viernes, 18 de julio de 2008

Para pasar la vida (III)

La cantina que fue más peligrosa para mí fue “El Apolo”. En esos tiempos el Apolo había sido una nave que había llegado a la luna. Yo creo que el dueño de ese bar pretendía mandarnos ahí a todos sus clientes. Yo, que nunca me había trepado ni siquiera a una avioneta, me daba unas mareadas que terminaba siempre en galaxias desconocidas.

Estudiaba el quinto o sexto semestre de prepa en el edificio que ahora es la Casa de la Cultura. Todavía existía la manzana de la discordia, así que desde los corredores de la prepa no se veía el parque sino una manzana con diversas construcciones: una tienda de ropa, otra de regalos, la notaría del papá de Quique, una sastrería, un dentista, una joyería y negocios diversos. Enfrente de la iglesia estaban sembrados unos árboles enormes que provocaban una sombra fresca al medio día. Muchas veces me senté en la orilla de la banqueta a ver pasar la gente.

Teníamos clases en la mañana y en la tarde. Un buen día Jorge me dijo:

-Comé rapidito en tu casa y nos vemos acá a las dos y media.

Así lo hice. Dos o tres compañeros más estaban ya esperando. Caminamos rumbo a La Pila y a media cuadra de la bajada nos topamos con la cantina. Entramos. En ese momento supe que la cita había sido para tomar trago. Como en ese tiempo yo quería presumir de muy machito comencé a tomar como gente grande. A las cuatro de la tarde ya habíamos dado cuenta de una botella de “Delfín” (trago muy socorrido en esos tiempos). Subimos ya tatarateando y haciendo escándalo. Yo más que nadie. Entramos a la escuela y a nuestro salón. El maestro Víctor (nos daba psicología) había invitado a dos estudiantes comitecos que estudiaban en el defe para que nos platicaran un poco acerca de la experiencia de ser universitarios. Los bolos nos sentamos hasta atrás. Alcancé a distinguir cómo nuestros compañeros nos veían y se mataban de la risa al vernos, ahora sí que: “hasta atrás”. Yo me sentí importante. Todas las miradas estaban puestas en mí. Caray, nunca lo hubiera pensado. Me sentí un héroe. Sobre la tarima los dos estudiantes universitarios continuaron platicando su experiencia.

-¡Sáquenlos!- grité.

El maestro Víctor levantó la mirada y buscó en la parte de atrás del salón. Todos quedaron callados. Vi, en medio de una nube borrosa, cómo uno de los universitarios se acercaba al maestro y le decía, sin duda, que uno de sus alumnos estaba borracho. El maestro –sabio y bueno- optó por lo más práctico: dar por terminada la clase. Mis compañeros se levantaron y yo con ellos, hice a un lado las sillas de paleta que estaban en mi camino y traté de alcanzar la puerta con un puño en alto. Javier, que esa vez no había ido con nosotros, me agarró del brazo y me tiró. Se puso encima de mí y me inmovilizó.

-Suéltame, cabrón- dije todo borracho.

-Ya, ya- jugó conmigo Javier. Con dos dedos me torcía la nariz. Fue su manera enérgica y afectuosa de calmarme. Luego me abrazó y me sacó de la preparatoria. En el pasillo los compañeros me quedaban viendo y yo alcancé a ver que no era el héroe, sino el malo de la película. Era una basura. Al día siguiente no fui a la escuela; al segundo, todavía con cierta pena, entré a la escuela. Sentía que todos me miraban, que todos me señalaban. Seguí caminando por el corredor hasta que me topé con los compañeros de juerga. Me dijeron que la había yo regado. Yo sabía que sí. Pero al rato ya estábamos bromeando y buscándole el lado chusco al asunto.

-Aguas- dijo Jorge. En el fondo del corredor apareció el maestro Víctor, venía directamente hacia donde estábamos. Sentí que mis compañeros se hicieron tantito hacia atrás, como para dejarme solo ante el pelotón de fusilamiento.

(Continuará)