martes, 26 de agosto de 2025
ELIMINANDO LA OSCURIDAD
A veces divido el mundo en dos. Ayer lo dividí en: mujeres que son como lámparas de buró y en mujeres que tienen luz de quinqué.
La mujer lámpara de buró es íntima, su luz es directa sobre los objetos que están en la mesa de noche. Ella permanece discreta durante el día, casi olvidada, se hace presente cuando la oscuridad se adueña de la recámara. Dado su carácter intimista nadie más que su amante la disfruta. Todo mundo puede verla, pero a través de la mampara que cubre su esencia, sólo el amante reconoce la esencia de su centro de luz.
Ella es como el papalote que no se encumbra, es el que vuela a ras de suelo, nunca alcanza las grandes alturas, pero, en compensación, ella vuela sin afán de fuga, su cola culebrea en el aire cercano, el que está a la mano.
Ella es hija de la tradición, para que se prenda es necesario que su amado la active con su mano, con la caricia de los dedos expertos. Es tan noble que se apaga cuando el sueño aparece, pero, también, para que ella se confunda con la oscuridad es preciso que sea el otro quien la apague. No hay lucha de egos, sólo la tradición divina, la que mencionó que “la luz se haga” y que advierte que en algún momento de la historia otra voz divina dirá: “que la oscuridad regrese”, y todo se apagará para siempre, ¡para siempre!
Que nadie se sorprenda, para que esté al ciento por ciento ella necesita poseer aislantes, nada de ser permisiva ante el flujo inmanente de energía, ¡no!, para que no dañe a su amado es necesario que tenga un cuerpo dúctil, pero un espíritu de porcelana.
Su luz siempre es cálida, seductora; es decir, para que se quiebre la botella oscura es preciso que se haga con un martillo lleno de atardeceres, vuelo de luciérnaga, destello de luna sobre un lago.
Sus ojos, por fortuna, no necesitan pestañas postizas; sus labios son como pétalos que nunca se secan; sus pechos son flores que crecen con el abono de caricias expertas; su entrepierna se abre ante el aleteo del abanico del deseo.
Mil rosas acomodan su alfombra; cien palabras son el cáliz para su incienso.
La mujer lámpara de buró ama los espacios minimalistas, los zoológicos donde los gatos se paran ante la jaula de los perros. La mujer lámpara de buró le gusta bajar sus manos por su torso, como si una cascada de almendras naciera de sus senos.
Ella prefiere la arena de la playa al agua del mar; prefiere el cristal de la ventana que la cortina que la cubre; siempre elige el ascenso por la escalera que por el elevador; el beso campana al beso ruso; el danzón al regué; el corazón al hígado; el piano a la batería; el arpa al sintetizador.
La mujer lámpara de buró puede tener mil formas, desde un gatito que se ilumina, hasta el tronco retorcido de un árbol. Siempre lleva una pantalla, es su distintivo, es la forma que tiene de mostrarse. En el inicio de los tiempos ella no existía, su abuela quinqué la llevaba en su espíritu, cuando apareció en escena lo hizo en forma discreta, sin reflectores, es el complemento de la mesa de noche, es el espíritu que conjura al monstruo de la oscuridad. Ella hace la luz, al lado de su amado.
A veces divido el mundo en dos. Mañana lo dividiré en: mujeres que son piel y mujeres que son espíritu.