todos los seres humanos llegamos solos, pero no hay soledad más solitaria que el pobre tipo que se para frente a un grupo de cinco o seis justicieros que, con rifles, esperan la orden: ¡fuego! Digo pues que, a mí, cuando menos, la palabra examen (en singular) o la palabra exámenes (en plural) les miro cara de esa medicina de color rosita que sirve para contrarrestar la diarrea. El genio humano tan sublime no ha tenido la capacidad de crear otro mecanismo para medir el aprendizaje. Pienso cómo le harán los seres de otros planetas. Estoy seguro que tienen otros medios, más avanzados, menos tortuosos, menos dados a la corrupción y al desquite. Posdata: ¿cómo medir el aprendizaje? Ah, no sé. A mí no me preguntés. No soy experto en procesos pedagógicos, yo soy escritor, dibujante, pintor y lector. No más. Yo ejerzo lo que dicta la sentencia popular de zapatero a tus zapatos. ¿Por qué, entonces, me metí en este berenjenal? Porque me puse a platicar con vos acerca de la palabra examen, que es como un chayote con mucha espina. Eso fue lo que hice, aportar elementos que justificaran mi aversión a dicha palabrita. Cuando un compa vio que estiraba mi brazo al tope y no lograba leer el papel que tenía en la mano, me dijo que fuera a hacerme un examen de la vista. ¡Ah, no lo hubiera dicho! La mención de la palabra fue como si me dijera que debía ir a presentar un examen extraordinario de matemáticas II. Total que nunca fui, porque pensé que podía resultar reprobado. Fui a Sam’s y compré un par de lentes para vista cansada y con esos lentes la llevo.