viernes, 11 de julio de 2008

Para pasar la vida (II)


Siendo estudiante de la universidad en la ciudad de México, regresaba de vacaciones a Comitán e iba a la cantina de "Tío Tavo". Como la botana que preparaba era exquisita pero muy raquítica, Javier, Miguel, Quique, Jorge y yo siempre teníamos que pedir tortas para acompañar la cerveza. Nunca salimos bolos de esa cantina. El método de "Tío Tavo" era tan fregón que evitaba la borrachera. Como a las cuatro de la tarde, ya cuando todos los bolencones andábamos agarrando un color colorado en las mejillas y la lengua comenzaba a trabarse, "Tío Tavo" anunciaba:

-Bueno, pue, hermanos, ya voy a cerrar. Tengo que ir a comer.

Nos corría a todos ¡y cerraba!

Ya como a las seis o siete de la noche volvía a abrir y cerraba a las diez. "Tío Tavo" era sabio, reconocía en la bebida un motivo de encuentro, de vida. Con cantineros como "Tío Tavo" la patria estaría salvada.

En "Puerto Arturo" la política era otra. A veces entrábamos a tomar una o dos cervezas, como para hacer "hambrita" y que cada uno fuera después a comer a su casa. Cuando el dueño veía que ya pedíamos la cuenta nos mandaba otra ronda de cervezas:

-Ésta es por cuenta de la casa- nos decía el mesero.

¡Ay, pobres de nosotros! El dueño sabía que eso era el piquetito que nos hacía falta para no salir. Si en un principio nuestra idea había sido tomar una o dos cervezas, la realidad del otro día nos demostraba que habíamos tomado dos o tres cartones y que en lugar de gastar unos cuantos centavos nuestros billetes habían pasado a la bolsa del cantinero. La fuerza de voluntad cesa en un trago indeterminado (el dueño de "Puerto Arturo" tenía el colmillo para saber cuál era ese dichoso trago). Nosotros, simples mortales, caíamos en la trampa.

Y en esta vida de cantinas seguido nos emborrachábamos en "Cancún". ¡Nadita! Este era el nombre de otro "bar-restaurante" que nosotros convertimos en cantina. Nos gustaba la botana: carnita adobada, picles y cecina.

Pero, tal vez la cantina a la que más horas y dinero destinamos fue: "La Jungla". Quedaba camino al Club Campestre. Un patio de tierra siempre húmedo, una palapa improvisada con esa madera que le llaman costera, unas mesas de metal con el anuncio de superior y una bocina que, irremediablemente, tocaba las de la Sonora Santanera. El dueño de "La Jungla" (¡vaya! qué nombre ¿no?) tenía siempre la mirada perdida, como si esas canciones le trajeran alguna resaca de otras playas. Era como un león cansado detrás del mostrador.

Javier, mitad en broma y mitad en serio, decía que la casa que el dueño de "La Jungla" construía en la parte posterior del patio la estaban pagando nuestros papás, y algo tenía de razón. Cientos de pesos dejamos en esa cantina.

Por ese tiempo mi papá tenía una bolsa de lona en su oficina. De esas bolsas en donde transportan dinero las compañías de valores. Mi papá la tenía llena de monedas. Le servía para dar cambio de dinero en su negocio.

-Ora, compa- me decía Javier.

Yo entraba a la oficina de mi papá, metía la mano en la bolsa y sacaba un puño de monedas. ¡Ya teníamos para las cervezas!

En otras ocasiones yo era quien le decía a Javier:

-Ora, compa.

Y Javier entraba sigilosamente al cuarto en donde su papá dormía la siesta y después de uno o dos minutos salía abanicándose con un billete que nos alcanzaba para las cervezas del día. (Continuará)